Sociedad y Justicia
Ver día anteriorDomingo 27 de febrero de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Mar de Historias

Ropa usada

Y

esa mujer, ¿por qué va con tanta prisa?, quizá se pregunten quienes ven a la señora vestida de verde abrirse paso entre la multitud que atesta la calle. Es Lucila. Atiende junto con Cruz, su marido, un puesto de ropa usada a las afueras de un mercado. Su precipitación se debe a que van a dar las seis de la tarde. Hace tiempo un amigo le dijo que a esa hora Marcial termina de trabajar en una fábrica de confeti y vasos desechables, donde tiene un buen puesto. Con expresión maliciosa, le dio las señas del edificio.

Lucila necesita ver a Marcial para explicarle la situación en que se encuentra y pedirle dinero prestado. Este recurso va contra uno de los principios que le inculcaron en su casa: Aunque te estés muriendo de hambre, jamás pidas nada. Ahora no tiene más remedio que acudir a Marcial.

Fue su amigo y luego su pretendiente. Se querían, estuvieron a punto de casarse, pero él acabó dejándola por Dolores. Lucila pensó que Marcial había preferido a la otra por ser dueña de dos taxis. Para hacerle menos humillante el abandono, su madre le dijo que el alejamiento de Marcial se debía a que ese hombre no le tocaba. Que esperara. Con la ayuda de San Judas, San Antonio y poniendo algo de su parte iba a encontrar una pareja que le diera lo que toda mujer necesita.

II

Lucila siguió los consejos maternos. Invirtió parte de su sueldo como dependienta de una zapatería en comprar veladoras para el santo de las causas desesperadas y milagros para el cupido celestial. Renunció a su aislamiento y volvió a presentarse en las reuniones familiares. En las bodas le decían: Ya verás cómo la próxima novia serás tú. Fue madrina de dos bautizos y en ellos no faltó quien le augurara la inmensa felicidad que iba a embargarla en el momento que tuviera un hijo.

En las fiestas de 15 años sus hermanas, Taide y Leticia, la presentaban con solteros de trajes lustrosos o algún viudo a quien preocupaba más ocultar su calvicie con un intrincado juego de mechones que resolver su soledad. Luego, en el momento en que las tres iban al baño para retocarse el maquillaje, Taide y Leticia le ponderaban las cualidades de los posibles candidatos, en el tono de la madre que exalta los sabores de un platillo para despertar la avidez del hijo inapetente.

Lucila seguía inamovible: ningún posible novio era de su agrado. Uno porque tenía mal aliento, el otro porque le sudaban las manos, el de más allá porque se había dedicado a contarle historias de la nota roja mientras le castañeteaba la dentadura postiza y caían en su solapa tolvaneras de caspa.

El criterio selectivo de Lucila ocultaba algo evidente: seguía enamorada de Marcial. Allá ella con su capricho, pero que recordara que el tiempo pasa y los príncipes azules no existen. Sus hermanas le advirtieron que llegaría el momento en que ni con la linterna de Diógenes iba a encontrar un hombre dispuesto a vivir con ella.

III

Taide y Leticia se equivocaron. Lucila conoció a Cruz en el puesto de ropa usada que aún es de su propiedad y ya como esposos atienden desde la mañana hasta el anochecer. A esas horas hacen cuentas, guardan los alteros de relingos en una bodega atestada de diablos y huacales. Regresan a la casa sin hablarse, pero muy cerca uno del otro.

A veces, cuando Lucila se reúne con sus hermanas, le preguntan por qué aceptó casarse con Cruz. Ella misma no se lo explica. Su esposo no es guapo ni vivaz, ni curioso, como Marcial, pero es tierno y muy trabajador. Mientras aparecen los compradores Cruz lee en el periódico la sección deportiva y la de bienes raíces. Lo embarga una satisfacción perversa cuando ve que se rematan mansiones con jardines y garajes para seis automóviles. Esas noticias son la prueba de dos principios justicieros: A cada capillita le llega su fiestecita y Los ricos también lloran.

Lucila piensa que sus ventas de ropa usada serían mejores si su marido no creyera que puede amarrar a sus clientes a base de chistes. Los cuenta mal, se le olvidan, los celebra antes de terminarlos y cuando ve que nadie lo secunda se pone a explicarlos. Entonces Lucila cumple con otro débito conyugal: ríe a carcajadas. Su gesto solidario es inútil: nadie más celebra a Cruz.

IV

Lucila se detiene al verse reflejada en el espejo de una tienda de marcos. Se arregla el cabello y piensa en la cara de Marcial cuando la vea. Hace nueve años de su ruptura.. Desde entonces ninguno de los dos hizo el intento de encontrarse.

Lucila lo busca ahora (se lo dirá a Marcial) sólo porque confía en que él pueda prestarle los 10 mil pesos que necesita para la operación de Cruz. El médico les dijo que de no intervenirle la rodilla es posible que pierda la movilidad de la pierna izquierda. La idea lo horroriza, lo tiene irritable, desvelado. Lucila procura darle ánimos, despertarle confianza en la operación. Él se limita a responderle: ¿Y con qué dinero me la hago? El negocio va mal, pese a que las prendas que venden cuestan lo mínimo. La gente ya no las compra por temor a contraer infecciones. Prefiere la ropa china. Aunque no dure mucho, es nueva y también barata.

Lucila remprende su camino rumbo a la fábrica y ensaya lo que le va a decirle a Marcial: perdona que te moleste, pero es que estoy muy apurada. A Cruz, mi esposo, lo atropellaron. Quedó mal del accidente. El médico nos dijo que debe operarse cuanto antes y no tenemos los 10 mil pesos que nos cobra.

Antes de que Marcial le pregunte por qué no recurre a su familia, ella le contará lo sucedido desde que se apartaron: el esposo de Taide perdió el trabajo en la refaccionaria y ella gana muy poco en la pescadería. Lety es madre soltera. Hace comida y la vende en su casa. Con lo que saca apenas puede sostener a su hijo. Se llama Joshua. Es un amor. Ya va a la escuela.

En algún momento de su reunión con Marcial ella tendrá qué explicarle lo que le ocurrió a su padre: unos muchachos del barrio amenazaron con quemarle su afiladuría si no les daba 15 mil pesos al mes. Mi papá ni en sueños gana tanto, así que prefirió cerrar su negocio. Ahora lava coches en la calle. Me da lástima, porque él ya está viejo.

Mientras camina y reconstruye su historia, Lucila apenas puede creer que en tan poco tiempo le hayan sucedido cosas tan terribles a su familia. Pueden ser peores si Cruz no se somete a la operación. Él no sabe que ella va a recurrir a Marcial. Justificó su salida diciendo que iba a ver unos bultos de ropa que le habían ofrecido en San Álvaro. Cruz no dudó. Por lo general es su esposa quien se ocupa de comprar la mercancía que luego venden.

V

Lucila llega a la fábrica cuando faltan unos minutos para las seis de la tarde. El corazón le late con fuerza al imaginarse qué cara pondrá Marcial cuando la vea. A lo mejor tarda en reconocerla. Ella no. Lo recuerda muy bien, a pesar suyo. La reja eléctrica se abre y aparece el primer grupo de trabajadores. Casi todos llevan chamarras sobre el uniforme caqui. Los hombres pasan de largo sin darle oportunidad a que les pregunte por Marcial.

¿Marcial qué? Porque aquí hay varios que se llaman así, le dice un obrero con cachucha de beisbolista al que logra interceptar. Dávalos. No recuerdo su segundo apellido. El hombre reflexiona un momento: “No lo conozco. A ver si alguno de los compañeros… Oye, tú, Zenón, ¿conoces a Marcial Dávalos?” El interrogado niega con la cabeza y sigue su camino.

La expresión desolada de Lucila conmueve al obrero con cachucha de beisbolista: ¿Está segura de que esa persona trabaja aquí? Lucila sonríe: Sí, claro. Se me quedó muy grabado y hasta se me hizo chistoso que Marcial estuviera en una fábrica de confeti. El tipo se rasca la frente: Esa fábrica ya no existe. Quebró. Lo que hay aquí también es fábrica, nomás que de molduras metálicas. ¿Y Marcial? Lo habrán despedido, como a todos los trabajadores. Es que me urge encontrarlo. El hombre le sonríe y se aleja.

Lucila permanece inmóvil enfundada en su vestido verde. Lo tomó de uno de los bultos de ropa que Cruz y ella rematan. En la mañana volverá a ponerlo en venta. Tal vez la mujer que lo compre vaya a ponérselo para ir en busca de su última esperanza.