Opinión
Ver día anteriorMartes 24 de agosto de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Los informes
H

oy llegamos al cuarto Informe de gobierno de Felipe Calderón entre balas, impunidad, confusión ilimitada, enfrentamiento entre poderes del Estado y la dinámica de que este gobierno ya se acabó.

En un país como México, donde lo que sobran son diagnósticos y críticas, la clase política tiene que recurrir a foros y escenografías de diálogos, porque ya rompió los mecanismos institucionales.

A lo largo de las recientes décadas, fundamentalmente desde aquel tercer Informe de Gustavo Díaz Ordaz que respondió desde la tribuna del Congreso a las demandas del movimiento estudiantil en 1968, los informes presidenciales fueron cuestionados por su carácter litúrgico, imperial, cortesano, de aplausos abyectos, de culto y subordinación de los poderes Legislativo y Judicial al Ejecutivo.

Todos los poderes económicos, el sistema corporativo sindical y agrario del viejo régimen, cámaras empresariales, el Ejército, gobernadores y los medios de comunicación programados para adular, fueron sexenio tras sexenio, año con año, una maquinaria que aseguraba la continuidad infinita del régimen.

Para la oposición democrática, la demanda de reformas al sistema político, la respuesta era el desdén o la represión, dependiendo el tipo de presión que se ejerciera, ya sea mediante la prensa, en las calles, las huelgas, ocupación de tierras o las luchas guerrilleras surgidas de la represión cruenta y sistemática en muchas regiones del país, gobernadas por cacicazgos protegidos por el centralismo del poder presidencial.

Una demanda de reforma a los ritos era lograr un verdadero debate entre poderes y acabar, entre muchas otras cosas, con el presidencialismo como raíz de las formas despóticas y autoritarias de gobernar. El poder discrecional del presidente era la base de un poder oligárquico que se alimentaba de la corrupción y la discrecionalidad.

El presidente se convertía, de facto, en el gobernante de la capital mediante un regente, figura surgida del virreinato y designado por él. A su vez nombraba al presidente de su partido, el PRI, como a un ministro de su gabinete y, por tanto, protegía la estructura de control en los sindicatos, ejidos, instituciones y empresas descentralizadas. En las cámaras tenía mayoría absoluta para aprobar sus iniciativas y ninguna más que no pasara por su voluntad.

A partir de los resultados electorales de 1988, y pese a que oficialmente se determinó que entre Carlos Salinas y Cuauhtémoc Cárdenas había una diferencia de 17 por ciento, el ascenso de votos de la oposición acabó con los informes de aplausos. Surgieron desde el 1º de septiembre de 1988 las interpelaciones y, de ahí, los legisladores, surgidos del voto ciudadano, empezaron a empujar reformas. Una de ellas, fundamental, era la reforma del Estado y, por tanto, de la transformación hacia la democracia del sistema político mexicano.

Del último Informe de Miguel de la Madrid al tercero de Ernesto Zedillo, y en medio los de Carlos Salinas, cada 1º de septiembre era la oportunidad para poner en crisis el rito y cuestionar el contenido de los informes, interpelando o caricaturizando lo que ya era un formato decadente.

Felipe Calderón, al llegar su legitimidad impugnada y cuestionada, con sólo 35 por ciento de los votos y teniendo de oposición mayoritaria a lo que se consideraba la izquierda, en su primer Informe planteó abrir el debate en la misma ceremonia del Informe y de manera increíble, cuando se había logrado lo demandado por años, es rechazado con el argumento de no debatir con un ilegítimo.

Hoy, se exige que regrese el presidente en persona a dar su Informe al Congreso y no sólo entregándolo en forma escrita. El debate es falso, pues los que demandan su presencia, que fueron los mismos que lo corrieron, parecen más preocupados en la restauración del viejo régimen que el de avanzar a un régimen donde el Ejecutivo y el Legislativo puedan utilizar la separación de poderes para equilibrar y no para paralizar.

Bajo el actual sistema, cualquiera que llegue a la Presidencia estará paralizado. El 2012, discutiendo un personaje sin programas, sin ideologías, sin conceptos, seguirá atrasando la atención a los problemas nacionales y, por tanto, la acumulación.

Por eso, el debate sobre la asistencia o no del Ejecutivo a dar personalmente su Informe es falso, pues el regreso al viejo formato no resuelve nada y la ausencia presidencial hace que se continúe con la sordera, el autismo de los poderes, la falta de un debate constitucional y del estancamiento del país, cuando el mundo y la dinámica de los problemas internos se mueven y acumulan a gran velocidad.

Basado en esto, el Ejecutivo convoca a sus foros, que otros desairan, pues nada obliga, y ahora no hay sensatez para reconstruir el diálogo nacional desde lo programático, como deber de los partidos y la fuerza constitucional. La sordera es un instrumento para la negación y una justificación para construir fuerzas sobre la base del fracaso nacional, es una muestra de decadencia que nos orilla a una crisis mayor y sin salidas.