Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 26 de septiembre de 2010 Num: 812

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Pedro Infante y el revolucionario romántico
MIRIAM JIMÉNEZ

Los dioses de Berlín Alexanderplatz
LOREL HERNÁNDEZ

La visita cariñosa de la Patria
ALEJANDRO ARTEAGA

La literatura del narcotráfico
ORLANDO ORTIZ

Los papeles del narco
JORGE MOCH

El Museo del Gordo y el Flaco
RICARDO BADA

Leer

Columnas:
Galería
ADRIANA DEL MORAL

Paso a Retirarme
ANA GARCÍA BERGUA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

La Jornada Virtual
NAIEF YEHYA

A Lápiz
ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR

Artes Visuales
GERMAINE GÓMEZ HARO

Cabezalcubo
JORGE MOCH


Directorio
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Jorge Moch
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Yo que quise ser roquero, chingado (I DE II)

Para Roberto, Jorge, Perico y Paolo,
y reverencia para usted, don Alonso

Vivo dos frustraciones de vocación. Una es no vivir del campo, cosa que debo agradecer porque hay que ver el estado del agro para colegir que sería bracero, trabajando en un Taco Bell, teniendo que sufrir lacerantes desprecios gringos. Pero extraño el olor de la tierra mojada cuando llueve, el oleaje de la milpa, el aroma de la leña en un fogón o el enérgico placer de una breve cabalgata. Otra frustración es no haber sido policía, cosa de mucho agradecer hoy porque seguramente estaría muerto o metido hasta el colodrillo en mierda, sin poderme ver al espejo e incapaz de hablar a un hijo de lo que vale no robar, no romperle la madre al prójimo desvalido o no poder mandar a la chingada a un psicópata porque es el jefe. Pero mi verdadera gran frustración en la vida, lo único que realmente me gustaría ser si no fuera aporreateclas, sería dedicarme a músico. Soy roquero –pero hasta el tuétano– de clóset. De vitrina, más bien. Allí está mi otro yo, en un universo paralelo cada que me siembro los audífonos y escucho tantos mundos como memoria tiene mi iPod o discos pude ir coleccionando con los años, dando rienda al cauce desbocado de la creatividad hecha atmósfera sinfónica, riff desgarrador, retumbo tropical de tambores como el dios de las tormentas. Yo prestidigitando requintos que vibren el plectro del alma ajena. Yo redoblando las baquetas hasta parecer que me brotaron los brazos de una Kali enloquecida de ritmo y no de ira. Yo retrepado al pedestal del micro, la voz en scordatura, la raza enardecida, los reflectores el sol en que acrisolan hombre, poesía y locura. Yo, perdido en ensoñaciones de frente a las bocinas, sentado en el sofá, a mis barrigones años y qué.

México no era para roqueros; “puro drogadicto rabioso”, decían. Pero mi primer lp me lo regalaron mi padre y un hermano suyo en Plaza Satélite: Bayou Country de Creedence Clearwater Revival. Lo escucho mientras escribo esto y recuerdo que mi madre detestaba los ásperos reclamos de Fogerty. Se acaba “Proud Mary” y el iTunes me regala, con su azaroso criterio de robot, “Outline… Sandcastle”, de Love’s Glove, de Mick Karn para seguirse con “Failed Escape” de la espléndida banda sonora de La Femme Nikita, del galo Eric Serra. Tengo ya un gusto más ecléctico y variado, que brinca de la música senegalesa o el fado portugués a las más estrambóticas exploraciones electrónicas (mientras no me parezcan bailables, o no demasiado). Porque yo fui roquero intolerante. De los que detestaban la música disco, a Village People y Michael Jackson, o las películas de John Travolta y no se diga los efebos de Menudo. De estoperoles en las muñecas y Alice Cooper para arriba. Iron Maiden, los Stones, The Who, Led Zep, Pink Floyd, Genesis y Yes, esas fueron las catedrales casi siempre inglesas del rock, los únicos verdaderos, respetables señores del insignificante feudo de mi adolescencia, acompañados por acólitos como Atlanta Ryhthm Section, Eagles, Camel o Kansas. Roquero malinchista, además: nunca me gustó Lora. Quizá algunas cosas de Popol-Vuh, pero básicamente me fui por el camino del metal pesado inglés. Con sus vergonzantes, ocultas excepciones, claro, porque allí Bread o Cat Stevens, y un par de discos del Elton John, uno de los cuales, A single man, contiene para mí, quizá sólo para mí, uno de los más exquisitos himnos a la melancolía: “Song for Guy”, aunque casi toda la posterior música del señor de los peluquines sepa a chicle.

En realidad siempre fui una mezcla de metalero-progre-punk. Oía a Jethro-Tull, pero también a Black Sabbath. ac/dc me sigue galvanizando. El día que llegué a casa con el pelo cortado como indio mohicano a mi padre se le arriscaron los bigotes del coraje. Andaba vestido de soldado muy a la The Clash y por un tiempo hasta usé polainas. Tuve, desde luego, mis bandas. Banditas. Banditititas en las que poníamos todos los tompiates del mundo para que nuestros hermanos y vecinos se rieran de nosotros en una kermés de escuela de monjas que, asustadas cuando la cosa se empezaba a poner agresiva con las voces guturales y las manos haciendo cuernos, nos cortaban la luz. Los compas de esos grupos eran muchas veces integrantes a escondidas: aspirar a roquero era vulgarizar el buen nombre, volverte naco, tirar de seguro hacia “las drogas” y terminar de teporocho a los veinte. Lente oscuro, mariguano seguro. En casa la cosa se volvió anatema. Por pleitos de familia y trifulcas de adolescente vendieron mi guitarra eléctrica y mi ampli, algo que fue muy difícil perdonar. Hasta hoy.

(Continuará)