Francisco  Torres Córdova  
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	Mandasai fita i fe
    
    
    
    Aun de  la frase más simple y cotidiana, las palabras de pronto pueden desprenderse,  caer en el vacío y volverse extrañas en la voz, alterar sus flujos y pausas,  modificar su centro y mostrar matices de sonido inesperados, escalas y tonos  que tal vez recuerdan su sentido en otra parte. Pasa si las repetimos mucho y  juntas. Pasa si después callamos por completo y dejamos que esa resonancia de  tan lejos de nuevo nos alcance. Entonces surge el poder inicial de su  inocencia, su  delicado origen en la incesante arquitectura del lenguaje, ahí, de regreso al balbuceo de la  criatura, donde el azar y una memoria celular letra a letra las construye, las  gira y tuerce, las sube, baja y rompe en el paladar como semillas, las hila o  las rasga y las abre y cierra al sonido y su materia. De los espejos de la  onomatopeya a los giros lúdicos de sílabas –“Mandasai fai fai fai fai/  feguedere so/ mandasai fita i fe”, decía el abuelo materno con ritmo juguetón y voz amena-zante antes de hacerles cosquillas a sus hijos–, a la Pitia en Delfos, fuera de sí y sólo así por  completo sumergida en los sonidos oscuros del oráculo, su letanía inconfundible  y secreta, para descifrar en el viento inasible la presencia tangible del  misterio, el relumbre de una inteligencia que articulaba en acertijos la  certeza de un destino; de las palabras mágicas escritas en hojas de laurel para  invocar al hijo de Zeus y Leto –akrakanarba, allalala: allalala: santala: talala–, y los  hexámetros de uno de sus himnos: “Laurel, sagrada planta de la adivinación de  Apolo cuyas hojas gustó un día el propio soberano portador del cetro y  manifestó sus sagrados cantos, Íeios, glorioso Peán que habitas en Colofón […]  Ven pronto a la tierra desde el cielo para ser mi compañero y, aquí  establecido, inspira los cantos de las inmortales bocas…” (Textos de magia en papiros  griegos), a  los conjuros que en la casa de Creta Elytis le oía decir a una vieja cocinera,  con las  repetidas señales de la cruz, las gotas de aceite en el agua, los cabellos que ardían y la  ramita de albahaca con que rociaba los iconos, pero sobre todo –recuerda–,  “eran las palabras; extrañas, ‘disparatadas’, como decía mi madre,  desvinculadas por completo de cuanto escuchaba a mi alrededor, sin ninguna  ilación; ‘un traslado del sueño al idioma hablado’, como podría definirlo hoy”,  y que fue uno de los caminos que lo llevaron a la poesía. En ese lúcido  desorden que guardan de su infancia las palabras, cada vez que el aliento  inicia sus rituales para tocar el mundo y revelarlo, es el alma primitiva del  lenguaje que se inquieta, que conmueve las suaves fibras de sentido en lo  inefable, y desde el sonido puro de las cosas llega y trama en el poema una  realidad que aparece entonces sin fisuras: “La luna es tortuga de plata/  nadando en la noche tranquila./ ¿Cuál será el pescador osado/ que a su red la  traiga prendida:/ Sokola, Babiro, Bombassa,/ Yombofré, Bulón o Babissa?/  Tum-cutum, tum-cutum,/ ante la fogata encendida” (Luis Palés Matos.)  |