Opinión
Ver día anteriorLunes 7 de noviembre de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
Servicio Sindicado RSS
Dixio
 
Amanecer en Milán
P

erdido en las ciudades de la memoria, todas aquellas donde alguna vez se extravió y no supo dónde estaba, dio con el recodo que guarda una noche ambulante a la intemperie en la inhóspita zona industrial de Milán, que aunque capital mundial del chic, a ojo de buen turista es una de las menos populares ciudades italianas por demasiado europea, y por fea.

No había modo de detener uno de los taxis que pasaban cada tanto (sólo daban servicio si se solicitaba en la base, supo después, y cómo quiera, a qué número llamar), entreverados con tráilers, carros sospechosos o algún Ferrari como suspiro. Estando en medio de la ciudad, no sabía dónde quedaba la ciudad. Ya ni se peguntaba qué hacía ahí, qué malos entendidos, en qué espejismos se perdió la traducción, cómo fue a quedar atrapado en la soledad plomiza de fábricas, bodegas, plantas, puentes, pasos a desnivel y ni un alma que no pasara sobre ruedas.

Con una chingada, iba repitiendo como mantra. Una patrulla aminoró la marcha y evidentemente consideró detenerse para investigar a ese vagabundo cargando tremendo mochilón y cubierto por una gabardina espantosa, desecho militar verde olivo, como costal, pero gruesa. El frío también era demasiado europeo. Con otra chingada, sólo eso me faltaba, pensó. ¿O dijo? Qué más da, ni quién lo oyera.

Traía una dirección en el bolsillo. Uta sí, que útil allí en medio de la inmensidad dormida de chimeneas, calderas, torres, galerones techados, humo y rumor cansado de generadores en receso. La noche carecía de color. Caminó hasta cerca del amanecer, cuando tras los crecientemente abigarrados rieles en ramillete divisó la estación central. Ya era algo. Por ahí había llegado un día antes. Sus piernas apenas le respondían cuando ocupó la parte trasera del taxi y dictó la dirección de los hermanos Mondeti. Ellos entenderán, son compañeros, se convenció sin más.

Pasadas las seis de la mañana, ante el portón del edificio grande y viejo donde lo depositó el taxi, tocó en el 7. Dos veces. Sin mediar un quién es por el interfón, la puerta timbró y él empujó. Las cosas y las casas, por desangeladas que sean, algo de belleza adquieren cuando han durado más de un siglo. Lo que el tiempo no destruye lo vuelve interesante, y aquella mole decimonónica de techos altísimos ya lo era.

Un elevador del año del caldo lo condujo con rechinante sobriedad hasta el séptimo y último piso, y lo abandonó en un pequeño corredor con dos puertas esquinadas y las escaleras que sabiamente había omitido. Crujió la madera de una de las puertas al abrirse y Mario Mondani en ropa de calle decía qué bien, te esperábamos anoche, pero no parecía reprocharle ni pedir explicación. Siguió a Mario por un largo, largo pasillo en penumbra abrumado de vitrinas, libreros, retratos en sepia y cuadros tétricos, acaso buenos, en las paredes. Puertas y más puertas. Al final, una vasta sala iluminada, en forma de media luna, asomaba por sus ventanales a una espléndida panorámica del centro de Milán amaneciendo, con el Duomo, La Scala y toda la cosa.

En el medio de la habitación, vestida de cuero negro, ajustado, de amazona, Paola Mondani lo recibió con una sonrisa amplia, prometedora, casi demasiado perfecta para ser real. Sólo le falta el látigo, se dijo. El suelo era un espejo, sólo interrumpido por el mobiliario de un salón de sofás y poltronas a la derecha, y del lado opuesto una sala de estar con mesas de juego. Retumbaba, a buen volumen, una ópera en inglés. Dramática (bueno, ópera) y jazzeada. De un chispazo la reconoció, para su propia sorpresa. Streetcar Named Desire, musitó. Bravo, dijo Paola. Dirige el propio André Previn, informó.

¿Con que a vencidas entre pedantes? Ajá. Pero a ver, ¿quién escucha ópera moderna a las seis de la mañana vestida para matar un día entre semana? Él se esperaba una vivienda más modesta y, digamos, militante: pósters del Che Guevara, bordados palestinos, zapatistas de trapo. En vez de eso, un decadente piso aristocrático, herencia de familia. Llegado al centro de la media luna, no resistió mirar al suelo y ver el mundo al revés y de pies para arriba. El reflejo le descubrió una cúpula neoclásica de céfiros, nenúfares, guirnaldas y ninfas desnudas corriendo por el techo. Vista de abajo, Paola resultaba aún más espectacular, todo un provocador monumento de ceñidas piernas abiertas en compás.

Bailaba. No en ese momento. Es decir, a eso se dedicaba, ballerina profesional en la escena alternativa. De ahí el contacto con compañeros de compañeros. Mario, indiferente, se sentó en el sillón donde había dejado L’Stampa y retomó su lectura para seguir riéndose del gobierno, en ese entonces socialista, pobrecitos.

Paola se aproximó para desembarazarlo de la mochila, entonces ya joroba incorporada a su espalda, la depositó en el suelo y dijo, cantarina, ahora puedes volar. Y exactamente eso sucedió. Repentinamente, flotaba en aquella habitación infinita, con la ciudad dorada a sus pies.