Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 3 de julio de 2011 Num: 852

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

La cultura crítica y la izquierda
Jaimeduardo García
entrevista con Tony Wood

Breve repaso de lo bailado
Carlos Martín Briceño

Fragmentos de mi autobiografía
Mark Twain

Mis experiencias con los doctores
Mark Twain

Twain, el humorista de hierro
Ricardo Guzmán Wolffer

Leer

Columnas:
Prosa-ismos
Orlando Ortiz

Paso a Retirarme
Ana García Bergua

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

La Jornada Virtual
Naief Yehya

A Lápiz
Enrique López Aguilar

Artes Visuales
Germaine Gómez Haro

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
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Twain, el humorista de hierro

Ricardo Guzmán Wolffer

Mucho se ha escrito sobre Samuel Langhorne Clemens, verdadero nombre de Mark Twain (1835-1910), no sólo por su popularidad como escritor, sino por el título de humorista que se le cuelga con justa razón. Con una producción muy amplia entre cuyas obras destacan: Tom Sawyer, Huckleberry Finn, Un yanqui en la corte del rey Arturo y muchas otras, suele pensarse en Twain como un autor para lectores infantiles, como también sucede con Kipling. Nada más equivocado. Si de alguien puede decirse que usa el humor para criticar, a veces con un dejo de inocencia, es de Twain-Clemens.

Quizá el texto más representativo sobre su capacidad detractora, en el caso de lo religioso, especialmente sobre lo católico, sea el pequeño ensayo “Reflexiones contra la religión”, de 1906, publicado hasta 1963 por aquello de no ofender a las buenas conciencias. Sin duda la heredera de Twain sabía a lo que podía enfrentarse. No habrá creyente que no termine por darle la razón a Mark: el dios de la Biblia es cruel porque, partiendo de la premisa de su omnipotencia y de su dominio sobre todas las cosas y todos los hechos de todos los tiempos, no puede sino decirse que juega con los hombres, pues aun con conocimiento de lo que sucederá los deja sufrir; como hizo desde que le “informó” a Adán que no comiera la manzanita aquella, a pesar de que el buen ancestro no entendía el significado de “muerte” o “castigo”, si en su existencia previa no pudo conocer a nadie muerto o castigado. Esa crítica llega a otro tema esencial: la inmaculada concepción, misma que si “pudiera repetirse hoy en Nueva York no habría hombre, mujer o niño de esos cuatro millones de habitantes que se lo creyera… produciría risa, no reverencia ni adoración”. Con un tino que ahora se documenta profusamente, establece las coincidencias de las religiones (el Diluvio, los linajes registrados, etcétera) y cómo la religión ha sido pretexto para bañar en sangre a la humanidad de todas las épocas, donde los conquistadores han blandido la cruz para “ayudar” a los sojuzgados. La pregunta final es casi insuperable: ¿cómo venerar a un dios que ha hecho sus creaciones precisamente para que obedezcan todo aquello que les está vedado? Mejor aún, luego de leerlo uno se queda sonriendo por el tono del ensayo. Twain en pleno.

En los cuentos puede rastrearse el ideario del autor, a pesar del desarrollo sobre un argumento corto. De su lectura se establece que la crítica del escritor sobre temas medulares de su época no era suave. Aquí unos pocos.

En el cambio de siglo que le tocó vivir al escritor, pocos temas eran más vitales que la diferencia entre el bien y el mal: la dualidad humana entre la norma y el deseo. Hay que recurrir a sus cuentos cortos “Historia de un niño malo” e “Historia de un niño bueno” para establecer cómo funciona esa crítica a nivel personal: el niño que hace todo lo prohibido, que abusa de sus compañeros, que lastima por gusto, termina siendo un verdadero desgraciado (asesina a su familia y defrauda a cuantos puede), pero así llega a ser legislador del Parlamento. Es decir, nunca le sucede lo que se pensaría como castigo para quienes actúan mal (¿o quizá quería prevenirnos de los legisladores?). Y en la espera de las consecuencias auguradas por los enseñantes de la moral y la obediencia a las reglas, el niño bueno termina (como sería de esperarse de un humorista) en las peores condiciones, precisamente por intentar ser tan bueno como los niños de los libros de catecismo en la escuela dominical. De nuevo el escarnio hacia esa “sabiduría cristiana”. El niño busca un perro apaleado para darle de comer, pero después de alimentarlo el animal lo ataca. El niño busca un ciego para auxiliarlo y al hacerlo es agredido por el invidente. Intenta salvar a unos perros que serán quemados y por intentarlo explota, con lo que su cuerpo queda despedazado. Lo peor es que el niño no logra morir con el tiempo suficiente para leer el discurso que carga, con el que habría de equipararse a esos santos de folletín que se despiden con palabras memorables. Así, Twain establece que esas escuelas dominicales pueden ser más peligrosas que las malas obras, por sacar a los infantes de su realidad.

La crítica del autor no sólo es para los individuos, pues uno de sus mejores textos, El hombre que corrompió a Hadleyburg, se encamina a desenmascarar a una sociedad que él conocía bien por sus privilegios como escritor de alto rango. En un pueblo donde todos presumen de ser honrados y ejemplares ciudadanos civilizados, un extranjero llega para hacer una oferta de dinero para quien entregue un mensaje que sólo puede conocer una persona. El timo reside en que no hay forma de que nadie tenga ese mensaje y los notables terminan por caer en la trampa, engañados por la promesa de dinero. En esa trama de aparente moralina, brota el humor con un ritmo imparable. La escena final, donde los contendientes por el dinero deben leer en voz alta el supuesto mensaje, no tiene desperdicio: como el pueblo entero atestigua el acto, a partir del segundo caen en la cuenta de la mentira de los participantes, pues todos tienen el mismo papel, claramente fraudulento, y para evidenciar el intento, repiten el mensaje con los nuevos timadores. Un texto de clara crítica social, pero que parece tener como primera intención divertir al lector. ¿Puede haber mejor forma de adoctrinar?

Empero, la crítica de Twain va a los lugares menos pensados. Con el cuento “De cómo dirigí un periódico agrícola” se pitorrea, ahora sí, de los periodistas que apenas entienden de qué están escribiendo. Sin embargo, cuando el lector comienza a divertirse al relacionar los comentarios sobre los reporteros especializados (conste, es un cuento escrito hace más de cien años) con los diarios que ahora se publican, cae en la cuenta de que Twain también se burla de los lectores de tales escribanos espurios, al establecer que si hay malos periodistas es porque hay pésimos lectores.