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 Portada 
Presentación 
Bazar de asombros 
      Hugo Gutiérrez Vega 
Tomarse el día 
  Aura MO 
Monólogos Compartidos 
  Francisco Torres Córdova 
Mujeres, poetas y beatniks 
  Andrea Anaya Cetina 
Entrevista con Alberto Manguel 
  Adriana Cortés Colofón 
Lawrence Ferlinghetti. 
  ¿Qué es poesía? 
  José María Espinasa 
Lucian Freud, lo verdadero y lo palpable 
  Anitzel Díaz 
Lucian Freud más allá de la belleza 
  Miguel Ángel Muñoz 
Manuel Puig: lo cursi transmutado en arte 
  Alejandro Michelena 
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Columnas: 
        Señales en el camino 
        Marco Antonio Campos 
        Las Rayas de la Cebra 
		Verónica Murguía 
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		Alonso Arreola 
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        Corporal 
		Manuel Stephens 
        Mentiras Transparentes 
		Felipe Garrido 
        Al Vuelo 
		Rogelio Guedea 
        La Otra Escena 
		Miguel Ángel Quemain 
        Cabezalcubo 
		Jorge Moch 
        
		  
   Directorio 
     Núm. anteriores 
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	Francisco  Torres Córdova 
	  [email protected] 
	
	Propiedad ajena 
	Ubicado por vocación, entusiasmo e  inocencia en medio de dos lenguas, entre dos maneras de nombrar el mundo, el  traductor de poesía se encuentra trenzado en una paradoja: para que su labor  tenga sustento debe apropiarse del texto que lee en la lengua fuente,  extranjera, y llevarlo así, con ese sentido de propiedad, a la lengua que le da  identidad, su propia lengua materna, como lo que es: un texto ajeno. Su presencia,  tan radicalmente requerida para hacer el trayecto que la traducción supone y  jamás termina, debe diluirse,  buscar como atributo deseado y deseable su total ausencia. Pero eso también es  imposible: su lengua, que es la receptora, por la naturaleza inherente del  encuentro, siempre delata su presencia en el tramado del poema ajeno. 
	Por otra parte, que la traducción literaria es una  forma de la escritura tampoco parece estar en duda: el texto que resulta lleva,  ya se ha dicho, la impronta de quien lo ha vertido, y esa versión, dependiendo  claro de la fuerza y trascendencia del original, supone un profundo ejercicio  de la lengua receptora y no pocas decisiones sutiles y sus graves consecuencias  a todo lo largo del proceso, mismas que pesan en la escritura de quien traduce.  Si el texto original no fue concebido por el traductor, la responsabilidad de  su traslado a la lengua receptora, y por lo tanto su creación en ella, sí le  pertenece.  
	Como se ve, se trata de una zona de frágil equilibrio.  Si el traductor es imprescindible, el grado y modo de su presencia con mucha  facilidad puede cuestionar todo el proceso y por ende el resultado mismo. En  ese sentido, aunque lo involucre por completo, bien hará el traductor en saber  –o no olvidar, cosa menos frecuente de lo que parece– que no se trata de él,  y que al final, como al principio, en rigor ninguno de los dos textos, el  original por supuesto, y el que resulta, es cabalmente suyo.  Su función es por definición la del intermediario, la del intérprete –en el  sentido musical del término–, y es la notación del texto original a la que  debe su condición de instrumento, pues su búsqueda imposible pero motora es que  el texto de la traducción suene como si hubiera sido concebido en la  lengua receptora y con la voz del autor extranjero. Bien se puede decir  entonces que, entre otros aspectos, en un pliegue más de la paradoja, a mayor  rigor y menor presencia del traductor en el texto que resulta, mayor será la  calidad de la traducción.  
	“El yo del poeta –insisto en esto y debemos asimilarlo–,  no es el Poeta como se conforma en el  mundo, sino es el mundo como se conforma  en el Poeta. Lo cual significa que si el Poeta constituye una excepción, la  excepción en sí misma carece de interés; lo que interesa es de  qué manera la excepción concibe a la regla”,  nos recuerda Elytis pensando en la poesía, y no está de más, creemos, que el  traductor, en un sano ejercicio de reflexión paralela, lo tome en cuenta para  que el lector, al final, se lo agradezca.  
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