Opinión
Ver día anteriorJueves 30 de diciembre de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Malestares, derechos y políticos
Q

uisiéramos decir lo contrario, pero el año termina en un clima de desesperanza. La causa de dicho malestar proviene de la realidad del país no del pesimismo ciego de unos cuántos obstinados. Las encuestas, tan solicitadas en estos tiempos, apenas si ofrecen una pálida o aséptica visión acerca del estado de ánimo de la gente en la calle. Al finalizar el año 2010, fuera de los satisfechos de siempre, son menos los que se identifican con los viejos y desgastados discursos oficiales: la violencia, el desamparo de millones, el espectáculo de la corrupción, la frivolidad de la vida pública anulan la eficacia explicativa de los expertos cuyo lenguaje circular, inexpresivo abruma pero no conmueve a la ciudadanía. La incredulidad en la política no es por completo ajena al afán de embellecer la realidad como si las audiencias o lo lectores carecieran de discernimiento, pero el hombre es el estilo y esa es la manera de ser de quienes gobiernan.

Las divergencias entre los datos oficiales son tan frecuentes que todas se observan con recelo. Pongo un ejemplo. Hace unos días, el Presidente comparó positivamente la situación del desempleo en México con el existente en otros países como España. Y dio algunas cifras que, en efecto, así parecían confirmarlo. Sin embargo, más allá de la intención de exaltar los esfuerzos propios en la materia, es obvio –para quien no se esconda bajo un antifaz– que la fuerza laboral mexicana vive una etapa de graves contratiempos, con lo que esto significa para la vida cotidiana de innumerables familias cuya vida real es más que una cifra en el registro nacional. Leo: Por un lado, el titular del Ejecutivo federal se congratuló ayer (26 de diciembre) de que la cifra de desocupación en el país se ubica apenas en alrededor de 5 por ciento, a pesar del incremento de los mexicanos en edad de trabajar, y celebró la creación de 962 mil nuevas plazas laborales este año, la cifra más alta en la historia; por el otro, el Instituto Nacional de Geografía y Estadística ha venido informando en días recientes sobre un repunte del desempleo en noviembre (5.28 por ciento), y un incremento de 65 por ciento en la tasa de desocupación desde que Calderón asumió el cargo. Tal vez estemos ante un embrollo metodológico sin mayor trascendencia para los especialistas, pero el resultado es que la confusión aumenta no obstante que se trata de un tema de fondo, crucial para el futuro inmediato. Para seguir en la misma cuerda pero en contraste se anota el resultado de la investigación realizada por el Centro de Reflexión y Acción Laboral (Cereal) en la cual se subraya el aumento exponencial del desempleo, el crecimiento de la economía informal y el fracaso de los programas oficiales de creación de empleo, justo en sentido opuesto al vertido por los voceros oficiales.

Que las cosas no son como el gobierno las percibe en este delicado terreno se ve en las creciente manifestaciones de inconformidad provenientes de varios sectores empresariales a los que aún no llega la hora de la recuperación. El presidente de Canacintra, por citar a uno de los últimos en hablar, se pronunció preocupado por un nuevo acuerdo social para atender los problemas que el mercado no puede resolver. En su opinión, se trata de asignar un alto valor a crear fuentes de trabajo y protegerlos; el énfasis debe ponerse en que los empleos no sólo se refieren al ingreso, sino también a la dignidad y a ocupar un lugar en la sociedad.

Más allá de las propuestas elaboradas por diversas entidades civiles hay en esas expresiones una preocupación común: el mundo del trabajo, abandonado a su suerte con la entrada en vigor de los esquemas liberales, está en una situación límite que ya pasa factura al presente pero puede hipotecar el futuro. Es imposible pensar en términos de crecimiento y desarrollo en un país tan desigual y polarizado como el nuestro excluyendo de las decisiones (y del interés estratégico del Estado) a las fuerzas que integran el mundo del trabajo, sin asignarle un lugar central a la cohesión y a la equidad como eje ordenador del esfuerzo general. La pretensión de separar a los pobres del resto de los trabajadores puede servir para ordenar los planes, pero no hay posibilidad alguna de avanzar hacia una sociedad más justa si a las grandes masas de asalariados se les ubica como parte de una ciudadanía sin derechos, es decir, como simples piezas del engranaje económico carentes de autonomía y capacidad de decisión. Importa poco que se les trate ideológicamente como una potencial pero irreal clase media atada a ciertas formas de consumo individual (y no a procesos de producción) o como pobres cuyo mejor destino es la pertenencia a un apartheid social sin vínculo con la productividad real. Están condenado a la desigualdad sin salidas.

Pretender construir la democracia sobre la base de la sociedad informal es tanto como creer que el mercado puede, por sí mismo, garantizar reglas y conductas morales frente al apetito de ganancias. Podrá surgir así un nuevo corporativismo liberal sustentado en los poderes fácticos y el uso de las redes clientelares recreadas a partir de los centros de poder real, pero no una democracia social de pleno derecho. No extraña que la política se aleje de la gente mientras los hombres del poder se dan por satisfechos por formar clase aparte para servir a esa constelación de poderes fácticos que bajo la fachada de las instituciones negocian, acotan, dirigen, y, al final, gobiernan.

Feliz año 2011 a todos los lectores.