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Felipe Garrido
Compadres
La puerta se abrió brúscamente. Allí estaba el militar que había visto en la cantina. Traía un revólver. Me miró parpadeando malignamente.
–Soy el teniente Ángel Bedoya –anunció–. Vine a matarlo.
–Siéntese –le contesté con cortesía. Le ofrecí un cigarro.
Estaba totalmente borracho. Se quitó el sombrero, acercó una silla, sacó otra pistola y puso las dos sobre la mesa. –Lo que no sé es cuál debo usar.
–Dispénseme –le dije–, pero parecen anticuadas.
–Es verdad –contestó, suspirando con tristeza. Debí haber traído mi automática nueva. Mil perdones, señor.
Suspiró y apuntó a mi pecho. De pronto fijó la vista en la mesa.
–¿Qué es eso?
–Un reloj.
Le mostré cómo ponérselo. Fue bajando las pistolas.
–¡Ah! –suspiró. ¡Qué bonito!
–Es de usted –le dije. Lo miró encantado. Lo puse en su mano. Ceremonioso, lo ajustó a su muñeca velluda. Se levantó radiante. Las armas cayeron al suelo. Me echó los brazos al cuello.
–¡Ah, compadre! –me dijo llorando. |