Opinión
Ver día anteriorDomingo 21 de agosto de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
Servicio Sindicado RSS
Dixio
 
El terreno baldío
U

na vez hubo ahí un colegio. Era algo particular. Los alumnos eran casi en su totalidad hijos de diplomáticos en México, en su mayoría no sólo extranjeros sino de paso, sin la perspectiva de permanecer en el país y hacer amigos y una vida a menos que los padres por alguna razón cortaran lazos con su empleo, si no con su patria, y ya fuera que se mexicanizaran o que se limitaran a someterse a alguno de los otros trámites que les posibilitaran quedarse, aunque creo que, unas más, unas menos, todas y cualquiera de estas facilidades aquí son peculiarmente difíciles.

(Conozco a un catedrático que, debido a su autodenominado terror a las ventanillas, ha preferido pasar los años en calidad de refugiado español que nacionalizarse mexicano. Por mi parte, lo comprendo. Tanto así, que propondría a la autoridad indicada incluir dicho terror del humanista entre los síndromes que mayor alerta le merezcan, y a mí dentro del porcentaje de pacientes críticos, en el sentido de agudos, y aun cuando las ventanillas a las que yo debo y he debido llamar no necesariamente sean en las que se tramitan asuntos de nacionalidad o estado migratorio, sino, y tal vez más aterrorizantes todavía, ventanillas en las que cualquier habitante de la ciudad, con el estatus que tenga, procura desenredar cualquiera de los enredos en los que la administración pública se entretenga en hacerlo caer. Y caer. Te corto la luz y el agua; predial, te expropio la casa; impuestos, te encarcelo; seguro social, no cubro tu mal porque es recurrente; ¿empleo? Adelgaza.)

En el colegio que digo, en el que la lengua común era el inglés, había un niño, que venía de Canadá, que apenas cruzaba la entrada quería volver a salir. El portero aprendió a identificarlo, El Fuguista, lo apodaba, de modo que apenas lo veía a medio patio girar sobre sus talones y dirigirse de regreso hacia el portón, daba otra vuelta a la llave o afianzaba aún mejor la cadena entre los barrotes de la puerta y se cercioraba de que el candado estuviera bien cerrado.

El Fuguista no se dejaba vencer. Si no podía salir por la reja, entonces se trepaba a un árbol, no para deslizarse hacia la calle desde el extremo de alguna de las ramas sobre la barda, sino para subir tan alto que él mismo no pudiera bajar, y que además nadie lo pudiera alcanzar tampoco y lo bajara, con cuidado, pero a la fuerza. Quizás el pequeño soñador imaginaba que desde la punta podría saltar a una nube y, así, lograr su cometido de huir del colegio y su cerco, del resto de los niños, de los maestros, de la familia y sus abrazos, del país y su lengua, de los países y sus lenguas, todos, sin excepción, cercos, cercantes, en un sentido o en otro.

En una ocasión, cuando fue necesario llamar a los bomberos para bajar a El Fuguista de su pasaje a la libertad, un eucalipto alto y frondoso, el director se vio orillado a llamar a los padres del chico a la dirección, pues consideró que los intentos de fuga del exclusivo alumno habían alcanzado grados críticos, en el sentido de alarmantes, y una medida drástica, pero conjunta, se imponía. Comprensiblemente, los papás empezaron por tomar la actitud del hijo como consecuencia natural del hecho de que fuera sietemesino, el deseo de salir, de salir antes de tiempo, venía de lejos y, cuando este dato más bio que sico, o más sico que bio, pero quién sabe qué tan lógico a secas, no pareció tener significado alguno para el director, propusieron la explicación de que entonces los intentos de fuga aquellos equivalían al refugio en el cuarto oscuro al que su niño había recurrido desde los tres o cuatro años, cuando empezó a ir al kínder, todavía en Canadá. Aclararon: el cuarto oscuro aquel no era más que una banca, con un cojín y una cobija, adaptada en un clóset en el salón de clases, con una puerta de rejilla, suficientemente ventilada, en donde el chico prefería estar, acurrucado y tranquilo.

No sigo la historia de El Fuguista más allá, pero cada vez que paso frente a lo que fue su colegio, un terreno arrasado y hoy baldío, y veo las rejas cerradas y del otro lado solamente el eucalipto en pie, la hierba seca a su alrededor, la sombra de la casa demolida, alzo la copa por él, con la esperanza de que en dondequiera que esté se encuentre liberado como él quería, sin nadie que lo cercara, nada que lo detuviera en su explicable o inexplicable pero compartible anhelo de liberación.