Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 20 de marzo de 2011 Num: 837

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora Bifronte
RicardoVenegas

Monólogos Compartidos
Francisco Torres Córdova

Cartas de Carlos Pellicer
Carlos Pellicer López

El animal del lenguaje
Emiliano Becerril

Los ojos de los que no están
Raúl Olvera Mijares entrevista con Benito Taibo

Cézanne, retrato del artista fracasado
Manuel Vicent

Creador de sueños
Miguel Ángel Muñoz

Un inspector de tranvías
Baldomero Fernández Moreno

Leer

Columnas:
Señales en el camino
Marco Antonio Campos

Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

Corporal
Manuel Stephens

Mentiras Transparentes
Felipe Garrido

Al Vuelo
Rogelio Guedea

La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
Núm. anteriores
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Marco Antonio Campos

La nada sagrada

Nacido en Ambato, Ecuador, en 1948, publicó el año pasado la edición revisada del que es acaso su libro más aplaudido: La nada sagrada (Mayor Books, Quito). Menos que un libro de amor es un intenso libro de desamor, o de otra manera, el amor es la nada sagrada, pero esa nada sagrada puede ser en su exacto contrario el infierno de todo. La pérdida de la mujer que se ama –diría Oñate– es la ganancia irremisible de la desdicha. Lejos de las delicadezas de la filigrana o del virtuosismo del damasquinado, el libro está escrito a puñetazos, arrancándose las vísceras, con llanto rabioso e inútil, pero también con ternura y tristeza. Algo entre la furia telúrica y “el estar echado” en el mundo. La vida, diría Oñate, está marcada por palabras como separación, ausencia, abandono, nada, que en este libro podrían tomarse en momentos como sinónimos.

En el libro hay una lucha no contra el ángel, sino contra Dios. Es una lucha contradictoria: para él Dios es casi siempre sujeto de denostaciones, pero también de reconocimiento: puede ser un Dios jubilado, o desafortunado, o indigente, o “un impostor moribundo”,  pero a quien Oñate podría justificar de que Él no sea tal vez el culpable, porque quizá no le llegaron las cartas selladas que en la desolación él le envió.

Las citas, referencias y homenajes a obras de poetas, escritores, cineastas, pintores, actores y actrices no son en estos poemas literatura sobre literatura –lo cual es una de las cosas más aburridas e insoportables–, sino descarnada o imaginativamente forman parte de la propia biografía del poeta, o mejor, las ha integrado totalmente a él. Por una parte, obras de seres ferozmente atormentados o marginados de la sociedad como el dramaturgo Tennessee Williams (Un tranvía llamado deseo), o los novelistas Malcolm Lowry (Bajo el volcán) y Henry Miller (Trópico de Capricornio), o un poeta borrascosamente lúcido como Friedrich Hölderlin, o un filósofo y moralista de hondas perspectivas oscuras como Cioran, o un pintor alucinado por el Mal como Francis Bacon –claro, el primer Francis Bacon–, y por la otra, escritores que crearon en sus libros un mundo de álgebra y fuego (Borges) y de sorpresivas magias con lo más mínimo de lo cotidiano (Julio Cortázar).  A esto habría que añadir de manera esencial a una actriz y a un actor que señalaron con ceniza la adolescencia y la primera juventud de Oñate, es decir, para siempre y un día: Natalie Wood en Esplendor en la hierba y James Dean en Al este del paraíso y de Rebelde sin causa. Por un lado, la rebeldía feroz pero sin dirección, y por la otra, la ternura incomprendida y el amor que no pudo ser. Por sus versos, que a veces entran en el cuerpo como navajazos repentinos, Oñate pertenecería a la misma familia de dos notables poetas de su generación: el colombiano Raúl Gómez Jattin y el mexicano Francisco Hernández.

Libro áspero, bronco, tierno, en La nada sagrada hay líneas intensamente recordables que resumen toda una vida, como ésa en donde se considera a sí mismo:  “un melancólico animal/ inepto para la dicha”, y ésas, que en su dialéctica encierran una mínima y última luz en el desconsuelo:  “El cielo/ siempre es generoso/ con los que pierden.”

La vida no son sólo brevísimos paraísos que el amor nos da. Siguiendo a Borges, a quien tanto admira, Oñate escribe al final su propio poema de los dones, y su mayor gratitud es por la Poesía, el arte que nos permite al menos escribir lo que fue en algún momento “el esplendor en la hierba” que, gracias a Dios o para desgracia nuestra, nunca merecimos.