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La reforma del 24 constitucional
L

a Declaración Universal de los Derechos Humanos, que la ONU aprobó en su sesión del 10 de diciembre de 1948, establecía, en su artículo 18, que Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión. Ese principio, hasta la fecha, se viene repitiendo, de modo literal, en todos los instrumentos que tienen que ver con los derechos humanos (incluidos los de las convenciones interamericanas). Para los juristas de todo el mundo quedó claro lo que significaba el derecho a la libertad de pensamiento y de religión, pero el derecho a la libertad de conciencia creó innumerables controversias que tuvieron que ver, en especial, con la definición del término.

El pensamiento y la religión pueden considerarse realidades internas de las personas, pero, para manifestarse, tienen siempre que producir efectos exteriores o exteriorizarse en sus manifestaciones. Hablar de libertad de tales derechos no puede mover a dudas. Cuando se habla, en cambio, de la conciencia, el acuerdo es mucho más difícil y raro: no en balde llevamos más de dos mil años debatiendo en torno a su naturaleza. Se la ha considerado, como en la Antigüedad griega, como un retorno hacía sí mismo (Plotino), como conocimiento de sí mismos (San Agustín) o, incluso, del mundo como en la época moderna, y ahí no para.

Muy comúnmente se la entiende casi como un órgano interno o como una cualidad del alma en donde comienza no sólo el conocimiento de sí mismos y del mundo, sino también como el horno donde se comienzan a forjar las decisiones que los hombres toman en su vida diaria. En todas las ramas del derecho moderno jamás se la contempla como definición jurídica, porque jurídicamente es indefinible y el derecho está más en contacto con fenómenos como el pensamiento, la expresión del mismo, o la religión y sus manifestaciones (comenzando con los cultos religiosos) o, más claramente, como la voluntad, cuya expresión es la base de todos los actos jurídicos y, en general, del mismo derecho.

La llamada objeción de conciencia no se define por la conciencia como tal, de nuevo, porque resulta indefinible, sino como una manifestación de la voluntad de oponerse a realizar actos a los que la ley obliga, vale decir, como una violación del orden jurídico. Cuando se la ha llegado a reglamentar, nunca se parte de la definición de la conciencia, sino del acto mismo de la objeción y su contraposición a la ley. En realidad, la conciencia se puede definir, pero no en el derecho; acaso en el campo de la filosofía o, incluso, de las ciencias médicas. Pero eso no beneficia al derecho, porque es imposible lograr un acuerdo definitivo al respecto.

Como secuela de la aprobación en la Cámara de Diputados a las reformas al artículo 24 constitucional, se ha planteado la urgencia de reglamentar la objeción de conciencia y garantizarla en la ley. Eso tendrá que hacerse algún día, pero se puede apostar que no será definiendo la conciencia, fenómeno netamente interno de la persona humana que, como la moral, es imposible convertir en concepto jurídico y, más todavía, codificar en la ley. Los que sí podrán convertirse en preceptos de derecho, serán sus posibles o hipotéticas manifestaciones, como la objeción a los dictados de la ley, la manifestación de las convicciones personales o las prácticas religiosas y sus ideas o expresiones y, para eso, procediendo caso por caso.

Desde este punto de vista, las declaraciones internacionales son puramente emblemáticas y tienen su razón de ser en la protección debida a la integridad de las personas. Los estados pactantes están comprometidos a ello, pero no pueden ir más allá de los propios postulados de esas declaraciones o convenciones.

La reforma al 24, que fue planteada por el diputado priísta por Durango, José Ricardo López Pescador, ligado, según es fama, a la diócesis de la ciudad capital de aquel estado, en sus términos, modifica en muy poco el régimen jurídico de las asociaciones religiosas y sus relaciones con los fieles y con el Estado, pero la alarma que ha desencadenado no es por lo que expresa, sino por lo que amenaza en convertirse. También por las extrañas expectativas que puede sugerir.

En la exposición de motivos de su iniciativa, el monaguillo duranguense intenta definir la libertad de conciencia y de religión diciendo que implica la libertad de conservar su religión o sus creencias o de cambiar de religión o de creencias, así como la libertad de profesar y divulgar su religión o sus creencias, individual y colectivamente, tanto en público como en privado. Se le pudo haber preguntado qué diferencia establecía entre religión y creencias y si estas últimas intentan definir la conciencia o son sólo las creencias religiosas.

Desde luego que las creencias forman parte de la conciencia o surgen de ella, todo dependiendo del concepto que se tenga de la misma; pero no son ni de lejos lo único que la define. Como quiera que se le vea, resulta mucho más importante y decisivo para ese objeto el conocimiento de sí mismo y del mundo exterior. El monaguillo de referencia, en el pasaje transcrito, ni por asomo está diciendo nada sobre la conciencia y sus creencias no son otra cosa que las creencias religiosas. Si se le toma literalmente, lo que él pregona es la libertad religiosa, por lo menos como él la entiende.

Más adelante, López Pescador precisa que su iniciativa busca la sustitución de la expresión libertad de creencias por el de libertad religiosa y, aunque afirma que la creencia refiere [sic] a convicciones radicales en la conciencia, su intención queda clara cuando, al enumerar ciertos elementos constitutivos de la libertad religiosa, propone que “la libertad de conciencia en materia religiosa… comprende el derecho a profesar en público o en privado la creencia religiosa que libremente se elija o simplemente no profesar ninguna; a cambiar o abandonar una confesión y a manifestar las propias creencias o la ausencia de las mismas, lo cual incluye la protección del derecho que posee el no creyente a no creer, en ejercicio de la libertad que le corresponde”.

Hablando de las expectativas que sugiere la propuesta de reforma, Diego Valadés saca de ella la conclusión de que se trata de un avance importante, porque se incluyó un aspecto por el cual veníamos abogando muchos constitucionalistas: la libertad de condiciones éticas [sic]. Para él, puesto que se puede optar “entre tener o no religión ni [sic] credo religioso o teísta… por primera vez quedarían protegidos los derechos de agnósticos y ateos”. No me queda claro por qué el ilustre jurista piensa que, tal y como hoy está nuestra legislación en materia religiosa, esos derechos no están protegidos. Tampoco me es muy asequible eso de condiciones éticas, que él debería saber que, sean lo que sean, no son materia del derecho positivo y ni siquiera de los principios de derecho.

Hemos hablado de las implicaciones de la reforma porque, como veremos en otra entrega, lo que se busca a través de ella es abrir camino a ciertos objetivos que, en el texto de la propuesta ya aprobada por la Cámara de Diputados, no están claros o son apenas esbozados. Volveremos, pues, sobre ese punto.