Opinión
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Carlos Fuentes y sus tiempos. Para Silvia
E

scribo a retazos porque lo importante y doloroso me convoca y lo urgente e inmediato me impele a dar mi voz de alerta sobre lo que puede ser otro ponzoñoso huevo de la serpiente, un Cristóbal Nonato amenazador y con vocación de terminator.

No se fue sino lo perdimos, en atinada frase de Consuelo Sáizar: con Carlos Fuentes se va una mente en pleno e intenso movimiento y una gana de vivir que quedó labrada en piedra y bronce en su última entrevista: el que a cierta edad no se sienta joven, se lo lleva la chingada.

La noticia llegó casi al mismo tiempo que leíamos su segunda entrega para Reforma sobre la Francia posible de Hollande y disfrutábamos al Fuentes gozoso en su Buenos Aires querida, dando cuenta de salud y gusto de vivir la vida. ¡Fuentes por all seasons!; el que nos sedujo y regaló su enorme lienzo de una historia mexicana tan profundamente global como para poder ser inmensa y poderosamente nacional.

Como ocurría en casi todos sus encuentros públicos, Fuentes habló de política y de política mexicana, y se lamentó del bajo, paupérrimo, nivel de nuestro debate, inscrito sin remedio en estas vueltas del tiempo marcadas por una crisis que no da cuartel ni arroja mínimos visos de una transformación que pudiéramos ver como el punto crítico o de inflexión de una salida. Con Fuentes, se nos va una poderosa fuente de luz para pensar y actuar en estos tiempos mexicanos que no han podido ser de verdad nuevos, mucho menos renovadores, en lo que va del siglo y la alternancia.

En vez de ello tenemos la arrogancia de un poder enfeudado y encogido, que en su reducción amenaza jalar al país todo para el extraño regodeo de un don dinero convertido en tributario de la banca internacional y unos grupos dirigentes vueltos súbditos de la riqueza concentrada y comandada por la gran empresa mediática. Desde lejos, allá por Xochicalco, se revive el sacrificio de Rubén Jaramillo que Carlos Fuentes denunció, relató y restregó en la cara del poder presidencial de entonces, en cuyos laberintos se cocía a fuego lento la última cara cruel de nuestra muy bárbara democracia, como la bautizara José Revueltas: Díaz Ordaz y sus acólitos de la represión criminal y atrabiliaria, que arremetieron con delirio contra la juventud que anunciaba una ciudadanía emergente, contra sus rectores Chávez y Barros Sierra y las universidades públicas del país, cuando apenas se anunciaba una generación que reclamaba el derecho a la ciudad, a la expresión y a no ser tratada como borregada.

Quizás fue ahí, en ese tránsito impetuoso de la economía política que mutaba hacia la industria moderna y las finanzas bien temperadas y dejaba el filo del agua para instalarse en la urbe, que Fuentes nos inventara para volver a contarnos la historia de viejos y nuevos espejos enterrados, donde se forjó la encrucijada actual que nuestro amigo y preceptor con tanta enjundia avizorara desde los tiempos, que fueron también los nuestros, del coloquio de invierno y el gran empeño por estar a la altura de los nuevos momentos de la historia del mundo, cuando sus entonces orondas elites festejaban las glorias del globalismo y hasta del fin de la historia. De todo esto y más hay que hablar y hacer memoria una y otra vez, hasta acomodar la tristeza y poder mirar hacia delante, animados por el legado invaluable de nuestro gran escritor y hablante cosmopolita que no dejó por un instante de ser y pensar en y por México.

Pertenezco a una generación instalada en medio de los dos grandes jalones culturales y políticos que marcaron nuestra historia contemporánea: la afamada y talentosa del medio siglo, cuyo barco insignia indiscutible es Carlos Fuentes y hoy encarna con su enjundia característica Porfirio Muñoz Ledo; y la heroica cohorte del 68, en la que desembocan las de los jóvenes médicos agredidos por Díaz Ordaz en 1965 y las de los universitarios de Sonora o Michoacán, usados por la sevicia gubernamental para advertir que en su grotesca defensa de Occidente no titubearía en sacrificar a lo mejor de la juventud que era la prueba eficiente del éxito del Milagro Mexicano. Y así lo hizo, como si se tratara de un sacrificio ritual oficiado por algún desvelado y extraviado Ixca Cienfuegos.

No por nada, sino por mucho, en Fuentes vemos y olfateamos la huella de una historia profunda, a pesar del oropel y la fatuidad de una oligarquía ridícula que sin embargo disfrutaba de una ciudad que intuía la cercanía de un renacimiento. La de hoy, diría Federico Robles, poco tiene que ver con el bautizo de fuego revolucionario que parió al capitalismo moderno de Tenochtitlan; a lo más que parece capaz de llegar, aparte de engañarse anualmente en la Convención de banqueros en Acapulco, es a recrear aquel Kafkahuamilpa que tanto divertía a Carlos Fuentes como metáfora bufa de mexiquito y su cortina de nopal.

No creo exagerar si digo que en mi generación y otras cercanas, se forjó una legión que ahora llora la ida del gran cantor del tiempo mexicano: la legión de la Región, que visitamos de vez en vez y que a partir del martes 15 de mayo se vuelve Tule profunda o evanescente Camelot.

Lo urgente de la contingencia electoral puede devenir importante y ominoso: el candidato Peña Nieto y sus acompañantes deciden, por ellos y ante ellos, que son víctimas de una campaña de provocación y odio orquestada por la izquierda, cuyas expresiones juveniles en la Uia habrían hasta celebrado unas horas antes, como lo hiciera su coordinador de campaña en el programa de debate de Carmen Aristegui. Si de campañas de odio hay que hablar, recordemos primero la que se soltó desde 2005 contra López Obrador y que, a pesar de sus denodados empeños normalizadores, no ha cesado sino en todo caso cambiado de piel.

Peor que un crimen, estamos frente a una estupidez que les puede y nos puede salir caro, muy caro, cuando la pradera está seca y no se remoja por la exultante faramalla de los banqueros o los fútiles reclamos del gobierno para que todos reconozcamos sus gloriosas victorias sobre el subdesarrollo, el crimen y los corruptos de siempre.

Antes de cerrar con el obligado y adolorido ¡Qué le vamos a hacer!, otro aparte: sin Fuentes, nos quedan Elena Poniatowska y Vicente Rojo, luz en medio y al final del túnel negro de un tiempo que tantos soñamos portador de una nueva y robusta modernidad… para encontrarnos con Rodrigo Pola o el abogado Régules… o Jaime Ceballos vetusto y adocenado. ¿Cuándo se nos desbalagó Artemio Cruz?