Opinión
Ver día anteriorDomingo 22 de enero de 2012Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Mar de Historias

Un minuto de aplausos

C

uando el licenciado Renato Cortés pronunció la frase: “y para terminar abordaré el tema de las comunicaciones…” se escuchó en el salón un rumor de alivio. Artemisa, mi vecina de asiento, levantó las manos. Con un gesto evité que aplaudiera.

No necesitaba ver a los demás asistentes para imaginarme su expresión ante la noticia de que en unos minutos podrían salir del auditorio incómodo y sin buena ventilación. Estábamos allí desde las nueve de la mañana. Iban a dar las dos de la tarde y salvo un breve descanso –café soluble y galletas insípidas– habíamos pasado cinco horas escuchando a un panel de conferencistas que analizaron desde varias perspectivas los retos del mundo moderno.

Por desgracia, el licenciado Cortés no fue tan breve como esperábamos. Eso explica que antes de que terminara sus agradecimientos hacia el público lo aplaudiéramos con excesivo y ensordecedor frenesí. El hombre se mantuvo con la cabeza inclinada hasta que cesó la ovación. De haber tenido más experiencia, Cortés se habría dado cuenta de que nuestras palmadas eran un recurso extremo para impedirle que se adueñara otra vez del micrófono y pospusiera la breve ceremonia de clausura.

II

En tropel salimos del auditorio, unos para fumar en el área abierta y otros hacia los baños. En el de mujeres, frente al espejo, nos retocamos el maquillaje mientras hacíamos comentarios acerca de la prolongada sesión. Estábamos hablando del último expositor –su traje de tonito mostaza era in-cre-íble– cuando Ana Lilia apareció en la puerta: Maestras: para las que no hayan traído su coche tenemos un camión esperándolas en el estacionamiento.

Me bastó con oír esas palabras para recordar mi entusiasmo cuando alguno de nuestros profesores de la secundaria nos llevaba de excursión a La Marquesa o a Las Estacas. Esta vez sólo nos dirigiríamos a un restorán campestre en las afueras de la ciudad. La comida se había organizado en atención a los oradores visitantes. El más popular y el blanco fijo de nuestras bromas era ya el licenciado Cortés. Artemisa propuso que abreviáramos su nombre llamándolo simplemente Licor.

Las burlas hacia él abarcaban desde su bigote recortado hasta el traje color mostaza. Pensé que lo habría adquirido la tarde anterior cuando recordé las burdas puntadas en las valencianas para ajustar los pantalones a la breve estatura de Cortés.

En el trayecto al restorán seguimos portándonos como adolescentes y no como lo que éramos: maestras que recibían con frecuencia cursos de actualización. Pensé en lo que dirían nuestros alumnos preparatorianos si nos oyeran haciéndonos bromas tontas y contando anécdotas acerca de todo lo pasado en el simposio concluido apenas una hora antes.

Coincidimos en que había sido denso y menos interesante que otros. Alguien propuso que antes del siguiente habláramos con el director para sugerirle que las jornadas fueran más breves y se realizaran en el auditorio grande, más agradable y mejor iluminado. Artemisa le encontró una ventaja adicional: “Tiene ventanas. Si acaso el maestro Íñiguez invita de nuevo al Licor podré mirar hacia el jardín mientras él nos asesta otra ponencia de hora y media.”

Volví a pensar en las valencianas del traje color mostaza y sentí ternura hacia Cortés. Lo imaginé frente a su computadora, alejándose y acercándose a la pantalla para releer lo escrito y apreciar el efecto que sus frases tendrían sobre su público.

Estábamos a punto de llegar al restorán. Artemisa sacó su polvera y habló sin mirarme: No sé tú qué harás, pero si lo sientan a nuestra mesa voy a pedirle a Lucy que me pase a otra. Si sientan ¿a quién? Artemisa se impacientó por mi pregunta: “Pues a Licor. Tendría que hacerle plática y la verdad me da sueño sólo de pensar en que vuelva a soltarnos una de sus parrafadas mientras se come un sope con cebolla”. La imagen provocó risas y nuevas burlas hacia Licor. Oyéndolas me pareció que a lo largo del año el licenciado Cortés sería el tema de las conversaciones que sostenemos a media mañana en el salón para maestros. 

III

Al llegar al restorán vimos que algunas mesas estaban plenamente ocupadas. Nuestros compañeros levantaron los brazos para indicarnos los lugares disponibles. No había dos juntos, así que Artemisa se encaminó hacia donde estaba el maestro Julio y yo me quedé indecisa, buscando. Lucy se acercó para sugerirme que me fuera a la mesa del fondo. Queda en la sombrita y hay varios chipocludos, agregó maliciosa y en voz baja.

Los comensales bebían el aperitivo y conversaban. Para no interrumpirlos elegí la primera silla a mi alcance. Quien iba a ser mi vecino, el licenciado Cortés, la retiró y se mantuvo de pie hasta que tomé asiento. Imaginé lo que estaría pensando Artemisa al verme junto al blanco de sus burlas. Por un momento pensé en mudarme a otra mesa, pero me arrepentí. Confié en que Licor estuviera tan agotado y hambriento como para no teorizar más.

El mesero apareció con una charola llena de caballitos de tequila. El licenciado Cortés se apresuró a tomar uno y a ponerlo en mis manos. Agradecí su amabilidad con una sonrisa y me volví hacia la izquierda para conversar con el maestro Jaime. Todo el tiempo sentí sobre mi hombro la respiración contenida del licenciado Cortés esperando una oportunidad para sumarse a nuestra charla.

Lucy reapareció y le informó a Jaime que el director necesitaba hablar con él. Me quedé sin pretexto para no hacerle plática al licenciado Cortés. Por fortuna sonó su celular. Discreta, me puse a leer el menú, pero de todas formas oí lo que decía Licor: “No, cielo, no me interrumpes. ¿Cómo crees? Hace rato fue la clausura… Acabamos de llegar al restorán… Bien, muy bien. Al principio estaba un poco nervioso… Pero ya sabes cuánto me altera hablar en público… Acepté porque el tema me apasiona… No, la respuesta fue excelente… ¿Si me aplaudieron? Más de lo que suponía… ¿No me crees? Espérame”.

El licenciado Cortés me sorprendió al ofrecerme el teléfono: Es mi esposa. Dígale si no es verdad que me aplaudieron como medio minuto. Recibí el celular y Licor no dejó de observarme mientras yo hablaba con su mujer: “La felicito, señora. Tiene usted un marido muy brillante… Sí, a nosotros también nos gustaría oírlo en el próximo simposio… En enero, como siempre… Me lo imagino… Lo entiendo: sé bien que el trabajo de la casa es muy absorbente… Haga un esfuerzo y la próxima vez acompáñelo para que oiga cuánto le aplaudiremos a su marido. Aquí se lo paso”.

Cortés me arrebató el teléfono y dijo: Cielo: ¿ves que no te mentía? Sí, fue un minuto de aplausos que nunca olvidaré. Cerró el celular y miró a la distancia: Los triunfos sólo valen la pena cuando uno puede compartirlos con un ser querido. La ternura, la inocencia de Cortés me recordaron otra vez los burdos hilvanes en las valencianas de su pantalón color mostaza.