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 Portada 
Presentación 
Bazar de asombros 
      Hugo Gutiérrez Vega 
Tomarse el día 
  Aura MO 
Monólogos Compartidos 
  Francisco Torres Córdova 
Mujeres, poetas y beatniks 
  Andrea Anaya Cetina 
Entrevista con Alberto Manguel 
  Adriana Cortés Colofón 
Lawrence Ferlinghetti. 
  ¿Qué es poesía? 
  José María Espinasa 
Lucian Freud, lo verdadero y lo palpable 
  Anitzel Díaz 
Lucian Freud más allá de la belleza 
  Miguel Ángel Muñoz 
Manuel Puig: lo cursi transmutado en arte 
  Alejandro Michelena 
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Columnas: 
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	 Miguel Ángel Quemain 
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    El paladar amargo de Nicole 
    
    
    Cocinando con Elisa, de la dramaturga argentina Laura Larragione, es un paisaje culinario  tan poblado y barroco como  la insatisfacción de la cocinera Nicole (María del Carmen Farías) que construye  sádicamente con buril y bisturí  las equivocaciones de su ayudante y aprendiz Elisa (Marisol Castillo), que  viene a cuestas con una fecundidad liberadora.  
    Es la  historia de una cocinera que, palmo a palmo, ha construido  su reino en la cocina de una estancia hacendaria donde Monsieur et Madame pretenden mantenerse ligados a sus raíces a través del cultivo cotidiano del  gusto. Desde ahí Nicole, con voluntad de alquimista, obedece a las  diarias ocurrencias, sobre todo de Monsieur.  
    Ha llegado al lugar una joven  mulata, Elisa, quien busca dónde vivir serenamente su embarazo, su parto y su  eventual partida. Un nuevo objeto se integra a sus vínculos, una relación sobre  la que volcará su enorme enojo, sus celos, la rivalidad con una mujer que está  en estado de emergencia (en todos los sentidos), aunque la triangularidad se  hace extensiva también a su ama, en una relación permanente de sumisión y  rebeldía, de idealización y odio. 
    Cocinando con Elisa ha recibido la atención de un abundante público fuera de  Argentina, y es notable la multiplicidad de lecturas que provoca una obra tan  agotadoramente local. Sin embargo, en la versión/adaptación del también  dramaturgo Jaime Chabaud, es una pieza que recobra su vitalidad en nuestras  tierras, pues las pasiones que muestra no son exclusivas de una geografía. 
    
    La obra es el escenario de una  esclavitud sin identidad ni rostro que, paradójicamente, construye sus frágiles  libertades en un saber que consiste en esa forma de autoría gastronómica que se  llama sazón y que equivale a colocar una huella digital sobre el paladar del  otro, al que se condena a una búsqueda inútil de sabor descubierto, encontrado;  de ese hechizo que termina convertido en infructuosa indagación para conseguir  que un recuerdo se vuelva realidad. 
    Enrique Singer sigue la sugerencia  que propone la lectura dramatúrgica de Jaime Chabaud sobre el texto de la  argentina, al añadir un elemento de racismo que en la pieza de la autora sureña  es jerarquía de clase y de grupo, no el racismo  que tan sutil y obscenamente practicamos en México. En el Cono Sur, la  discriminación está más en el orden  civilizatorio que descendió de los barcos europeos (aunque no dejan de  ver como seres de segunda a cordobeses, tucumanes y mendocinos).  
    No en balde Chabaud, como buen  conocedor del siglo XIX, reconoce  viejos tics y  taras que vienen de la  Colonia y que la Independencia apenas logró frenar con un iluminado cedazo  abolicionista que quería ver en las criaturas la práctica de la igualdad  fraterna tan tranquilizadora para sus mentalidades. 
    Esos  matices históricos que tanto significan para el México  actual, están “aterrizados” por esa poderosa actriz que es María del Carmen Farías, quien presta su voz y su exquisita  pronunciación del francés para mostrarnos un engolamiento que intenta  disolver una identidad para negar su corazón mestizo. 
    Jaime Chabaud, como lo han hecho  varios directores/dramaturgos, ha enriquecido el trabajo escénico al ofrecerle  al espectador la posibilidad de convertirse en lo que algún día fue: un lector  (David Olguín consolida El Milagro; David Salmón y la CNT también editan los libros de sus montajes). Sus  cuadernos de teatro, hechos con gran imaginación editorial, muestran que la  modestia independiente es muy distinta, más imaginativa, que la tacañería  institucional que siempre (sí, siempre) despilfarra (sus estructuras  licitadoras son el autoengaño permanente). La edición permite que la obra  permanezca. 
    La actriz y productora Marisol Castillo entregó una Elisa prácticamente  coreografiada por una dirección que apela a su propio registro corporal y gestual.  Las jerarquías corporales que vemos en escena son profundamente conceptuales en  términos académicos y establecen una gran comunicación con el público gracias a  que el teatro(te) Sala Villaurrutia se ha  transformado auténticamente en una cocina,  gracias a la imaginación exuberante de Patricia Rozitchner, que propuso  un espacio donde tienen lugar los intercambios simbólicos (ratas, animales que  se desangran, mutilan y hierven vivos, como metáforas fehacientes de un mundo  en tránsito pero en franca disolución) y se tejen los significados de los  objetos. Si el espectador percibe un olor fétido tal vez sea el mundo; tal vez  sean el jamón, el queso, los gusanos habitados por el tiempo.  
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