Opinión
Ver día anteriorDomingo 31 de octubre de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Del grito al alarido
E

n México nunca tuvo lugar la pregonada revolución democrática que desde diferentes y encontrados ámbitos se quiso realizar desde el último cuarto del siglo pasado. Por eso, es difícil mantener las tesis de Gustavo Gordillo de que está en puerta una restauración que se alimentaría de la transversalidad corporativa fruto de la descomposición de la coalición gobernante. Bienvenida la reflexión de Gustavo, que se inscribe en la preocupación compartida sobre el futuro del sistema político, pero vale la pena que, a partir de sus propias premisas, le demos vuelta a la transición en su conjunto y así evitemos caer en reduccionismos conceptuales que puedan llevar a peores reduccionismos políticos y sociológicos.

Desde principios del siglo, el país ha vivido perdido en la transición, del mismo modo en que Scarlett Johannsen y Bill Murray se perdieron en la traducción del Tokio posmoderno, en la esplendida película de Sofía Coppola. De la alternancia se pasó a la contumacia ocurrente como modo, estilo y discurso de la política, mientras la realidad económica hacía de las suyas y el estancamiento estabilizador arrinconaba a la sociedad y le reducía sus alternativas a miles de jóvenes para quienes la tríada de Hirschman (salida, voz y lealtad), tan bien usada por Gordillo, significaba poco o nada: salida al Norte sin mediaciones y, ahora, huída a los sótanos de la informalidad desatada, criminal y no criminal, para vivir el presente con intensidad y sin expectativas que pudiesen alimentar lealtad alguna. La voz se ha vuelto grito destemplado y con los acontecimientos más recientes en Ciudad Juárez, nada menos que en las inmediaciones del Centro de Convenciones Paso del Norte, parece cerrarse un ciclo de abuso de la metáfora.

Los jóvenes de la kaminata kontra la muerte, organizada por el Comité Universitario de Izquierda de la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez, pueden andar enmascarados y gritar contra la federación, pero la agresión armada contra uno de sus miembros por parte de un efectivo de la policía federal no podrá encontrar justificación para los juarences, cuyo punto de fuga parece haber quedado atrás. Los que se quedan no lo hacen por lealtad sino porque no les queda otra, y quienes optan por la salida no lo hacen como un sucedáneo para el ejercicio de una voz acallada por la violencia criminal y la necedad oficial sino, también, porque a sus ojos no queda de otra.

Para ellos, una restauración priísta no será un incentivo para quedarse fuera pero tampoco para volver, con lo que la susodicha restauración puede verse desde ahora como un ejercicio elemental, altamente costoso, en ilusionismo político sin fundamento sólido en las configuraciones de la estructura social. Fragmentada, esta estructura no puede sostener más pisos porque lo que requiere es una recimentación que sólo puede provenir de una reforma social de fondo.

Restaurar significa volver, pero el PRI nunca se fue. Sus más conspicuos comandantes y comandantas han cogobernado con el PAN y sus lamentables derivados, o tratado de hacerlo, aun a costa de perder rumbo y figura. Esto, a su vez, los ha llevado a buscar las más oscuras alianzas con las cúpulas del dinero atrincheradas en la Gran Muralla en que se ha convertido el sistema de comunicación social, abrumadoramente privatizado pero no por ello menos representativo de lo que ha acaecido en la economía y la sociedad, en el poder y la riqueza, con esta transición que de siempre inconclusa pasó a descomposición adelantada de un régimen nonato.

La política nunca ha sido un simple epifenómeno de la economía o la estructura del poder social. El capitalismo lo impide por su competencia feroz, y cuando no ocurre así los más preclaros de sus dirigentes buscan relajar esta dictadura de la estructura con oleadas de reformas para forjar nuevos acomodos sociales, formas diversas de incorporación de los excluidos y la ampliación del sistema político en pos de un orden estatal distinto al que permitió tales excesos. Así lo hizo Teodoro Roosevelt contra los Robber Barons y de modo más ambicioso, histórico diría, lo hizo Franklin Delano Roosevelt con su nuevo trato dirigido a las masas proletarias y no sólo a las capas propietarias más afectadas por los fabulosos veintes.

A su manera, revolucionaria y nacional-popular, Cárdenas marchó en esas filas de la reforma democrática del capitalismo de entonces y le dio a México una ruta de composición social y arreglo político-económico. Luego, este acomodo degeneró en componenda sistémica y corrupción rampante hasta que desde dentro de aquel orden sus auto designados herederos se propusieron otra revolución, esta vez neoliberal, para globalizarnos y, en lo posible y prudente, democratizarnos. El resultado fue esta transición extraviada cuyo desenlace no puede ser, sin embargo, una restauración gloriosa.

Fox y Calderón, con la aquiescencia militante de sus partidos, han buscado una extensión, a su favor, del fin del régimen autoritario, más que su transformación. De aquí la futilidad de las alianzas contra la restauración y la necesidad de diferenciarlas por sus componentes y contenidos; de aquí también la necesidad de evadir simplificaciones sobre un corporativismo cuya capacidad de durar no lo hace garante de una restauración efectiva. En realidad, este corporativismo es portador de más corrosión y demolición de lealtades. Para llevar a la voz que quede del grito al alarido.