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Los 40 años del Paradiso mexicano
A

hora que han surgido más protagonistas apócrifos de los movimientos estudiantiles de 1968 y 1971 conviene recordar un hecho real: el 10 de junio de 1971, el día del halconazo, un grupo de estudiantes tenía abierto un libro que leían en voz alta a manera de protesta. Leía un capítulo en el que se describía una manifestación estudiantil: la que en La Habana dirigió Julio Antonio Mella contra el dictador cubano Gerardo Machado.

El libro que leían era Paradiso, de José Lezama Lima, que en 1970 había publicado la editorial Era. Paradiso había sido traducido por dos jóvenes y entusiastas escritores: Julio Cortázar y Carlos Monsiváis. Traducción que para Cintio Vitier fue un conjunto de erratas, aunque el propio Lezama calificara la edición mexicana de impecable. Como sea, esa edición fue la que Monsiváis y otros amigos leyeron durante las protestas estudiantiles en nuestro país.

Paradiso, a casi medio siglo de haber sido escrito, sigue siendo un libro deslumbrante. Un edificio verbal, como escribió Octavio Paz en una carta que dirigió al propio Lezama el 3 de abril de 1967, “de riqueza increíble; mejor dicho no un edificio sino un mundo de arquitecturas en continua metamorfosis y también un mundo de signos, rumores que se configuran en significaciones –archipiélagos del sentido que se hace y deshace– el mundo lento del vértigo que gira en torno a ese punto intocable” que es el corazón, el núcleo del idioma.

Según Severo Sarduy hay libros que suscitan admiración, complicidad, temor. Otros son más bien utilitarios, sirven para, por ejemplo, distribuir pensamientos. Otros más, bastante raros, fundan lo que podría llamarse una religión. A esta última clase corresponde Paradiso, libro sin concesiones al lector, hermético no por ausencia de palabras sino por su abundancia, por las imágenes y las reverberaciones que se multiplican casi de manera carnal en sus páginas y que exigen al lector verdadera atención porque para Lezama Lima sólo lo difícil es estimulante.

La metáfora para el poeta tiene tanta carnalidad y pulpa como eficacia filosófica. Por eso Paradiso es una novela y un poema, una autobiografía y un estímulo para que la imaginación del lector termine de construir ese caudal de imágenes que hacen de cada página el verbo encarnado.

Escribió Severo Sarduy de ese libro: “La verdad es que dentro de un movimiento silencioso y secreto, paralelo al de la revolución visible, Lezama lleva a cabo otra revolución, igualmente radical, un cuestionamiento o una elucidación de la imagen cubana igualmente intensa, pero al revés: en vez de ocultar el fondo español… Lezama lo pone en escena a través de la arrogancia”. Y quizá por ello, decía Sarduy, Paradiso no sólo estaba destinado a ser uno de los libros más importantes de los años 70 sino del siglo XX.

Julio Cortázar, uno de los más entusiastas lectores de Paradiso, decía que con esa obra Lezama Lima se situaba a una altura literaria similar a la de Jorge Luis Borges y Octavio Paz pero que por su dificultad instrumental y esencial no era así. Leer a Lezama, escribió el Cronopio mayor en 1966, es “una de las tareas más arduas y con frecuencia más irritantes que puedan darse.

La perseverancia que exigen escritores de fronteras como Raymond Rousell, Herman Broch o el maestro cubano es infrecuente incluso entre especialistas, y de allí de que en el club para colgar el blanco en lo más alto del árbol de nuestras tierras, le llevan a Lezama la ventaja de que son escritores meridianos, casi diría apolíneos desde el punto de vista del perfecto ajuste expresivo, del sistema coherente de su espíritu.

Paradiso es como el mar, dice Cortázar. O como un ciempiés que goza ante la encrucijada, dice el poeta.