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La cámara lúcida de Barthes
y la consistencia de Calvino
Antonio Valle
A María Diego
CONMOCIÓN EN LA TIERRA Y EN EL ESPÍRITU DE LOS POETAS
De las Seis propuestas para el nuevo milenio, Italo Calvino dejó suspendida para siempre la final. Consistency y Bartleby fueron las únicas palabras que alcanzó a escribir el narrador. ¿Por qué, para crear un argumento en torno a la consistencia literaria, eligió al personaje de un escritor, héroe que, además de sufrir una tristeza incurable, se niega a escribir? Preferiría no hacerlo es la frase que inmortalizó al enigmático suicida creado por Melville. Sabemos que Calvino murió el 19 de septiembre de 1985, sabemos que ese día desaparecieron miles de personas por el latigazo telúrico que golpeó a Ciudad de México. En una dimensión no menos dantesca que “La caída de la casa de Usher”, se le podría vincular con otros derrumbes en cadena. Hay oscuras coincidencias en el tipo de melancolía que acabó con poetas como Edgar Allan Poe, Dylan Thomas, Fernando Pessoa y Paul Celan. A este último pertenecen los versos que le dedicó al objeto de su amor:
Madre, he
escrito cartas.
Madre, no llegó ninguna respuesta.
Además de construir poéticas verdaderamente consistentes, todos estos poderosos escritores tuvieron en común haber terminado con su vida de manera trágica.
MENTE LÚCIDA O CARTAS MUERTAS
En alguna parte de sus Seis propuestas Calvino afirma que Roland Barthes era un escritor en cuya mente cohabitaba el demonio de la exactitud con el de la sensibilidad, explicando que en su libro La cámara lúcida llegó a concebir una ciencia de lo único e irrepetible. Años después, en su Diario de duelo, Roland intenta –sin éxito– elaborar el terrible desafío que le significó la muerte de su madre. Ocasionalmente, en ese cuaderno también registra las tentativas de su proyecto literario Vita nuova. Pero la suerte está echada, el semiólogo es atropellado ¿absurdamente? frente a La Sorbona de París. Melanie Klein, psicoanalista a la que Roland Barthes conocía bien, dice que crear es reparar el objeto amado, destruido y perdido. En este sentido no es posible dejar de relacionar que la depresión de Bartleby se origina cuando trabajaba en una oficina de cartas muertas. En aquel lugar se archivaba la mensajería que no conseguía llegar a sus destinatarios. Es sorprendente que las palabras “postrero” y “posta” compartan la misma raíz etimológica. La primera hace referencia al más allá; mientras que la segunda se refiere a la estación, al confín, donde el servicio postal antiguamente sustituía a los caballos extenuados. Es insoportable imaginar que un tipo tan brillante como Barthes no lograra tomar por la brida a sus caballos –símbolos de la memoria por excelencia– para establecer contacto con el objeto perdido de su amor. Tanto la historia del semiólogo francés como la del personaje de Melville, dan cuenta de cómo la incapacidad para expresar lo indecible suele derivar en consistencias trágicas.
CONSISTENCIA MÍSTICO-ERÓTICA
Sin embargo, Italo Calvino, poseedor de un estilo vivo, al reflexionar sobre la consistencia, probablemente habría citado un conjunto de obras literarias amorosas. Tal vez hubiera mencionado a algunos escritores eróticos y místicos como Santa Teresa, Sor Juana, el Rey Salomón, Dante, Odysseas Elytis, Marguerite Yourcenar y Saint-John Perse. Quizá hubiera tocado algunas tradiciones eróticas de oriente, y hasta hubiera aludido a textos como El cuerpo de la obra, de Didier Anzieu, deleitándose con ideas de esta clase: El lector responde a la alegría del autor que ha mantenido una relación amorosa con lo que ha escrito. Es probable que también rindiera honores a libros como El placer del texto y Fragmentos de un discurso amoroso de Barthes, sin olvidar ese librito fundacional del análisis literario postmoderno llamado Crítica y verdad, que Roland publicó en 1963. Justamente en ese ensayo llama la atención una extraña idea de Rimbaud: Una obra significa –literalmente– y en todos los sentidos. El poeta había expresado esa frase tratando de explicarle a su madre los múltiples significados que tenía Una temporada en el infierno. A propósito de sentido y de significados múltiples en el lenguaje, es oportuno recordar algunas de las cualidades que en 1985 Italo planteó para el futuro; es decir, para el presente de las literaturas.
1. Levedad: Piensa en Guido Cavalcanti para definir algunas características: liviano, móvil, es un vector de información capaz de evocar imágenes nítidas y memorables.
2. Rapidez: Atribuye esta cualidad a las conexiones invisibles generadas por Hermes Mercurio.
3. Exactitud: Lenguaje que parte de las cosas y vuelve a nosotros cargado con todo lo humano que en las cosas hemos invertido.
4. Visibilidad: Imaginación que nos arrebata a un mundo interior arrancándonos del exterior.
5. Multiplicidad: La literatura extendiendo su inmensa red de relaciones.
6. Consistencia: Sólo Bartleby. ¿Sólo?
También es oportuno recordar que Calvino aprendió de Borges que todo presente se bifurca en dos futuros, de tal manera que forma una red infinita de tiempos convergentes y divergentes. Es en una de esas encrucijadas donde encuentro Una jornada en el otro tiempo, de Luis Tovar. Como descubrirá un lector atento, ese libro incluye varias de las características que Calvino menciona en sus famosos memorándums.
DONDE HAMLET Y ARJUNA APARECEN CON OTROS HÉROES Y ANTAGONISTAS
Para fluir con ese libro usaré una técnica fotográfica como la que Barthes propone en La cámara lúcida. Comienzo por un mensaje de texto que el autor me enviara. En el celular leo los nombres de Hamlet y Arjuna. Puede que esa sea la clave para saber, como dice Luis, “de qué va” Una jornada en el otro tiempo. Por lo pronto la primera imagen dice: “como quien tiene en las manos la foto de uno mismo sosteniendo en las manos…” Esa multiplicación de sí mismo es lo que seguramente le provoca al autor un poco de “horror”. Tal vez por eso, para disminuir ese síntoma, él camine “con las pupilas hacia dentro”.¿Será una analogía del tercer momento dramático de Edipo, cuando, ya ciego, intentando conocerse a fondo, examina en su interior para descubrir de dónde viene, quién es y hacia dónde se dirige? Este tipo de cosas sólo pueden sucederle a personas como Sófocles, Marcel Proust o a nuestro autor, que gracias a su “olfato atávico” percibe los aromas con los que nos invita a una travesía por la insondable casa de su mente. Una situación inesperada provoca que cuestione el principio de realidad que establecí en una lejana infancia. Si no, ¿cómo explicar que el autor y yo coincidiéramos en un restaurante del desierto con un animado grupo de fantasmas? Por fortuna conservé ese instante en una fotografía digital. En un primer plano, sobre la cubierta del librito Los muertos de Joyce, vemos sonreír al espectro de un pianista. A la izquierda una mesera, que parece hermana siamesa de Linda Blair, toma nota de lo que pedimos. Todo es supervisado por un capitán muy elegante como el que aparece en la película El resplandor. Cuando nos traen los postres y el café, se acerca el capitán para confiarnos que desde hace siglos, en los alrededores de esa antigua posta, han regado costillares y cráneos de navajos y apaches con todo y ponis. Por eso, explica Luis, “las personas que me rodean. No me rodean.” Es en el más acá –no en la posta del más allá donde se velan y revelan los fantasmas de una ironía postmoderna– donde son “las cosas simples las que cuentan.” En efecto, todo mundo sabe que se ha escrito gran literatura a partir de algunos tragos de té, de Jack Daniels o café. Tal vez por eso el escritor diga que anda “como ebrio por culpa de un sueño que no se ha bebido.” Sin duda en las aguas del inconsciente se encuentra el mejor antídoto para enfrentar al mundo real, que, como dice el gran escritor Ismail Kadaré, dispone de “sus propias armas contra el arte: la censura, las doctrinas y las cárceles”, y que por supuesto “entre estos dos mundos, el de la vida y el de el arte, habrá conflicto”. Sin embargo, para alivio de lectores hipersensibles, Kadaré también explica que el arte cuenta con sus propias armas. El conjunto de lámparas, regaderas, cigarros, ratones, corchos, gestos, aromas, sillones y atardeceres es de lo que se integra la formidable artillería literaria de Una jornada... Entre las palabras y las cosas que aparecen en el libro percibo algunas fulguraciones del concepto Agalma. Ese vocablo, originado en la poesía épica griega, ha sido empleado para explicar misteriosas arborescencias que emanan de ciertos objetos altamente simbólicos. Louis Gernet las define como “substancias preciosas y brillantes… entidades de intercambio y transmisión.” Esos emisores me recuerdan los horizontes de tirol que Luis miraba intensamente hasta que dichas dunas aéreas, blancas e inversas, eran convertidasen relatos.
Italo Calvino. Foto: Jerry Bauer/ Seuil |
Mientras avanzo en la lectura pienso que mi regreso al mundo real es inminente. Sin embargo, sé que sobreviviré toda vez que he asimilado frases como “pensar me duele”, lo cual me recuerda que a veces invento algunas redes semánticas que se mueven a su antojo por mi mente, haciéndome rabiar. Empero, también logro imaginar a Arjuna trajinando en el mítico campo de Kuruksetra, palabra sánscrita que define el campo de batalla –o tierra de liberación– donde se discierne “lo falso de lo verdadero.” Cuando el autor habla de “batallas interiores”, o de espejos que tienen “algo de brujería”, me parece que se refiere a estadios mentales parecidos al campo hindú.
En su libro Lo neutro, el inagotable Roland Barthes, dice que Hamlet se vincula con lo indefinido, y que cualquier inflexión que esquive o desbarate su estructura paradigmática, apuntará a la suspensión de su conflicto. Hamlet se establece en lo neutro como Bartleby en su negativa para escribir. Ambos son extraordinariamente consistentes en su apuesta existencial que literalmente los conduce a la muerte.
Después de horas luz encuentro en mi teléfono un mensaje con una cita de Rayuela. Julio Cortázar, con la voz de Arjuna, hace esta pregunta: “¿Nos vengamos, Hamlet, o tranquilamente Chippendale y zapatillas y un buen fuego?”Con esta ironía, Cortázar espolea a un desdichado Hamlet que en el gran teatro de la vida dice: “Uno puede sonreír y sonreír, y ser un villano.” En su libro Atrapa el pez dorado, David Lynch apunta esta cita del Ramayana: “Detrás de todo se esconde una verdad oculta. Encuéntrala y vencerás.” David Lynch y Arjuna parecen tener el secreto para descubrir y contemplar la realidad última.
COMPÁS Y TRANSPORTADOR PARA COGER A THE NIGHTMARE
Al terminar la lectura, un breve descenso estético hace que desee volver a Una jornada en el otro tiempo. Antes de dormirme regreso a la primera línea. “Salir un instante de uno mismo para ver desde fuera lo que hay.” El aire vibra como si pasara una estampida imaginaria de Caballos sin nombre. Por efecto de esa rotación, unos belfos pintados por Rodolfo Nieto resoplan en mi nuca. ¿Prosperaría la máscara, como la del héroe fatal de Dinamarca? ¿En qué reencarnación obtendría la paz mental del arquero templado por el yoga? ¿Manejaría algún día mis emociones como Krishna comanda a sus caballos blancos? Mientras se corona el sol negro del sueño y la poesía, recordé que Goethe, al contemplar a unas hilanderas, soñó despierto con el punto de cierre de una manta prodigiosa. Emocionado por esas maravillas soñé con Oaxaca, que, aseguran, es la más sensual de las Ciudades invisibles. Admiraba el vértigo de una recámara revuelta cuando, sobre un buró, encontré la cubierta de Las mil y una noches. ¿O eran siete nada más? Sólo Dios, acaso Borges –que entraba con La yegua de la noche– conocía el sueño furtivo que latía en el ensayo de La cámara lúcida de Barthes. Para coger a esa incubus, tan oscura como lujosa, agucé el oído. Entonces escuché el anagrama, el compás solar que brotaba desde la otra orilla del tiempo.
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