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Narcoviolencia

Don Alfredo perdió a Juan Colorado; ahora no tiene para comer

Los daños colaterales dejan sin ingreso a cientos de pobladores
Enviado
Periódico La Jornada
Miércoles 15 de diciembre de 2010, p. 5

Apatzingán, Mich., 14 de diciembre. Don Alfredo Pulido, quizá el único michoacano que podía jactarse de ser padre de Juan Colorado, perdió a su hijo en la guerra del narcotráfico. Esta tarde llora al lado de sus restos a la orilla de la carretera, a la altura de Parácuaro, la tierra de Juan Gabriel.

Era como mi hijo, lo tuve 26 años, era el patrimonio de toda mi vida, dice, a punto de las lágrimas, y vuelve a mirar a su Juan Colorado, el viejo camión torton que nunca más le dará de comer.

El día que se desató el demonio, es decir, el jueves 9 de diciembre, don Alfredo Pulido volvía con su camión vacío cuando una camioneta Cherokee le dio un cerrón. Al evitar el impacto, Juan Colorado quedó atravesado en el camino.

–¡Bájate, hijo de la chingada!

Con sus 70 años y su diabetes a cuestas, don Alfredo saltó del camión. Una pareja que vive enfrente lo salvó de una golpiza segura, porque el anciano no quería despegarse de su camión. Lo jalaron hacia la parte de la casa, desde donde escuchó los balazos que poncharon las llantas traseras de Juan Colorado. Cuando pudo asomarse vio cómo los sicarios le prendían fuego y comenzó a llorar.

Hoy está aquí, tratando en vano de conseguir una grúa para rescatar aunque sea algo del motor. Nadie tiene grúas disponibles o nadie quiere hacer la limpieza que los gobiernos estatal y federal, en eso sí coordinados, han realizado durante los últimos días.

–¿Y ahora de qué voy a vivir? –se pregunta don Alfredo, mientras saca cuentas de los miserables dos pesos por kilo que le dan los compradores de fierro viejo.

Juan Colorado ya es nada, pero don Alfredo sigue aquí, atado a unos fierros quemados. No espera ayuda de nadie, aunque sus pesares no han terminado. Hace un rato, mientras echaba un taco en compañía de sus sobrinos, varios hombres descendieron de una camioneta, armados con un hacha y otras herramientas, y se hubieran lanzado sobre los huesos de Juan Colorado de no ser porque don Alfredo los paró en seco:

–¡Épale!, ¿onde van?

–Ah, ¿es de usted? Ni hablar –respondieron, y se fueron como si nada.

Que el mercado resuelva

En los 32 kilómetros que separan Apatzingán del crucero conocido como Cuatro Caminos, a la altura de Nueva Italia, se pueden contar todavía cuatro decenas de vehículos que fueron incendiados entre el miércoles 8 y el jueves 9, en el afán del cártel de La Familia Michoacana de dificultar la llegada de refuerzos federales. El lunes fueron retirados unos 20, los más pequeños. Pero para los autobuses de pasajeros y los vehículos de carga no hay grúas adecuadas.

Los gruyeros de plano no querían colaborar, tuvimos que amenazarlos con retirarles la concesión para que ayudaran. Pero cuando se dieron cuenta de que sus concesiones son federales, nos volvieron a mandar al diablo, dice Fidel Calderón, secretario de Gobierno estatal.

El gobierno federal, por su lado, ha preferido permitir que el problema lo solucione el mercado. A lo largo de toda la carretera, un ejército de hormigas le da duro con barretas, martillos, gatos hidráulicos. Pronto no quedarán sino el polvo inútil de las llantas, las papayas podridas o los restos inservibles de la ropa que doña Cata llevaba para vender en un autobús de pasajeros y que los sicarios no le dejaron bajar pese a sus súplicas.

Los compradores de cobre hicieron su agosto con los cableados de los autobuses de mediano lujo. Y otros vehículos que no fueron incendiados no corrieron con mejor suerte. En una reunión de comisarios ejidales del municipio de Apatzingán, los campesinos comparten las imágenes que vieron en distintos puntos de la carretera principal y otros caminos. La de aquellos abusados que lograron vaciar un camión cargado con costales de cemento, la del camión de leche que quedó seco en dos horas, la de dos vehículos de la Coca-cola que no duraron ni medio día.

Al menos cada 15 minutos pasan por aquí, donde don Alfredo llora, camiones de soldados. Pero ni ellos ni los marinos ni los policías detienen a los chatarreros.

–Mire, hasta vinieron con un soplete para sacar el radiador. Dígame, ora de qué voy a vivir –cierra don Alfredo, mientras aprieta su teléfono celular, como si un gruyero compasivo le fuera a llamar de pronto.

Las críticas del panismo michoacano a la PF

De Morelia a Apatzingán no hay un solo retén, aunque todo el tiempo van y vienen carros de las fuerzas federales. Al Ejército corresponden tres puestos de vigilancia que no detienen a los manejadores.

En uno de esos puntos, un vendedor corta varios pedazos de uno de los exquisitos quesos de la región.

–Ándele, mi jefe, pruebe el añejo.

Los soldados se reparten el manjar y un rato después entran al negocio quesero para llevarse uno de adobo.

Aquí juran que esa escena sería imposible con los efectivos de la Policía Federal, a quienes mal mira la mismísima presidenta del comité municipal del partido del presidente Felipe Calderón, Rebeca Contreras: Independientemente del objetivo al que vengan, no estoy de acuerdo con que lleguen a saquear, con que entren a las casas a robar.

Hermana del ex secretario general del PAN en el estado, Octavio Contreras, a su vez cercano de la primera hermana del país, Luisa María Calderón, Rebeca critica al presidente municipal perredista, cuya policía no actuó el lunes, cuando un comando armado y encapuchado asaltó dos negocios –uno de ropa y una joyería– en el centro de la ciudad. Los coscorrones se extienden al gobierno estatal, también perredista, que nunca ha estado presente aquí, quién sabe por qué razón.

Detrás del mostrador de su negocio de artículos para carpinteros, Contreras es, sin embargo, más dura con la policía que comanda el secretario Genaro García Luna.

–¿Qué le piden los apatzinguenses al presidente Felipe Calderón?

–Que los operativos se hagan con responsabilidad, porque la gente se queja de que los policías federales roban mucho… que les haga un llamado de atención.

En cualquier punto de este municipio se pueden encontrar personas que suscribirían esa demanda. Allá en El Varal sacaron a todos, los formaron en la única calle de la comunidad, y luego entraron a las casas a robarse todo, dice, mientras menea un guisado, la dueña de una fonda en el mercado municipal.

Acto seguido, despacha a un mandado a su pequeño hijo, vestido de civil gracias a las vacaciones adelantadas que trajo la violencia.

Calderón, la fiesta y el alcalde

Desde octubre se nos cargó el trabajo, resopla en su oficina el visitador de la Comisión Estatal de Derechos Humanos, Francisco Javier Flores.

Las quejas de los habitantes de Apatzingán son por amenazas, cateos ilegales, robo, lesiones, tortura e incomunicación, entre otros. En octubre, cuando ocurrió un operativo similar, recibieron 40 quejas.

Ahora llevan 84, de las cuales 70 son contra la Policía Federal y el resto contra el Ejército. Flores no ve venir vacaciones porque, dice, muchos habitantes de las comunidades no se atreven a viajar a la cabecera para iniciar una queja porque son interrogados por la PF al salir y volver.

–Les preguntan a dónde van, y cuando lo dicen, los devuelven. Por eso estamos recibiendo denuncias por teléfono.

La mayoría de los denunciantes, dice el visitador, son personas de escasos recursos, muchos de ellos jornaleros (hay 20 mil en el municipio sólo para las cosechas de limón). Las quejas proceden de las colonias populares de la cabecera y de comunidades cuyos nombres se han hecho célebres en estos días: El Alcalde, La Ruana, Buenavista, Guanajuatillo, Holanda y Tepalcatepec.

De esas comunidades eran, si se atiende a la atención policial que han recibido, muchos de los invitados a la fiesta donde, según el presidente Felipe Calderón, cayó abatido el capo Nazario Moreno.

Muy de mañana, el alcalde Genaro Guízar, uno de los presos luego exonerados del michoacanazo, no conoce aún la declaración del Presidente. Pero lo sabe, como todo el mundo (Calderón dixit). Se lo han contado habitantes de la zona serrana y él lo refiere así: “Dicen que todo este infierno comenzó porque un helicóptero de la Policía Federal empezó a disparar contra una fiesta que había allá arriba, en la sierra, y dicen que fueron disparos indiscriminados, que había mujeres y niños…”

En el convivio de los ejidatarios, una profesora jubilada suelta una risita cuando escucha de la información presidencial: ¿Una fiesta? Sí, una fiesta de balas.