Opinión
Ver día anteriorJueves 17 de marzo de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Mayoría y razón
I

nexorablemente nos adentramos en la sucesión presidencial. No superada por la alternancia, la tradición convierte el recambio electoral del Ejecutivo en el acto supremo de la política nacional. Todo se subordina al nacimiento del nuevo rey sexenal, aunque ya todo el mundo sabe que no todo lo que reluce es oro y que los tiempos son muy otros. Cierto que el halo de misterio se ha disipado junto con las reglas del viejo presidencialismo y hoy la lucha descarnada se libra dentro de los partidos, en el no siempre discreto intercambio de favores entre las dirigencias políticas y los grupos de poder y en el dialogo mediatizado, “a la americana”, de los aspirantes con la ciudadanía, en cuyo nombre se defienden los más variados intereses.

Además del desánimo acumulado hacia la clase gobernante, el imaginario colectivo vislumbra la República como una hechura extraña que no acaba de equilibrar los poderes, en la que aún sobresale la enorme cabeza presidencial sobre las raquíticas extremidades legislativa y judicial. La transición democrática le dio fuerza al voto, introdujo reformas y mayores contrapesos al presidencialismo, pero no creó un régimen nuevo. Al contrario, se cebó sobre el legado del anterior y se quedó a medias, empantanado entre la alternancia como suprema (y máxima) aspiración y la continuidad obligatoria de las formas de poder dominantes. Con las campañas a todo vapor y la aplicación de la mercadotecnia nos hicimos modernos de un día para otro, aunque se valoraron menos los aciertos en la construcción institucional (el IFE, por ejemplo) que los derroches de libertad y dinero con que el panismo ganó las elecciones. La derrota del PRI abrió el camino a la ficción política consistente en creer que los cambios de fondo ya estaban consumados y, lo que es más importante, que la democracia podía sustraerse de la realidad marcada por la polarización y la desigualdad.

La idea de que el principio de mayoría lo es todo para la democracia olvida que ganar en los números no siempre implica tener la razón. Hemos visto cómo las campañas, la mercadotecnia y la ayuda de las instituciones favorece la conformación de ciertas preferencias electorales, pero aún no vemos a los partidos y a sus prohombres defender un proyecto racional para México, esto es, un conjunto de ideas y propuestas capaces de resistir al mercadeo de los votos. Y eso es, justamente, lo que hace falta. En el México de hoy, tan resistente al debate ideológico o la simple manifestación de las ideas programáticas, existen, pese a la molestia de los posmodernos, asuntos cuya seriedad no puede ser abordada con los criterios ratoneros de la disputa electoral según la entienden los asesores que pululan como moscas en la miel.

La sucesión del año 2012 se presenta en un país cuyos problemas lejos de resolverse se multiplican y agravan. Basta echar una ojeada a las grandes cifras de la desigualdad para comprender que no hay democracia viable si no cambian las condiciones de vida de millones de mexicanos condenados a la miseria. Como en los tiempos clásicos de los griegos, se puede a aspirar a una democracia para los privilegiados, pero la realidad hará explotar tales ilusiones. Invisibilizar a los que menos tienen (como reza el eufemismo oficial) es la perspectiva suicida que en nombre de la modernidad adoptan los que mandan y gobiernan una nación cuyo principal capital en su gente. El gran país emergente que es México no acabará de dar el salto cualitativo si no pone en el centro de sus preocupaciones el qué hacer con los jóvenes y cómo darles una ocupación productiva, aun si para ello debe reducir las ingentes ganancias de sus capas más privilegiadas. Asegurar la educación de calidad es un tema de tal importancia que ya no puede resolverse como si fuera un asunto patrimonial entre el sindicato, sus líderes y el aparato burocrático del que dependen las decisiones pedagógicas. Construir la politica energética que se requiere para estar a la altura de la situación global implica abandonar la mentalidad de quienes creen que la única obligación de los gobernantes es hacer negocios rápidos y recibir palmadas en la espalda de los dueños del planeta.

En fin, los partidos no quieren ocuparse de estos aburridos temas. Prefieren el chascarrillo y la guerra sucia, el aturdimiento de los espots repetidos hasta la neurosis, la imagen a la palabra, pero el método encierra una trampa obvia, pues más allá del mercado, no hay duda de que la disputa real, la verdadera es, justamente, la que gira en torno a esas cuestiones fundamentales y no, como se nos quiere hacer creer, en la simpatía de los candidatos o en los recursos de la publicidad.

Todo este alegato me trae de nuevo a la cuestión de las alianzas que hoy divide a la izquierda. El debate, en tono menor, se ha referido a los temas tácticos, a si es o no cuestión de principios acordar con el adversario, a si es la única manera de ganar o de parar al PRI, a la pugna por las candidaturas… En fin, no entraré en esos detalles que no tocan el fondo pero enturbian el análisis; ¿deberían los partidos ofrecernos en las elecciones de 2012 una propuesta lo más clara posible de solución a los graves problemas que cualquier ciudadano ilustrado puede enumerar? ¿Hay excepciones a esta obligación que es política y moral? ¿Está la izquierda en condiciones de relegar su plataforma para ganar una elección estatal aunque se fracture su ya de por si frágil fuerza electoral y se difumine su singularidad? Creo que si la izquierda no llega a un acuerdo político sobre el tema de las alianzas será imposible un frente unido de cara al 2012. No es un asunto de personalidades sino de evitar el naufragio anticipado. De contar o no con un programa racional que sirva para resolver los problemas nacionales.

Quizá la fractura es inevitable, pero lo menos que podría esperarse es que la izquierda confronte su destino sin cobijarse en una simulación política, dando la batalla por sus posiciones estratégicas y mirando hacia el futuro. Luego puede ser demasiado tarde.