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Francisco Torres Córdova
PERSONA(JE)
Yo también la veo. Su andar es sinuoso y distraído. Con sus pantalones anchos y su vieja gabardina, camina por las calles aparentemente sin rumbo, pero hace tiempo que sabe, con sosegada claridad, a dónde no quiere ir. De su cabello desordenado se desprende un aroma fresco, casi tangible, y es brillante, limpio, como sus ojos cuando los fija en ti, con una levísima sonrisa en los labios resecos. Entonces lo ves: su lúcida tristeza, su ira guardada. Tiene las uñas pintadas de morado y lleva en las manos un extraña quietud, que es más intensa cuando duerme y su cuerpo recuerda lo que sueña, lo que le duele. Su nombre es María Nefeli; es joven, pálida y bella. Su presencia es incierta, pues si le hablas nunca responde. Algo calla, sí, y sin embargo mueve los labios en un continuo susurro, acaso un grito que apenas retiene en el umbral del silencio: “He levantado la mano en contra de las negras montañas y los demonios de este mundo. He dicho al amor ‘por qué’ y lo he arrastrado en el suelo. Ocurrieron las guerras y volvieron a ocurrir y no quedó ni siquiera un andrajo para ocultarlo profundo en nuestras cosas y olvidarlo. ¿Quién escucha? ¿Quién escuchó? Jueces, popes, gendarmes, ¿cuál es su país? Un cuerpo me queda y lo doy. En él cultivan, los que saben, lo sagrado.” Y más adelante, en voz baja, como al oído, pero con letras grandes: “La ley que soy/ no me someterá.” (María Nefeli, Odysseas Elytis.)
Pienso también, y muy al azar, en el emperador Adriano cuando recuerda a Antínoo: “Su presencia era extraordinariamente silenciosa; me siguió en la vida como un animal o como un genio familiar. De un cachorro tenía la infinita capacidad para la alegría y la indolencia, así como el salvajismo y la confianza. [...] Sólo una vez he sido amo absoluto; y lo fui de un solo ser.” (Memorias de Adriano, Marguerite Yourcenar.) O un objeto que resulta un actor tácito, su dueño, bajo la inmensa tutela de Borges: “En un cajón del escritorio, entre borradores y cartas, interminablemente sueña el puñal su sencillo sueño de tigre.” (“El puñal.”) O sólo unas palabras que en la complejidad del personaje, Fuensanta, la delinean con sobrecogedora precisión, y a la vez, pues de eso también siempre se trata, ponen en evidencia a su creador: “Oh santa, oh amadísima, oh enferma.” (“En el reinado de la primavera”, Ramón López Velarde).
¿Cuál es, pues, la situación o el momento en un cuento o una novela, o el verso en un poema, que cristaliza, cohesiona y vincula de golpe a un personaje y entonces le da eso, aliento, y lo hace persona? Hay infinidad de ejemplos y todos son relativos, pues cada lector es diferente ante las claves del autor. Sin embargo, también es cierto que tarde o temprano el personaje se yergue pleno de una realidad recién delineada, en un momento preciso que la palabra, si es fina y certera, apuntala y proyecta. Al final, poco importa si se trata de un personaje real o ficticio: en la letra es ambas cosas. De lo que somos a lo que decimos ser, también nosotros.
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