Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 20 de marzo de 2011 Num: 837

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora Bifronte
RicardoVenegas

Monólogos Compartidos
Francisco Torres Córdova

Cartas de Carlos Pellicer
Carlos Pellicer López

El animal del lenguaje
Emiliano Becerril

Los ojos de los que no están
Raúl Olvera Mijares entrevista con Benito Taibo

Cézanne, retrato del artista fracasado
Manuel Vicent

Creador de sueños
Miguel Ángel Muñoz

Un inspector de tranvías
Baldomero Fernández Moreno

Leer

Columnas:
Señales en el camino
Marco Antonio Campos

Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

Corporal
Manuel Stephens

Mentiras Transparentes
Felipe Garrido

Al Vuelo
Rogelio Guedea

La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
Núm. anteriores
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Ilustración de Huidobro

El animal
del lenguaje

Emiliano Becerril

Es muy complejo entender de dónde provienen las palabras, y más difícil aún entender hacia dónde van. ¿Qué será, en un futuro, de la palabra chachalaca? Imposible saberlo. ¿De dónde viene? ¿Alguien sabía que la palabra xococ terminaría teniendo un hijo que se llama xoconostle y otro que se llama jocoque? Lo dudo. La condición de la lengua en el futuro sólo depende de los accidentes sociales, de los encuentros y vericuetos que cada palabra tenga en relación con el tiempo y los lugares por donde se mueva. Por eso pretender domar al lenguaje con alguna regla, marcarle un destino u obligarlo a apegarse a cualquier norma gramatical, no sólo es no entenderlo y menospreciar su fuerza, sino ir a contracorriente. No se puede frenar la ansiedad aventurera del lenguaje. No obstante, aun así, da la impresión de que algunas reformas de la Real Academia de la Lengua –cuyo impacto real (o Real) finalmente será poco– parecen olvidar que la lengua es un sistema complejo y abierto, que en eso radica su magia, y que es un abanico de nervios que no se puede contener. Por eso, cuando la Academia establece reglas que intentan frenar al lenguaje, y totalizarlo con criterios o manías lingüísticas, su función queda bajo la sombra de un velo extraño (por decir lo menos).

No me quiero poner muy técnico, porque ni siquiera lo soy, pero sé que si nos quitaran la hache (como aparentemente alguna vez se discutió) y nos dijeran que es “inútil”, yo no sólo dejaría de ser hombre –volviéndome un ombre pusilánime–, sino que nunca entendería la historia ni la istoria de la letra efe, mis amigos Hernando y Fernando serían el mismo ombre sin nombre: Ernando; y por eso, en general, las futuras generaciones, las que nacieran sin hache, no podrían intuir que la palabra fecha viene de la simplificación de una frase –cuando al final de una carta ponían hecha esta carta (con hache). Vamos, la letra hache podrá ser inútil en muchos casos, sin embargo no lo es. La ortografía (la buena y la mala, la útil y la inútil, la establecida y la que quiere volar) es la huella del tiempo; es la marca del baile infinito de las palabras, a tal grado, que intentar cambiarla arbitrariamente y por una cuestión meramente “práctica” no puede ser otra cosa que desdeñar la historia y el comportamiento del lenguaje. En el lenguaje todo tiene una razón de ser histórica y, justo por eso, cautivadora. Un acento existe y, aunque no se apegue a cabalidad a las reglas gramaticales, viene acompañado por un legado histórico. Lo mismo puede decirse sobre cualquier característica del lenguaje cotidiano, ya que los “errores” de éste son los que están haciendo historia. Las palabras que parecen estar mal dichas o escritas son valiosas porque encierran en sí mismas los vericuetos de la evolución del lenguaje, para atrás y para adelante. La identidad de una palabra está echa por todas sus letras y acentos. Entonces, por ejemplo, ¿porqué las reformas de la Real Academia de la Lengua quitaron el acento de la palabra truhán (por suerte dejaron intacta la hache), cuando truhán estaba tan bien como estaba? Pues, en primer lugar, porque por algo la Academia es Real, y, en segundo, por un diptongo –parece ser–, porque cuando dos vocales fuertes se siguen una tras la otra (como en toalla o leona) no hay acento escrito, a menos que se presente un hiato y el diptongo se rompa con un acento escrito (como en filosofía o púa) y la tilde tenga que escribirse porque las sílabas de la palabra deben separarse (como en Ma-rí-a o ju-dí-o). En términos formales, además, el hiato sólo se escribe cuando el acento cae en las vocales débiles (i y u: país, baúl) y no en las fuertes (a, e y o), como sucede con la a de truhán. ¿Pero por qué, entonces, truhán, siempre tuvo tilde en la a, si el acento cae en una vocal fuerte? Pues porque la palabra tiene su propia historia. Truhán viene de la voz gala trugant (si no es que desde antes), y en galo el acento de esa palabra cae en la a, pero no se escribe, a menos que la palabra pase al español, donde las sílabas de ésta se separan y digamos truhán con todo y la huella de su origen. Ahora, truhán tiene una hache entre las vocales, debido a la ge de la palabra gala que la antecedió; pero parece que la hache no importa, porque nunca importa, y porque es histórica y no gramatical, y como la gramática impera sobre la huella de las palabras, las vocales ya no se separarán: el acento sale. Es decir, ahora hay diptongo con todo y hache. Así, pues, según las reformas, truhan se escribe así, sin acento y con diptongo. Por eso, de ahora en adelante cualquiera que ose llamarse Juan, deberá de pensarlo dos veces, porque no hay que olvidar que la hache puede volar en cualquier momento y, en ese caso, si uno lee truan, sin acento ni ache, lo hará de la misma forma en la que lee Juan. Para quienes decidan acatar la reforma (no será mi caso, ya que además un truhan sin acento me parece inofensivo) la pista del trugant habrá desaparecido. ¿Y por qué homologaron –otra– con esta reforma el sólo con el solo, volviéndolas la misma palabra: solo? ¿Qué no se supone que no es lo mismo ir sólo (únicamente) a la iglesia que ir solo (solito) a la iglesia? Por ahí dicen que “si se pone atención” cuando se lee puede entenderse perfectamente si el solo (sin acento) se refiere al únicamente o al solitario, y que por eso el acento no es realmente necesario. Pues bien, lo mismo podría decirse de la palabra imbécil o imbecil (sin acento), pero esto sería una estupidez, porque escribir una carta cerrando con la palabra imbecil, sin acento, resultaría muy burdo. ¿Por qué “sajonizar” el lenguaje, me pregunto, por qué tratar de “limpiarlo” de las cosas que le sobran y no hacen falta? Porque la historia no importa, y porque en un afán muy ordinario pretendemos meterle mano a más cosas de la cuenta. Curiosamente, y aunque lo hablemos los humanos, el lenguaje no le pertenece a nadie, sino todo lo contrario: a todos, y por eso es indómito. De cualquier forma, no hay de qué preocuparse: las palabras viven en una anarquía perfecta. El animal que es el lenguaje se mantendrá nervioso y en movimiento, y pronunciar hicistes en lugar de hiciste, aunque esté “mal”, seguirá siendo una regresión formidable e inevitable en el tiempo.