Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 14 de marzo de 2010 Num: 784

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Ojos
RICARDO GUZMÁN WOLFFER

Nota ilegal
ARIS ALEXANDROU

El secreto de su cine
CARLOS ALFIERI entrevista con JUAN JOSÉ CAMPANELLA

Dos poemas
NATALIA LUNA

Mil 200 noodles: la deportación de niños no judíos de Israel
ROLANDO GÓMEZ

Reconstrucción
GASPAR AGUILERA DÍAZ

El Manifiesto comunista y el papel de la izquierda
MACIEK WISNIEWSKI

Al pie de la letra
ERNESTO DE LA PEÑA

Leer

Columnas:
Prosa-ismos
JAVIER SICILIA

Paso a Retirarme
ANA GARCÍA BERGUA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

La Jornada Virtual
NAIEF YEHYA

A Lápiz
ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR

Artes Visuales
GERMAINE GÓMEZ HARO

Cabezalcubo
JORGE MOCH


Directorio
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ACTUAR Y CONTEMPLAR

RAÚL OLVERA MIJARES


Aprendiendo a vivir y otras crónicas,
Clarice Lispector,
Siruela,
España, 2009.

Crónica y relato son en apariencia géneros dispares e incluso encontrados. La crónica cae de lleno en el terreno banal y efímero del periodismo o, más antiguamente, la historia en su acepción general o bien la mera anécdota referida de una manera desordenada, políticamente tendenciosa y reacia al estilo, mientras que el relato, en el sentido moderno al menos, pertenece por título legítimo a la provincia de las bellas letras y supone una narración graduada, cuidadosa, hasta con una especie de cadencia musical. Desde un punto de vista más amplio, menos apasionado, crónica y relato son sólo dos caras de la misma moneda, formas narrativas más o menos abiertas en cuanto a extensión, formato determinado y carácter, con la salvedad de que una se refiere a sucesos reales, sujetos a eventual comprobación, en tanto que la otra narra acontecimientos ficticios, fruto de la libre asociación de ideas y la fantasía forjada según las reglas del arte de contar. Rara vez crónica y relato alcanzan en un individuo, que cultive ambos géneros, el mismo grado de perfección y maestría.

En Aprendiendo a vivir se presenta una selección de las crónicas reunidas que la escritora brasileña Clarice Lispector publicara en el Jornal do Brasil entre 1967 y 1973. Ya desde el título, Aprendendo a viver, en el original portugués, la Lispector propone al lector un camino de vida, el que la propia escritura ha seguido para explicarse su pasado, su presente y lo que podría esperar en el mañana una mujer más empeñada en alcanzar cierta claridad acerca de sí misma, por medio de la escritura, que hacerse célebre a punta de sus habilidades con la pluma. La distinción parece de entrada demasiado fútil, pero marca el abismo entre la mera impostación, oportunista e interesada, y un ideal de vida, abrazado de una manera casi inevitable y fatídica.

Con una simplicidad que al principio causa no poco desconcierto, Clarice desnuda su alma delante del lector, narrando sus vivencias de niña, cuando iba a la playa en compañía de su padre, abordando el tranvía, metiéndose en una cabina para cambiarse, entrando en el agua tibia y luego, de vuelta en casa, con el cabello todavía húmedo y la sal sobre la piel, que su padre recomendaba dejar por un buen rato, pues era buena para la salud. En otro fragmento puede verse a esa Clarice de niña, sedienta de libros y con una compañera de clase cuyo padre era propietario de una librería, la cual le prometía traerle volúmenes infantiles sin jamás entregárselos. Cuando la madre de la niña descubre la burla de su hija y el tormento chino al que ha sometido a la otra niña, termina obsequiándole el libro. El descubrimiento posterior de una obra como Der Steppenwolf, durante la adolescencia, habrá de dejar su marca. Toda forma de narración existencial, aquella que se presenta como paradigma alterno de vida, la del antihéroe moderno, casi réprobo o reaccionario, va a incidir en la sensibilidad y las estructuras mentales de la futura autora.


LA OBLIGACIÓN DEL CANTO

GUILLERMO VEGA ZARAGOZA


Piso de tierra,
Ricardo Yáñez,
Taller Editorial La Casa del Mago,
México, 2009.

Cuando uno revisa buena parte de las pocas novedades poéticas que aparecen en las librerías mexicanas, se encuentra con una constante: la notable tendencia al prosaísmo en sus variadas acepciones: falta de armonía o entonación, llaneza excesiva, insulsez, trivialidad, vulgaridad. Pareciera que algunos poetas, sobre todo los más bisoños, quisieran ser cualquier otra cosa (cuentistas, novelistas o ensayistas) en lugar de poetas, como si el amplio territorio poético les fuera insuficiente para sus desaforadas aspiraciones y fantasías.

Está bien: el trabajo poético tiene que ser un campo de exploración, de búsqueda, de ampliación y ruptura de sus propios límites. Sin embargo, muchos poetas parecen estar olvidando lo esencial: la poesía –antes que idea, forma o imagen– es, sobre todo, canto. Si la poesía pierde su vocación para cantar se está convirtiendo en otra cosa, y deja de ser poesía. Y no se trata únicamente del dominio de los consabidos elementos de composición (rima, métrica, ritmo, figuras retóricas) sino, fundamentalmente, de la integración del componente musical, en el que incluso juegan un papel fundamental las pausas y los silencios. “¡La música ante todo, siempre música!” fue el dictum de Verlaine que parece haber pasado al olvido.

Por ello, entre tanta estridencia, resulta refrescante la lectura de Piso de tierra, de Ricardo Yánez (Guadalajara, Jalisco, 1948), con el que precisamente devuelve a sus raíces, a sus orígenes, el ejercicio poético, a través de versos que destacan por su musicalidad, por el logrado esfuerzo de conjugar forma y fondo, idea y música, oído y corazón.

En una de sus cotidianas Isocronías en este diario, Yáñez se pregunta y nos pregunta: “¿Es posible ensordecer a la poesía aun dedicándose (y aquí intentamos rebasar lo escrito) a la poesía?” A lo largo de su ya copiosa producción (Divertimiento, Escritura sumaria, Lo que digo, Dejar de ser, Antes del habla, Si la llama, Estrella oída, Novedad en la sombra, Puntuación y Vado) y en sus reflexiones sobre el quehacer poético, Yáñez ha logrado devolverle el oído a la poesía, y en esta obra lo hace una vez más, con versos sencillos, a veces apacibles y otras apasionados, con alegría por el vivir y melancolía por lo pretérito, con asombro –incluso ingenuo, pero no por ello menos sabio– por las cosas cotidianas del mundo y la naturaleza.

Son setenta y cuatro poemas ilustrados con viñetas de Carlos Pellicer que, de la mano del epígrafe de Nikos Kazantzakis, nos recuerdan que hay que cantar para no perder nuestro camino “al otro mundo”, aquel al que tenemos acceso a través de la poesía; como el “Soplo”, que inaugura la colección: “El que no sepa cantar/ no por eso ha de callar,/ cante./ Cante y aprenda/ de quienes saben./ Y de su propia naturaleza.”

Si para Antonio Machado la poesía es “palabra en el tiempo”, resulta lógico que su vehículo sea la música, que es el arte temporal por excelencia. La paradoja es que la poesía ha dejado de cantarse y se ha constreñido al papel, al texto, que es fundamentalmente palabra escrita. Al ser palabra en el tiempo, la poesía trasciende las edades a través de la memoria. Cada vez que la poesía canta, se recuerda, se revive, se trae al presente, el instante que el poeta pudo atrapar en la música de las palabras. Esa es la causa y no otra de las diferentes formas poéticas, recursos nemotécnicos para que la palabra logre transitar de generación en generación.

No obstante, con la masificación del acceso al signo escrito, el combate entre el clasicismo y la vanguardia depravó la razón de ser de la poesía, convirtiéndola en juego erudito de salón –la forma por la forma–, por lo que, en el camino, el arte poético terminó extraviando la música.

Por ello se hace cada vez más urgente devolverle el canto a la poesía y, para lograrlo, Ricardo Yáñez –tallerista y crítico, Premio Jalisco de Letras 2007– echa mano de un variado repertorio de recursos y herramientas, de las formas libres y de la composición clásica, en las que predominan las coplas y las décimas.

Sin embargo, no se malinterprete: no se trata de regresar a la declamación o a la engolada oratoria, sino todo lo contrario: de devolverle a la poesía la naturalidad y originalidad, en sus acepciones precisas. Lo natural como lo que le pertenece a cada cosa, lo que se opone a lo artificial y rebuscado. Exactamente como un “piso de tierra” que nos permite mantener el contacto directo con lo esencial, con la raíz del hombre, y cantar lo simple y lo complejo, lo efímero y lo eterno, como lo advierte Yáñez en uno de los poemas incluidos: “Todo pasa y todo queda/ pero lo nuestro es pasar/ por el amor que es placer/ pero también es pesar”.


LOS LABERINTOS DE LA IMAGINACIÓN

LEO MENDOZA


Los puentes de Königsberg,
David Toscana,
Alfaguara,
México, 2009.

Transfiguración es, quizá, la única palabra que define en su totalidad la obra más reciente de David Toscana quien, como muy pocos escritores mexicanos, es capaz de tomar a una ciudad y a un montón de personajes fracasados y desilusionados, y transformarlos con la imaginación; hacerlos vivir, literalmente, otra vida. Es por ello que pueden recrear una tragedia o convertir a Monterrey en una ciudad de la Prusia oriental asediada por las tropas soviéticas, en el principio del fin de la segunda guerra mundial.

Eso es lo que ocurre en la novela: Toscana superpone diversos planos (reales, imaginarios o geográficos) y establece puntos de contacto entre Königsberg (nombre que puede traducirse como monte real) y la ciudad norteña. Ahí, en dichos vértices, inician o concluyen algunos de los caminos por los que el lector de la novela debe transitar.

Para eso el autor ha dibujado una galería fascinante de personajes iluminados: Gortari, el narrador niño, obsesionado por su maestra Andrea, quien reta al pequeño con el famoso problema de los siete puentes de Königsberg, está a su vez obsesionada por la guerra y a pura fuerza de voluntad (como el famoso caballero de Calvino) encuentra en las iglesias y en los puentes de Monterrey los monumentos arquitectónicos de la lejana y aislada ciudad prusiana. Gortari se convierte en cómplice de su locura y ambos, junto con otros personajes, abrazan aquella realidad por la que han optado voluntariamente.

Su suerte la comparten un puñado de parroquianos del Lontananza, que han hecho de un agujero para colocar el drenaje una trinchera desde la que combaten a la siempre molesta realidad: Floro, el actor fracasado capaz de transformar la más nimia escena y hacer fracasar cualquier obra; Blasco y el enigmático Polaco, campeón de box y chofer del autobús donde se realiza la ceremonia expiatoria de la desaparición de seis niñas de un colego católico.

Un elemento más de un mundo desaparecido, pero aún presente, es la figura de la pesquisa, mensaje en un periódico que interroga sobre el posible paradero de alguna persona desaparecida. Aunada a la pesquisa se encuentra la historia de seis adolescentes perdidas en el transcurso de una excursión, escogidas por sus captores que también rechazaron a ocho de ellas. La hermana mayor de Gortari es una de las víctimas de este misterioso secuestro.

Gracias a su capacidad para la transfiguración, los personajes de Toscana logran trascender el mundo que habitan. Algunos se convierten en defensores de la ciudad sitiada y las adolescentes escolares encarnan en seis botellas que, finalmente, lograrán que sus madres realicen un rito de paso, un voraz y desesperado ajuste de cuentas alcohólico que les permita volver al mundo cotidiano.

La novela de Toscana describe personajes que constantemente se enmascaran para ocultarse, huir o trascender su realidad. No es casual que buena parte de sus acciones nos remita a una suerte de teatro primitivo que nos presenta brutalmente, de frente, el rostro de la locura. Es por ello que los lectores comodinos pueden tropezar fácilmente en la lectura, ya que para salir bien librado de estas páginas, que por momentos toman la forma de un laberinto, es necesario aceptar la propuesta del autor.