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Ver día anteriorJueves 30 de agosto de 2012Ver día siguienteEdiciones anteriores
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El beneficio de la duda
C

uando aparezcan estas líneas, escritas la víspera, faltarán dos días para que se agote el plazo con que cuentan los tres magistrados designados para indicar al pleno del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación el sentido en el que proponen que éste responda la demanda de invalidez de la elección presidencial. Según los indicios y filtraciones acumulados hasta ahora, cabe esperar que ponentes y pleno se inclinen por declararla válida y proclamar electo al candidato que recibió el mayor número de votos considerados válidos por el propio tribunal. Una resolución de este corte condenará al país, por segunda ocasión consecutiva, a ser regido por un presidente elegido con aparente arreglo a las formalidades legales, pero carente de legitimidad. A estas alturas, ya no es posible extender al tribunal el beneficio de la duda.

La brecha entre legalidad y legitimidad será más notoria si el tribunal decide no agotar el plazo asignado al proceso de calificación y anuncia sus proclamas antes del 6 de septiembre. Será evidente entonces que prefirió desechar, actuando al menos con premura, las causas de invalidez que le fueron presentadas, a pesar de que las informaciones e indicios sobre las mismas continuaban apareciendo de hecho hasta el último día. Bajo cualquier supuesto, resultaba indispensable agotar la investigación por los órganos concernidos, dentro de la esfera de competencia de cada uno. Si algo resultaba necesario, en materia de plazos, era explorar la posibilidad de ampliarlos, ante la excepcionalidad de la situación y la obvia necesidad de contar con tiempo adicional para realizar indagaciones exhaustivas. Si se falla cuando aún se dispone de tiempo y están a la vista de todos extremos no suficientemente examinados de las denuncias e impugnaciones, habrá un incumplimiento flagrante de la responsabilidad política e institucional del tribunal: garantizar que se cumplieron los supuestos constitucionales del proceso electoral y que, por tanto, su resultado es válido y cierto.

Conviene meditar sobre las consecuencias que tendrá otra decisión precipitada o no suficientemente fundada. Algunos analistas han destacado, con razón, la destrucción de la credibilidad de los procesos electorales. La electoral había sido la dimensión de la democracia en la que parecía haberse registrado el mayor avance desde mediado el decenio de los 90. Si el de 2012 concluye de manera precipitada se tendrá una situación paradójica: tras dos procesos razonablemente aceptables, en el último decenio del siglo pasado, en el presente se habrán legitimado dos procesos viciados: el primero por la negativa a establecer la certeza del cómputo y el segundo por la negativa a investigar a fondo y con exhaustividad irregularidades cuyo número y gravedad establecían el imperativo de la invalidez.

En la experiencia latinoamericana ha solido darse por instaurada o restablecida la democracia electoral tras los primeros comicios libres después de uno o varios periodos de gobierno dictatorial. Tales han sido los casos de Argentina, Brasil y Chile –por mencionar unos cuantos–. En ellos la experiencia positiva se ha reproducido en las elecciones siguientes y puede hablarse, por tanto, de democracias electorales consolidadas. ¿Cómo decir algo semejante de México tras la experiencia tan contrastante de los últimos cuatro procesos? La confiabilidad de las instituciones electorales habrá sufrido una merma muy difícil, quizá imposible de remontar. El enorme déficit de credibilidad no va a repararse con la oleada propagandística de finales de agosto, dedicada a exaltar la excelencia de dichas instituciones.

La ausencia de legitimidad lleva a la administración que la resiente, desde antes de iniciar su ejercicio, a anunciar o adoptar acciones orientadas a tratar de suplirla, tanto en lo interno como en las relaciones internacionales. Cuando se esclarezca la genealogía de la priorización absoluta de la llamada guerra contra el narcotráfico y la decisión concomitante de convertir a la Iniciativa Mérida en la más importante operación de colaboración externa, se encontrará que el afán de conseguir legitimidad fue la savia que las alimentó. De manera similar, Peña Nieto parece haber utilizado la oportunidad de una temprana conversación telefónica con la secretaria de Estado estadunidense, realizada el 25 de julio según el boletín EPN-162 del PRI, para despejar dudas de que en materia de seguridad seguirá, e incluso se intensificará la relación bilateral y se mantendrá una comunicación constante en los siguientes meses. Las búsquedas de legitimidad parecen heredarse, sin reparar en las atroces secuelas que en este caso las caracterizan.

Otra manifestación del afán por ganar legitimidad se encuentra en las iniciativas anticipadas, orientadas sobre todo a mostrar preocupación por temas vinculados a las falencias más reconocidas del candidato deseoso de ser proclamado triunfador. Aludiré a sólo una de ellas, la referida a la publicidad e, indirectamente, a la cuestión de la relación entre el líder político y los medios de información, que en el caso Peña-Televisa ha sido un claro ejemplo de simbiosis. Parte de la legitimación buscada pasa por aparentar que se toma distancia de los medios que construyeron su personalidad y estatura políticas a lo largo de varios años. Por ello se anuncia que se otorgará prioridad a crear una instancia ciudadana y autónoma que supervise la contratación de publicidad entre los gobiernos y los medios de comunicación, con el propósito de que la información que los gobiernos den a conocer a través de los medios de comunicación y de espacios contratados se apegue a principios de utilidad pública, transparencia, respeto a la libertad de prensa y fomento al acceso a la información de la ciudadanía, en términos del comunicado EPN-159, de 11 de julio. Más allá de la confusión entre información y publicidad –cuya diferencia nunca ha sido clara para el PRI–, es lamentable que se eluda la necesidad evidente de prohibir la contratación de espacios de publicidad por los órganos de gobierno y se confirme el uso de los tiempos del Estado para la difusión de informaciones de interés general sobre la acción gubernativa. Lo demás, para decirlo en una palabra, es dispendio. Cabe esperar que éste aumente exponencialmente porque es claro que se piensa, cada vez más, que gobernar es publicitar.