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Oscar Wilde en París
 
Periódico La Jornada
Lunes 8 de marzo de 2010, p. a12

Oscar Wilde (Dublín, 1854-París, 1900) y sus encuentros en la capital francesa con figuras de la talla de Victor Hugo, Edgar Degas, Paul Verlaine, Sthéphane Mallarmé o Paul Valéry, así como sus andanzas por salones y cafés, seduciendo a propios y extraños con su brillante conversación, son descritos en las páginas de un libro que se antoja ya entrañable. Se trata de una biografía realizada por el neoyorquino Herbert Lottman, que esta semana comienza a circular en librerías en México. Con autorización de Tusquets presentamos un adelanto de esta obra que revela los pasos de Wilde en Francia, su refugio cuando fue acusado en Inglaterra de delito contra las costumbres.

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La Mancha fácil

El viajero actual, que puede escoger entre el avión y el túnel para desplazarse entre Francia y el Reino Unido, se preguntará sin duda cómo se hacía en la época de los viajes por vía marítima. En realidad, parecían salir fácilmente del paso. Los ingleses, irlandeses y escoceses, por su parte, no dudaban en tomar un tren que los trasladaba a la costa antes de efectuar la travesía. En la época de Oscar Wilde, como en la actualidad, existían horarios de trenes y ferris, así como cierto número de itinerarios (cuyas tarifas variaban según el tiempo y la distancia).

Gracias a los archiveros de los ferrocarriles franceses, pueden consultarse los horarios de la época de Oscar Wilde, y comparar los precios. Y al punto se comprende por qué un estudiante, un joven que comenzase la carrera o unos recién casados podían optar por el trayecto Newhaven-Dieppe (saliendo de Londres por la estación Victoria o la de London Bridge, para llegar a la estación Saint-Lazare). En 1880, el precio de un viaje de ida por ese trayecto, que era el más económico, era de 41,25 francos en primera, y de 30 francos en segunda. Pero el viaje duraba más de catorce horas, la mitad del cual se realizaba por mar.

Un nuevo servicio rápido por Dover y Calais, que actualmente podría calificarse de servicio de gran velocidad, acercaba considerablemente ambas capitales: 9 horas y 55 minutos en dirección norte-sur, y 9 horas y 35 minutos en sentido inverso, de los cuales tan sólo una hora y tres cuartos por mar. El billete de primera de ese trayecto de lujo costaba 75 francos, y el de segunda 56,25 francos. Más rápido aún, el trayecto Folkestone-Boulogne reducía el viaje a nueve horas y quince minutos, en el que la travesía del canal de La Mancha duraba apenas dos horas, y ello por un precio ligeramente menor: 70 francos y 52,50 francos el billete sencillo. Por otra parte, podía optarse por un horario nocturno en los trayectos Dover-Calais y Folkestone-Boulogne, abonando una tarifa reducida.

Siguiendo a Wilde en sus peregrinaciones, no nos sorprende por tanto que hable (o escriba) tan poco de los medios de viajar a Francia; eran demasiado evidentes, y prácticos. Lo más importante eran sus actividades en Francia. En 1875, por ejemplo, un año después de su primera visita a París, acompañado de su madre y de su hermano mayor, regresó al continente a fin de explorar Italia y sus tesoros, acompañado de uno de sus profesores en el Trinity College de Dublín y de un joven compañero irlandés; su periplo concluyó en París, donde tuvo que esperar a que su madre le enviase un billete de cinco libras para pagar la travesía de vuelta. Dos años después, París sería la primera etapa de un gran viaje por Italia y por Grecia. El último de sus viajes de estudiante y, cuando menos en apariencia, de joven gentleman ocioso, lo llevó al valle del Loira y sus viñedos en 1880, y a continuación a París para divertirse.

Trabajaba ya organizadamente, y en distintos cauces a un tiempo, ofreciendo su talento como traductor, solicitando una beca de estudios, publicando breves críticas en la prensa y escribiendo poesía, que intentaba publicar. En 1880, terminó una obra de teatro que transcurría en los ambientes nihilistas de la Rusia zarista. No llegó a representarse en Londres. Con todo, se había convertido de la noche a la mañana en una personalidad, o cuando menos en un personaje, a quien caricaturizaban en la prensa como un esteta, incluso cabría decir como el esteta. Su personalidad constituía su mayor baza. Buena muestra de ello es lo que al parecer contestó a los aduaneros al desembarcar en Nueva York, el 2 de enero de 1882, para dar una gira de conferencias de un año a través de Estados Unidos: Lo único que puedo declarar es mi genio.

Al término de un fatigoso año de viajes y disertaciones, y la tentativa –parcialmente lograda– de adoctrinar a su público estadunidense con sus teorías sobre el arte, el esteticismo, y con cosas más prácticas, como el diseño y la decoración, tomó el barco rumbo a Inglaterra después de Navidad, con los bolsillos llenos de dólares. Pero no bien deshizo el equipaje hubo de volver a hacerlo, en enero de 1883, a fin de realizar su primer viaje a París ya como una celebridad.

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Allí había de pasar tres meses para ver y para ser visto, por supuesto, pero se había fijado un objetivo, como cada vez que emprendía un viaje largo al extranjero. Su primera obra teatral, Vera, subtitulada Los nihilistas, con su trama política y su trasfondo ruso, estaba abocada al fracaso (una semana en cartel en Nueva York, y ni siquiera representada en Londres). La obra que estaba escribiendo, provisionalmente titulada La duquesa de Padua, era también una obra seria. Cuando por fin la terminó (con el nuevo título de Guido Ferranti), se representó muy brevemente en Nueva York, y no llegó a representarse en Londres. Lo de Wilde era a todas luces otra cosa, y esa otra cosa era la comedia.

Gracias a su gira americana, disponía de fondos. En París se alojó al principio en el hotel que, según la guía Baedeker, era el más grandioso de los grandes hoteles, el Continental, situado en la Rue de Castiglione. Al poco, comoquiera que el presupuesto de su viaje requería cierta previsión, cruzó el Sena para instalarse en el hotel Voltaire (en el muelle del mismo nombre), residencia favorita de los literatos según otra guía (Paris-Diamant).

Unos días antes, durante una cena celebrada en honor de Wilde por un amigo común, conoció a un joven inglés residente en París, Robert Sherard, quien, al surgir el tema de los tesoros expuestos en el Louvre, osó confesar que nunca había puesto allí los pies: Cuando se menciona ese nombre, lo asocio siempre con los Grandes Almacenes del Louvre, donde encuentro las corbatas más baratas de París. Divertido por la temeridad de Sherard, Wilde lo invitó a cenar al día siguiente. Al entrar en la suite de Wilde en la segunda planta del hotel Voltaire –por aquel entonces uno de los lugares más deliciosos de París–, Sherard admiró la vista sobre el Sena y el Louvre, enfrente mismo, y no pudo por menos de comentar la belleza del lugar.

–Bueno –contestó Wilde–, no tiene la menor importancia; sólo la tiene para el hotelero, que, por supuesto, lo incluye en la cuenta. Un gentleman no mira nunca por la ventana.

Era el tipo de declaración escandalosa que Oscar Wilde gustaba de espetar ante sus interlocutores. Esas frases eran registradas y anotadas, y suministraron materia para varios libritos; el propio Wilde utilizó buen número de ellas en sus narraciones y novelas.

Sherard tuvo ocasión de observar que Wilde trabajaba en su mesa vestido con una túnica blanca similar al hábito con capucha que se enfundaba Balzac cuando escribía. Tenía asimismo un bastón de marfil incrustado de turquesas, otra imitación de Balzac. Manifiestamente, esperaba seguir también los hábitos de trabajo del novelista francés. Ambos jóvenes simpatizaron. Wilde quería que Sherard lo llamara Oscar, pero la reserva anglosajona de Sherard se rebelaba contra esa efusividad céltica, y hubo de pasar cierto tiempo antes de que se decidiera a llamar a aquel hombre mayor que él (Wilde tenía veintinueve años, y él veintiuno) por su nombre de pila.

Comoquiera que el viejo era el anfitrión, pidió a Sherard que se pusiese elegante para cenar, pues iban al Foyot, el restaurante superelegante de la Rue de Tournon, y una de las mejores mesas de la Rive Gauche.

A continuación deambularon por las calles de París declamando versos de Gérard de Nerval y de Baudelaire. Sherard vio que Wilde se despachaba una copa de absenta, pero observó que no consumía hachís.

Al escribir los recuerdos de su primer encuentro con Oscar Wilde, Sherard advirtió que no había tomado notas ni anotado fechas, por lo que apenas pudo referir nada sobre el recibimiento que reservó a su nuevo amigo el anciano Victor Hugo, que contaba por entonces ochenta y un años y se hallaba a las puertas de la muerte. Sí recordaba que el viejo poeta, aburrido de tanto halago, no resultó ser un anfitrión muy animado, y la brillantez de Oscar no le causó gran impresión. (De lo que Sherard extrajo la siguiente conclusión: El exceso de brillantez de los ingleses no es para un francés sino la calderilla del ingenio. No he conocido a un solo inglés capaz de descollar en un salón parisino.)

No obstante, cuando hablaba de temas literarios, Wilde atraía a un auditorio, y tal fue el caso aquella noche en casa de Victor Hugo. Wilde disertó acerca de un poeta contemporáneo, Swinburne, y todo el mundo escuchó. Con una sola excepción: Victor Hugo, que se había adormilado en un rincón de la chimenea.

Cuando Sherard acompañó a su nuevo amigo a visitar al pintor Giuseppe de Nittis, celebrado por sus vistas de París, tuvo ocasión de conocer a artistas como Edgar Degas o Camille Pissarro. Y se sintió bastante inferior al oír a su amigo disertar con aplomo sobre pintura en presencia de maestros en la materia. He estado portentoso, declaró Wilde cuando se despidieron.

Sherard iba de sorpresa en sorpresa.