Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 3 de julio de 2011 Num: 852

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

La cultura crítica y la izquierda
Jaimeduardo García
entrevista con Tony Wood

Breve repaso de lo bailado
Carlos Martín Briceño

Fragmentos de mi autobiografía
Mark Twain

Mis experiencias con los doctores
Mark Twain

Twain, el humorista de hierro
Ricardo Guzmán Wolffer

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Columnas:
Prosa-ismos
Orlando Ortiz

Paso a Retirarme
Ana García Bergua

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

La Jornada Virtual
Naief Yehya

A Lápiz
Enrique López Aguilar

Artes Visuales
Germaine Gómez Haro

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
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Hugo Gutiérrez Vega

Peñalosa y el cantar de las cosas leves (III Y ÚLTIMA)

Desde su primer libro, Pájaros de la tarde, nuestros hermanos de los otros grupos zoológicos son observados por el poeta cristiano con admiración por su gracia y por el cotidiano cumplimiento de sus obligaciones para, con intención puramente lírica y no fabulística, comentar algunos rasgos de la conducta humana: “Últimos pájaros entretenidos con la pereza del vuelo,/ despreocupados del reloj y de la noche.” En este libro hay un “grillo que toda la noche afina de balde su guitarra, porque no tiene otra cuerda ni sabe otra pieza”, mariposas, los ojos de los gatos, el pescadito rojo que “nunca tendrá miopía”, la luciérnaga, las palomas, los conejos... todas “las criaturillas que alcanzaron el último soplo de Dios”.

La esperanza, Aguaseñora y las cantigas

En sus otros libros la imaginería cristiana aparece con los amables tonos de la nochebuena, los púrpuras trágicos de la pasión y muerte, y la promesa de la resurrección: “De vidrio el pie que separó la historia,/ atrio de nieve, prólogo a la sangre,/ cruza el mapa del nuevo testamento/ y en señal de frontera un ala extiende.” Así habla el ángel de la anunciación para abrir la puerta a la esperanza que en la poesía de Joaquín Antonio encuentra su mejor expresión en el soneto: “En tanto vivo y en vivir me empeño,/ voy por costumbre o voy por desatino/ juzgando habitación lo que es camino/ y eternidad la espuma del ensueño.”

En La cuarta hoja del trébol su poesía da un viraje; se adentra en el siglo xx y toda su parafernalia. En este libro hay un poema estremecedor por su ternura y su serena actitud frente a la muerte. Se titula “Carta a abuelita.” En él la despedida es un anuncio de resurrección. Nos vamos y el mundo sigue igual: “No te preocupes, están bien tus macetas./ Mira esa nueva flor. Muerta tú,/ los telares de Dios trabajan.”

Este viraje se manifiesta por completo en el poema “Testamento para abrirse en 1999.” En él triunfan las eternas bienaventuranzas sobre los horrores tecnocráticos, la vulgaridad consumista y la corrupción de las clases dirigentes.

Un humorismo a veces desesperado permea “Museo de cera”; hay en él ecos del “Viacrucis”, de Paul Claudel, sobre todo en la inmensa compasión que da sentido a “Los intoxicados.” Su “Acrópolis”, a pesar de los lugares comunes de los guías y del asedio de la vulgaridad turística, continua bajo la protección de Atenea, señora de las treguas y la concordia.

Su libro Pintura infantil circula por los terrenos de Miró y busca las formas de la esperanza en un mundo que se acerca a la muerte de otro siglo. Por esto su “Quinto evangelio” combina la sabiduría del consejo con la estrambótica sensatez de los niños: “Bienaventurados los pájaros/que agradecen a los espantapájaros/ la información de que hay trigo cerca.”

Los anteriores libros nos conducen hacia Aguaseñora, momento culminante de su poesía que debe el nombre a un rancho situado al sur del pueblo de Mexquitic. La sed y la sequía que devora las últimas gotas del río Paisanos dan al agua negada su denominación más perentoria. Peñalosa, como Virgilio, sabe escuchar el lloro de las cosas de nuestro tiempo, de todas las cosas que el hombre necesita para organizar su vida, hasta el bolígrafo, los anteojos o el suéter, “los hombre se van, las cosas se quedan”.

Por los caminos de Aguaseñora chocan los emblemas de la modernidad: computadoras, milagros del arte médico, aviones de ciencia ficción, trucos publicitarios y viajes a la luna, con las cosas cotidianas de la vida y la muerte, tales como la sed en el desierto, que de repente sacia “una luz licuada de zafiros”, y como los deberes de la compasión: “Ay de ustedes amigos del sidoso que, al saberlo infectado del cuerpo, le infectaron el alma con su olvido y su asco.”

A manera de final

Es cierto que Joaquín Antonio Peñalosa “ha renovado la poesía religiosa mexicana”, como dice Castro Leal, por la sencilla razón de que su obra, bien asentada en la tradición cristiana, no tiene temas vedados y se asoma a todos los rincones de las almas individuales y del mundo de todos.

En 1937, Concha Urquiza, parafraseando a fray Luis de León, habló del asedio divino: “Puso lazo a mis pies, fuego a mi techo y cercó mi ciudad amurallada.” Unos años antes, el padre Alfredo r. Placencia escribió: “Mi última pena suma sería que Dios, al apagarse mis pupilas cansadas, no me tuviera abiertas las ventanas del día.” Francis Thompson fue perseguido por “el lebrel del cielo”, del cual huyó “por los senderos de la noche y el día”, y para Leonardo Sciascia, “él éxodo de Dios es una marcha hacia Dios”. Joaquín Antonio Peñalosa nos entrega su “esquela de muerte y vida” para que no naufrague la esperanza: “Lo participa con vivo dolor/ y ardiente esperanza/ María, su madre./ Pasado mañana/ resucitará mi hijo cuando salga el sol,/ saldrán dos soles,/ aleluya.” Un aleluya sin énfasis, sin estridencias. El aleluya de una resurrección que el poeta presiente con todas las fuerzas de su alma. Bernanos dice que “todo es gracia”, y Rimbaud confiesa en Una temporada en el infierno: “Espero a Dios con avidez.”

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