Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 21 de octubre de 2012 Num: 920

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Entre Medellín
y Buenos Aires

Laura García entrevista
con Luis Miguel Rivas

Cataluña la
crisis española

Juan Ramón Iborra

A la memoria de
Antonio Cisneros

Marco Antonio Campos

Un peruano en Europa
Ricardo Bada

Bachelard: filosofía
de agua y sueños

Antonio Valle

Gaston Bachelard: una poética de la razón
Xabier F. Coronado

Leer

Columnas:
Prosa-ismos
Orlando Ortiz
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Cinexcusas
Luis Tovar
La Jornada Virtual
Naief Yehya
A Lápiz
Enrique López Aguilar
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
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Ana García Bergua

Fronteras

Tres escritoras están paradas frente a la orilla del Río Bravo en la ciudad de Matamoros. Es de noche, una luna enorme y llena brilla en el cielo limpísimo. Los márgenes del Bravo, cubiertos de hierbas altas, y las aguas casi imperceptibles, bajas y silenciosas, invitan a cruzarlo. ¿Qué más daría? Se ve tan fácil… unos cuantos pasos y estás ahí, allende la frontera, donde todo es mejor, seguro, libre, dicen, no como en estas calles vacías en las que no deberíamos estar a estas horas. Nuestra gentil anfitriona nos dice: del otro lado esperan los polleros y los narcos. Te cobran por cruzar. Y más allá, la migra estadunidense cumple con su parte. El cruce es, entonces, un espejismo. Aquí todo se ve despoblado, pero seguro alguien nos está mirando. Y muchos se encuentran ocultos entre las hierbas de la ribera, esperando la hora oportuna para pasar.

Parece inverosímil en este camino tan bello donde una persona se arriesga a correr para hacer deporte, donde nos detenemos a admirar el paisaje tras el río, con las calles vacías a la espalda, hermosas casas abandonadas desde tiempo ha; otras adquiridas, nos dicen, por “los muchachos”. El paisaje idílico está sembrado de ojos, la promesa del cruce a una vida mejor para tantos anhelos, como esos manjares de los cuentos, tan apetitosos, ha sido envenenada. Evoco la frontera de Tijuana que conocí hace algunos años, el muro sembrado de cruces para que nadie olvide la tragedia que para tantos es y ha sido cruzarla. El momento, aquella vez, cuando el chofer que me llevaba al aeropuerto me dijo: “Tenemos tiempo, ¿quiere pasar al otro lado? ” Y la sensación de aventura que me embargó de sólo pensarlo, pues nunca había cruzado por tierra. Pero no me animé, no traía yo pasaporte aquella vez.

Ahora todas –es decir, Mónica Lavín, Claudia Hernández de Valle Arizpe y la que escribe estas líneas– traemos los papeles necesarios, pues para ir de Matamoros a Nuevo Laredo con nuestra charla sobre “Apetitos literarios”,  tenemos que viajar del lado estadunidense. Y ese lado, también, tiene un aire muy ilusorio: los malls enormes, los restaurantes de hamburguesas y comida mexicana o china, los vistosos anuncios de abogados con apellido mexicano (muchos por lo que se ve, con todo y foto), las colonias de trailers que algún día –o nunca– serán casas. Sólo los que vienen de Michoacán o de Guanajuato construyen sus casas de cemento, aquí todo es de madera, me comenta nuestro amable chofer. ¿Y la gente? Aquí tampoco hay gente, aquí también están las calles vacías, pero por otras razones: todo está tan lejos, que los gringos van a todas partes en coche. Y sí, estos son los paisajes largos que hemos visto en tantas películas, el aire lánguido bajo el sol que respira entre construcción y construcción. La gente hormiguea en el interior de las tiendas, de los malls de McAllen a donde se cruza para comprar trapos a buen precio, de los negocios de construcción. Me pregunto dónde hormiguearán los que surcaron anoche la frontera por el linde del río que mirábamos bajo la luna llena; quizá algunos llegaron a los consultorios de los abogados. Quizá otros no llegaron.

A esta altura, el lado mexicano en línea paralela es tierra de nadie, nos cuentan:  “nadie” son los polleros, los narcos, la carretera vacía asaltada por bandidos, como la diligencia que en el siglo XIX trataba de llegar a Veracruz. Bandidos nada simpáticos, los autores de un calvario junto con quienes han agravado las cosas al punto de cederles la potestad del territorio. Así viajamos, escuchando voces: si ven gente armada, ustedes hagan como que no vieron nada y sigan a sus cosas; en los restaurantes no hablen fuerte de los narcos; uno nunca sabe quién está en la mesa de al lado; en este lugar conozco a los meseros, pero no a los cocineros. El paisaje vacío por el miedo, los convoyes militares con un soldado apuntando al frente y a lo que sea, que recorren la frontera norte, Guerrero o Veracruz. La gente que a las ocho de la noche está guardada en sus casas y que sin embargo acude, también en Nuevo Laredo, a escucharnos en la bellísima Estación Palabra que inauguró García Márquez y que esperemos no descuiden las autoridades locales, pues es una semilla de paz y civilidad ahí donde la guerra del narco ha arrasado como la langosta. Una semilla como el Festival Tamaulipas al que fuimos amablemente invitadas. Ya Mónica relató nuestra experiencia en El Universal, pero yo insisto; en el vacío aparente, lo que más retumba son los ecos.