Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 7 de octubre de 2012 Num: 918

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Juan Domingo Argüelles

Los elementos del reino, de Ignacio García

Los elementos del reino (Instituto Veracruzano de Cultura, 2010), de Ignacio García, me ha llevado, primeramente, a la transparencia, y después a la emoción de encontrar una identidad marina y musical, que hace converger la espiritualidad con los significados:  “Hay en su extremo un dios invisible,/ un rugir sin límites,/ un margen sin costura/ En su reino, bancos de poemas buscan la luz,/ hieren el cardumen/ Basta que alguien mire tras fronteras/ para advertir que el mar es en sí mismo/ un poema.”

Entre los elementos del reino, García privilegia el de la palabra, pero no como una abstracción sino como la concreción que nos sirve para nombrar las cosas, pues las palabras es obvio que no contienen las cosas que nombran, sino que nos hacen revivirlas, corporizarlas, llenarlas de sangre y luz, potenciarlas, etcétera, cuando lo que nombramos nos trae nuevamente la experiencia vivida o el ansia de vivir.

En este libro hay muchas cosas disímiles que gracias a los vasos comunicantes de la poesía estrechan sus relaciones y trazan el rostro, la imagen espiritual e intelectual de quien escribe: en este libro están el mar y el cielo; desde luego la tierra, pero también la música, la meditación sobre el inexorable paso del tiempo y la reflexión sensata sobre la forma de aceptar, sin estridencias ni maldiciones, nuestra realidad, que es la única que tenemos.

De hecho, así como hay claridad en Los elementos del reino, no hay absolutamente estridencias. Hay pasión y entusiasmo, pero no vanas lamentaciones. En esta poesía asoma no únicamente el observador sino también el lector, que, en cuestión de palabras, le da otra vuelta de tuerca al famoso “chillen, putas”, de Octavio Paz, y también coge del rabo a las palabras y las azota, para decir lo propio: “Me conmueve su transparencia,/ su vastedad y su inteligencia de niña/ Sabe mi nombre/ y de mi asombro por ella/ y de la sed y deseo que su cuerpo despierta/ Yo me resisto, la dejo que chille,/ aunque muy bien sé que todavía/ nadie la toca.”

Lo sobresaliente en la poesía de Ignacio García es, precisamente, la palabra, y junto con ella la música. No nada más la música del poema, sino también la música que alimenta al poema. El fuego y el verbo de la poesía se materializan no sólo en la llama, sino también en el llamado del que canta, encendido, por la luz y el calor de la palabra y el ritmo. Llamar y llamear; clamar y encenderse se vuelven las razones del poema, el sentido de la escritura. No hay verdadero poeta si no come fuego.

En otro momento afortunado del libro, leemos: “Una palabra azul toca los sueños/ Íntima y clara/ desprotege aquello que se guardó con el tiempo:/ fuego y mar, ansia y paraíso,/ el duro galope de la sed/ o el súbito cruzar de tu piel sobre esta boca cansada/ De una palabra se espera siempre todo/ Menos este fulgor,/ menos este azul desconocido:/ sábana fugaz/ donde alguien piensa cincelar/ las razones del olvido.”

La parte nirvánica ocupa también un espacio importante en este libro. Es la parte que recoge el elogio de la serenidad, el silencio y la plenitud. Es la parte donde la palabra calla para escuchar y nombrar el silencio, la quietud, la inacción, la contemplación del mundo. Como cuando el poeta dice, a la manera de la poesía oriental: “Entre juncos y estanques/ peces y lianas, arena y luz,/ la respiración alcanza/ altos grados de quietud.”

Mas ahí donde hay luz también existe la sombra. Los opuestos se complementan, se compenetran y nos entregan siempre las dos caras de la moneda poética. La sección Teorema explora entre las tinieblas o las penumbras, el otro rostro del mundo. Lo teorético es lo que se conoce, lo que se sabe de antemano. Y el poeta sabe que las sombras conviven con la luz y nos entregan claroscuros, ahí donde la realidad y la imaginación se empatan y se recrean, en ese “sitio donde el poema/ vive de una luz/ necia y contundente”, como escribe el poeta.

Uno de los mejores poemas del libro es “Mahler a la puerta”; en sus versos se concentran muchas de las emociones y sentimientos recurrentes del poeta:  “He oído el silencio/ que la noche baja de las estrellas/ Lo he oído en alta mar/ y en las barcas que dan tumbos,/ y fluyen con la marea/ Lo he visto en el arco azul/ (luz cosida por tus letras)/ sangre y clamor de nota y violín/ Lo he visto en el canto/ de un pájaro sin bronquios/ Lo he sentido en mí/ (agudo y hermoso)/ cuando herido por la angustia/ tomo el cuaderno/ y en él alterno/ embates de tu amor/ con silbos de este poema”.