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Dos poetas
Secretos de la montaña
Hermann Bellinghausen
En la cumbre hay un abismo
y no sé qué hacer con él.
Un lugar donde no carbura la razón.
Un puente en ruinas
o a media construcción.
Un vertiginoso rebaño de nubes.
Un viento al que sólo le falta hablar.
Todo lo que sube bajará.
La montaña no tolera en su cresta
la permanencia.
Llegar no significa nada.
Un poco más de frío en los huesos,
una debilidad en las rodillas,
un mareo a lo más.
El ascenso fue arduo, costó.
De bajada el cuerpo se va de fiesta,
cree que vuela.
Tan ligero.
No debe distraerse para no rodar.
En la piel de la altura nos sentimos libres.
En el sol de la altura nos quedamos ciegos.
En la vegetación de la altura los peñascos reinan.
Los pies son lo único que pesa,
el pecho, los ojos, la risa
están hechos de papel de china.
Las corrientes chocan.
Despeinan el césped.
Ni una brizna.
Nada que retenga.
Hasta Sísifo, encadenado a la piedra eterna,
descansó en los descensos,
sintió que volaba, que podía. |
Poema
Ricardo Yáñez
En el ojo del pájaro la lluvia
y su ternura escurridiza deshilando
viejas fotografías, trazos
de un abrazo perdido, trozos
de sonrisas a medias compartidas;
en las alas del pájaro aquel vuelo
innecesario pero dulce, herido
de una salud que sabe que no sabe
sino ser la salud. Salud por eso, se oye desde el sueño
una voz que no sabe sino a voz,
a viva –y en silencio–, viva voz,
a claridad en verde bendiciendo
la claridad del pecho de ese pájaro
que nombran como nombran los que saben de pájaros
y aquí no tiene nombre: mira, sueña,
ni pío dice, pero dice
que todo tiene nombre, un solo nombre: brisa
de lenguaje quizá, brizna
de un pesado dolor que aquí se enciende
y es estrella. Árbol, tan siempre, siempre
en nacimiento.
En la lluvia el olvido del deseo,
el nada ser sino el retumbo
apagado
del tambor do la estrella se ha puesto a ser de agua
y de cerillos,
y en el ojo del pájaro que nombramos sin nombre
una quietud reuniendo tanto caos (bah, ni tanto)
en la sacralidad del agradecimiento.
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