Opinión
Ver día anteriorDomingo 12 de septiembre de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Mar de Historias

En propia mano

C

omo de costumbre en viernes, el elevador estaba repleto. Me agradó la perspectiva de bajar por la escalera, entre otras cosas porque así no tendría que encontrarme en el recibidor con la señora Alcalde. Estaba allí desde el lunes. Ya me había acostumbrado a verla con el rizado permanente recién hecho, sus vestidos de flores y el sobre entre las manos que durante toda la semana quiso entregarle al licenciado Oropeza.

I

El lunes, cuando la señora Alcalde me abordó para decírmelo, le pregunté si tenía cita con el director de la radiodifusora. Se desconcertó: ¿Es necesario? Le subrayé: Indispensable. Él tiene una agenda muy cargada. Se apresuró a salvar ese obstáculo: Sólo necesito verlo un minuto para entregarle este sobre. Es muy importante para mí.

A la estación de radio todo el tiempo llegan personas en busca de trabajo. Pensé que la señora Alcalde sería una más y me dispuse a explicarle lo que con dolor de corazón les repito a los solicitantes: Por el momento no hay plazas y se está recortando personal. La señora Alcalde se volvió altiva: Se equivoca. Con mi maquinita de coser tengo bastante ocupación.

Enterarme de que el sobre no contenía una solicitud de trabajo redobló mi interés: ¿Trae una petición de ayuda? La señora Alcalde empezó a divertirse con mi curiosidad: Es algo más personal. Lo escribí muy clarito pero sería mejor si pudiera explicarle algunas cosas al licenciado Oropeza. Si me oye me entenderá.

Me pareció cruel alimentar sus expectativas: No es seguro que el licenciado Oropeza venga hoy. Los lunes tiene sesión de consejo en el corporativo y llega aquí muy tarde. La señora Alcalde me presentó un nuevo frente de resistencia: Lo que me sobra es tiempo. Voy a esperarlo.

Por su tono y su actitud comprendí que la visitante estaba dispuesta a todo para lograr su meta, lástima que su ahínco fuera a resultar inútil. El licenciado Oropeza baja de su coche en el estacionamiento para ejecutivos y sube a su oficina por un elevador privado sin que nadie lo vea. No se lo aclaré a la señora Alcalde pero le hice una sugerencia: Le propongo algo: entrégueme el sobre. Se lo haré llegar al licenciado. Si el asunto le interesa, de seguro se comunicará con usted. La señora Alcalde me mostró el anverso del sobre. Bajo el término remitente vi su nombre, dirección y teléfono.

Creí que la había convencido de emplearme como mensajera. Alargué la mano para tomar el sobre pero la señora Alcalde retrocedió con una agilidad sorprendente: No, discúlpeme, tengo que dárselo en propia mano, pero de todos modos le agradezco su ofrecimiento. Dio media vuelta y fue a sentarse en el sillón frente a los elevadores.

II

En la radiodifusora entran y salen cientos de visitantes al día. Vienen a recoger premios y boletos, o a pedir autógrafos a los artistas que son entrevistados en los programas en vivo. Entonces el recibidor se llena de admiradores que, con el celular en la mano, luchan para tomarse una foto junto a sus ídolos.

La señora Alcalde no encajaba en ninguno de esos grupos. Su apariencia y el sobre entre las manos la ponían fuera de catálogo. Por lo mismo llamaba la atención de los policías que están en alerta permanente y revisan chamarras, bolsas, paquetes.

El lunes, cuando apareció por vez primera, el oficial Nepomuceno pidió a la señora Alcalde que le enseñara su bolsa de mano y el contenido del sobre. Acató la primera orden, la segunda sólo a medias: Es una carta. Si quiere se la muestro, pero no puede leerla. Becky, la recepcionista, lo oyó todo y después en los corredores no hablábamos de otra cosa.

Sentí curiosidad por la desconocida. Cuando bajé a la oficialía de partes para recoger correspondencia me desvié hacia la recepción. Frente al elevador estaba sentada la mujer del sobre. ¿Espera a alguien?, le dije. Se presentó y me habló de su objetivo. Después de todas mis explicaciones acerca de la imposibilidad de entrevistarse con el licenciado Oropeza creí que la haría desistir. Me equivoqué. El martes, el miércoles y el jueves volvió.

Sus reapariciones obedecían a una rutina. La señora Alcalde llegaba a las nueve de la mañana y se iba a las dos de la tarde. Según me dijo Becky, nada más se levantaba para ir al baño o depositar en el basurero la bolsa en que traía fruta y una botella de agua.

III

Al tercer día de verla montando guardia sentí lástima por ella y le hice plática. Le pregunté acerca de su vida. Enviudó hace ocho años. Vivía sola en un departamento de la colonia Guerrero. Tenía un hijo veterinario que radica en Sahuayo. Se sostenía gracias a las composturas que le encargaban sus vecinas. Su único descanso era el domingo. Iba a la iglesia por la música y la tranquilidad. Sus compañías perpetuas eran la Virgen de Guadalupe y el Santo Niño de Atocha. Se pasaba días sin hablar con nadie, pero escuchando siempre nuestra estación.

En otras breves conversaciones me reveló con naturalidad aspectos más íntimos: enfermedades, fobias, manías, esperanzas. Me lo reveló todo, excepto el contenido del sobre. Sin ánimo de faltarle al respeto, ayer le pregunté en broma si lo que desea entregar al licenciado Oropeza es una carta de amor. Sus mejillas se encendieron y la noté a punto de llorar.

Iba a disculparme por mi atrevimiento, pero la señora Alcalde me lo impidió: Estuvimos mucho tiempo juntos, diario, de siete a 11 de la noche. De pronto, hace ya tres semanas, dejé de oírlo. ¿Se imagina cómo me siento? Le pregunté a quién se refería. “A Fabián el de Las voces de la noche. El programa era muy bueno. ¿Por qué lo quitaron?” Fui clara: Por falta de anunciantes y además no tenía mucho público. Es cierto. Desde que Fabián se fue, salvo ocho correos exigiendo su reaparición, sólo hemos recibido opiniones favorables a Jeremy y su programa Tengo fe en mí.

La señora Alcalde no dio importancia a mis explicaciones y me preguntó cómo era Fabián. Cualquier cosa que le dijera iba a decepcionarla, así que invertí los términos: Mejor dígame, ¿cómo se lo imagina? Lo describió como un hombre alto, moreno, de cabello abundante, de carácter muy fuerte y al mismo tiempo muy dulce. No quise destruir esa imagen y me desvié hacia mi principal interés: el contenido del sobre.

La señora Alcalde suspiró, como si al fin reconociera su derrota frente a mi curiosidad: Es una carta. En ella le explico al licenciado Oropeza lo que significa para mí la voz de Fabián: mi única compañía, el motor de mi vida. Hay veces en que me despierto cansada, sin ánimo, sin ilusión; pero en cuanto pienso que voy a oírlo me levanto y me arreglo como si fuera a tener una cita con él. ¿Me entiende?

La señora Alcalde no esperó mi respuesta. Bajó la cabeza y acarició la carta: Me sentía muy identificada con Fabián. Llegué a pensar que él también lo estaba conmigo y que se dirigía a mí como si me conociera. Sus temas siempre eran los asuntos que me interesaban. Le sonreí. Ella entendió mi silencio y volvió a su sillón.

IV

Esta mañana me entretuve más de media hora en la oficialía de partes. Necesitaba volver a mi oficina rápido y decidí tomar el elevador. Imaginé una excusa por si me abordaba la señora Alcalde. Para mi sorpresa, no la encontré en su observatorio y le pregunté a Becky por ella: Llegó a la misma hora de siempre. Como el policía de turno es nuevo le ordenó que abriera el sobre. Ella se negó a obedecerlo. El poli pidió refuerzos por radio y la pobre mujer salió huyendo. Se lo reclamé al nuevo guardia. Me respondió que él sólo cumple órdenes. No discutí.

Al entrar en mi oficina encontré a quien menos esperaba: a Fabián: Me citaron en recursos humanos para que firme unos papeles. Aproveché para venir a saludarte. Me pareció muy abatido y adiviné la razón, por eso le di un consejo: El licenciado viene para acá. Espéralo. Pídele otra oportunidad. Fabián rechazó mi sugerencia: No tiene caso. Reconozco que mi programa no le interesaba a nadie. Años y años estuve hablando solo, como loco. Si al menos hubiera recibido una señal de interés, una sola llamada, haría lo que me pides.

Iba a contarle la historia de la señora Alcalde cuando apareció Becky. Estaba pálida: Un coche atropelló a la señora Alcalde en la avenida. Lo vi todo cuando regresaba del banco. Me acerqué a la señora Alcalde. Ella, antes de morir, me entregó el sobre. ¿Qué hacemos con él?

Hice lo que la señora Alcalde habría querido: ponerlo en manos de Fabián.