Opinión
Ver día anteriorMartes 8 de junio de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Crisis, símbolo nacional
L

a crisis no es en México un fenómeno determinado, un error, una coyuntura o un accidente, sino una identidad inherente al ser nacional.

A lo largo de 34 años, de ser un concepto negativo pero recurrente, se convirtió en un estado permanente que se extiende de la economía a la política; de lo global a lo nacional; de lo ético a lo práctico; del error a la justificación. Todo sacrificio, cualquier avance, todo optimismo, convocatoria, es devorado por las fauces de la crisis eterna.

No hay crisis en el mundo que no se refugie en México; somos el ombligo de las crisis, patria de la justificación y el desencanto. Aquí todos los efectos y las quiebras nos vienen en oleadas y sólo falta que nuestros legisladores den a la crisis rango constitucional.

Antes de 1976, el análisis marxista sobre la economía mexicana planteaba que por encima del triunfalismo llamado milagro mexicano o desa-rrollo estabilizador repuntaba una crisis de gran envergadura, a consecuencia de vivir bajo un esquema de subdesarrollo dependiente, crónico y endémico. En aquellos años, particularmente de 1968 a 1976, estaba prohibido, censurado, anatematizado hablar de crisis. El régimen a los síntomas de la crisis que venía les llamaba atonía, pues no podía conceder que en el lenguaje la palabra crisis existiera.

Desde aquella devaluación de agosto de 1976 no hubo una generación de mexicanos que no naciera bajo el peso emblemático de la crisis. Bajo ella se pasó del estatismo a las privatizaciones; del desarrollo estabilizador al peso de la deuda; de la sustitución de importaciones a los pactos secretos con el Fondo Monetario Internacional (FMI) en febrero de 1977 que a cambio de préstamos intervino el manejo de la política económica y engendró los planes de austeridad que ya para 2000 hasta los gobernantes del Partido de la Revolución Democrática reivindicaban como austeridad republicana, plegándose al espíritu del Consenso de Washington.

De la crisis económica iniciada a mediados de los años setenta pasamos al llamado a administrar la abundancia hecho por José López Portillo, o al de Carlos Salinas de avisarle a nuestros hijos que ya habíamos salido de la crisis. Cada inicio de sexenio el país se destruía y construía ajustando cuentas con el anterior, hasta la disputa abierta entre Carlos Salinas y Ernesto Zedillo en 1994 y 1995 por los errores de diciembre, cuando terminaron de violarse las reglas no escritas de las sucesiones presidenciales.

Gracias a las crisis se justificó la privatización de cientos de empresas estatales. Una nueva oligarquía se forjó en el cuerpo de la crisis crónica. Los viejos oligarcas se indignaron, pero luego fueron recompensados, y en medio de la crisis se les aseguró una parte del país para ellos.

Entre transformaciones de estatismo a monopolios la pobreza creció, no sólo en número, sino en condición. De la marginalidad se construyó el clientelismo político y hasta el partido que venía de la forja de los movimientos de izquierda se puso a la vanguardia en la construcción del nuevo sistema de control de masas y de dominación.

Desde el gobierno de William Clinton, a manera de concesión a sus aliados, se pidió relajar la disciplina del FMI y permitir que para compensar los efectos de las medidas que a ellos les había permitido el superávit de 1996, sus aliados en América Latina pudieran hacer uso del presupuesto para suavizar y atender la pobreza generada por sus políticas.

De esa manera surgió el uso de los programas sociales no para combatir las causas de la pobreza, sino para paliarla con ayudas a los sectores más vulnerables, por medio de despensas, becas, apoyos en especie para las personas de la tercera edad, discapacitados y madres solteras.

Como efecto de la crisis, nace ahí, de la entraña del viejo corporativismo y el clientelismo priísta, una partidocracia conformada por electores subordinados a los programas sociales oficiales de cada gobierno.

A 34 años de vivir en crisis estructural, por querer gastar lo que es concentrado y monopolizado, tenemos al hombre más rico del mundo, surgido de un país cuya identidad es la crisis. El desequilibrio permanente se ha extendido a todos los ámbitos: a la cultura, la seguridad, la política, la cohesión social, la salud, la educación, la alimentación. La violencia ya se extiende a la política, y la justicia vive su más severa crisis de credibilidad.

En este país la crisis es la forma natural de vida y todos los esfuerzos por superarla han fracasado. Será resultado de ella el regreso y la restauración del viejo régimen y, ante la falta de realidad política o consecuencia, ningún discurso nos salva. En este país nadie gana, ni los que siempre ganan, porque la convocatoria es seguir en la misma crisis de siempre u ofrecernos un aparato de televisión si ganamos lo imposible.

¿Cómo salir del ciclo de la crisis perpetua? Hay quienes proponen claramente incubar el huevo de la serpiente. La otra opción es aplicar la crítica a la crisis de la izquierda; a lo que se consideran las alternativas, que se alimentaron y beneficiaron con las migajas de la crisis crónica.