Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 21 de febrero de 2010 Num: 781

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Un año en la vida de José Revueltas
GILBERTO GUEVARA NIEBLA

Aurora M. Ocampo: el dígito y la sílaba
JOSÉ DE JESÚS SAMPEDRO

Poema
KALINA ALEXANDROVA KABADJOVA

Escenas de barrio latino
HERMANN BELLINGHAUSEN

Esther Seligson: vencer al tiempo
ADRIANA DEL MORAL ESPINOSA

Tomás Eloy Martínez o la obsesión de volar
JOSÉ GARZA

Columnas:
Señales en el camino
MARCO ANTONIO CAMPOS

Las Rayas de la Cebra
VERÓNICA MURGUíA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

Corporal
MANUEL STEPHENS

Mentiras Transparentes
FELIPE GARRIDO

Al Vuelo
ROGELIO GUEDEA

El Mono de Alambre
NOÉ MORALES MUÑOZ

Cabezalcubo
JORGE MOCH


Directorio
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Tomás Eloy Martínez en 1960. Foto: www.contexto.com.ar

Tomás Eloy Martínez
o la obsesión de volar

José Garza

Tomás Eloy Martínez tiene la tendencia suicida de arrojarse al abismo. Y salir ileso para contarlo. Cada una de sus obras está levantada a través de un proceso de elaboración efectuado como la aventura de un poseso por registrar episodios increíbles, que ponen de manifiesto la perturbadora relación entre realidad y ficción. Las facetas de contradicciones y ambigüedades de la existencia, en particular aquéllas que implican traumáticas tensiones políticas y militares empapadas de arribismo, espionaje, secuestros y asesinatos, como las acontecidas en países latinoamericanos como Argentina, sólo son entendibles en un contexto narrativo que puede descubrirse en libros como Los siete locos, de Roberto Arlt y Operación masacre, de Rodolfo Walsh, así como en la novela Respiración artificial y los volúmenes de cuentos Prisión perpetua y Nombre falso, de Ricardo Piglia y, por supuesto, en la antología de relatos Lugar común la muerte y las piezas de largo aliento narrativo La novela de Perón, Santa Evita y El vuelo de la reina, de Tomás Eloy Martínez.

Las obras de Tomás Eloy Martínez están encadenadas. Son resultado sucesivo de una labor periodística que deriva en estímulos para un empeño literario. De Lugar común la muerte a La novela de Perón. De La novela de Perón a Santa Evita. La labor periodística y el empeño literario en este tríptico de obras publicadas entre los años setenta y noventa está detrás de El vuelo de la reina, de 2002, una pieza de ambigüedades en registros y desplazamientos temporales. La historia del periodista Camargo obsesionado por una joven mujer en una atmósfera social argentina de decepción moral y política, es puesta en escena a través de la fusión del resumen narrativo y la transcripción de puntos de vista. Los recursos empleados en el marco de un estilo indirecto libre hacen que El vuelo de la reina transite de la tercera persona del singular a la primera persona y luego pase a la segunda persona. Este juego de voces es sugerente: la novela que leemos es la que pretendió escribir Camargo y eso lo encontramos precisamente cuando el relato adquiere ese tono confesional de la segunda persona del singular. Este intercambio coral provoca que durante la lectura aparezca en escena la incógnita: ¿Quién cuenta la historia? ¿El autor, un narrador o el personaje? El recurso literario despierta, por ambiguo, la sospecha en el lector que termina por poner en duda la fiabilidad del instrumento –autor, narrador o personajes– con el que se cuenta la historia. Sin embargo El vuelo de la reina tiene, como la mayoría de las obras de Tomás Eloy Martínez, una tabla de salvación que permite recobrar la confianza: la exhibición desnuda de la estructura de la obra en cada una de ellas, de los respectivos procedimientos y entramados para la elaboración de las mismas, proporciona una potente dimensión de verosimilitud y credibilidad –una forma de verificación de que lo que se cuenta ocurrió en la vida, por real; o en la imaginación del autor, por ficción– y nos produce además formular una certeza: detrás de cada página escrita por Tomás Eloy Martínez habita una obsesión: escribir como si se tratara de cristalizar el deseo de volar. “Para él, una novela es una abeja reina que vuela hacia las alturas, a ciegas, apoderándose de todo lo que encuentra en su ascenso, sin piedad ni remordimiento, porque ha venido a este mundo sólo para ese vuelo. Volar hacia el vació es su único orgullo, y también es su condena.”

Para el personaje de El vuelo de la reina, la noción Novela implica tránsito y, en consecuencia, escritura. El vuelo de una abeja ilustra ahí la idea que en Santa Evita aparece ejemplificada en las alas de una mariposa. El narrador de Santa Evita, Tomás Eloy Martínez, sueña con el cadáver de la mujer de Perón como si se tratara de una enorme mariposa suspendida en la eternidad de un cielo sin viento. La visión onírica no es aquí una simple forma de retórica o lirismo. Como el vuelo de una mariposa en aleteos sube y baja, Santa Evita se desenvuelve a través de una bifurcación de desplazamientos temporales que fluye hacia delante, cuando se relata la maniobra del cadáver, y hacia atrás: cuando se reconstruye la biografía de la vida advenediza que habitó aquella momia. “Si esta novela se parece a las alas de una mariposa [...] también habrá de parecerse a mí, a los restos de mito que fui cazando por el camino, a la yo que era Ella, a los amores y odios del nosotros, a lo que fue mi patria y a lo que quiso ser pero no pudo. Mito es también el nombre de un pájaro que nadie puede ver, e historia significa búsqueda, indagación: el texto es una búsqueda invisible, o la quietud de lo que vuela.”

La mariposa suspendida en el aire es el cadáver de un personaje y es la voz narrativa del autor. Santa Evita no es el relato de un escenario concreto llevado a cabo con antelación o ante la mirada de un testigo que puede ser el periodista-escritor que, además de averiguar, pueda sentirse con la autoridad de explicar, interpretar, valorar y juzgar ese escenario. Santa Evita es el relato de una búsqueda –la del cadáver– que produce nuevos escenarios; búsqueda protagonizada por un periodista-escritor que recopila documentación y recaba testimonios de primera mano que habrán de conformar un entramado visible y además explícito en el uso de la primera persona del singular como signo de la participación activa, necesaria e indispensable del autor vuelto personaje, decidido a avanzar en esa búsqueda aún y cuando el destino se visualice incierto, desconocido, incomprensible. “Los relatos son un insecto que uno debe matar cuanto antes y aquellas historias de Evita nunca eran para mí otra cosa que vanos aleteos en la oscuridad.”

Tomás Eloy Martínez superó los momentos de marasmo, esos aleteos de abeja o mariposa en la oscuridad y en la confusión del armado de un rompecabezas sin contar con todas la piezas a la mano, con una idea: “Escribir tiene que ver con la salud, con el azar, con la felicidad y el sufrimiento, pero sobre todo tiene que ver con el deseo.”


Foto: cortesía de www.lanacion.com.ar

El deseo y también la curiosidad y la imaginación son el motor de Tomás Eloy Martínez. El autor y sus personajes están decididos a avanzar en sus búsquedas hacia destinos desconocidos, inciertos hasta en el momento del punto final que hace volver al lector al inicio de cada obra. El vuelo de la reina concluye con la idea de Novela del personaje, novela que es la que el lector tiene en sus manos. Santa Evita concluye con el relato que dio origen al libro: una anécdota determinante para el surgimiento de la aventura de elaboración de la obra, y una imagen: la del periodista-escritor personaje anotando las palabras inaugurales de la novela: “Al despertar de un desmayo que duró más de tres días, Evita tuvo al fin la certeza de que iba a morir.” Se trata de una frase con datos de precisión (tres días), que remite a una escena que muestra al personaje en una situación concreta (Al despertar), anunciando una fatalidad (tuvo la certeza de que iba a morir). Tomás Eloy Martínez termina la novela remitiéndonos, no sólo al inicio del relato sino al origen del proceso de elaboración del mismo. Santa Evita es consecuencia de La novela de Perón, publicada diez años antes, en 1985. Santa Evita es la reconstrucción del prolongado y traumático periplo oculto por desconocido del cadáver que, veinte años después de la muerte de Eva en 1952, fue rescatado de un sepulcro anónimo en Milán –no en Bonn como hasta entonces y durante mucho tiempo se creyó– y devuelto al viudo, como aparece en algunas escenas de La novela de Perón. No es gratuita entonces la incertidumbre que nos comparte Tomás Eloy Martínez al cerrar el relato de Santa Evita en la página 391: “No sé en qué punto del relato estoy. Creo que en el medio. Sigo, desde hace mucho, en el medio. Ahora tengo que escribir otra vez.” Tomás Eloy Martínez nos dice que al iniciar la obra desconocía el destino, pero lo estimulaba el deseo de emprender la aventura de la búsqueda, y nos dice también que al concluirla tengo que escribir otra vez. El mismo Tomás Eloy Martínez, autor y personaje, queda convertido en uno de los hilos que mantienen en suspenso el vuelo de la mariposa que es Santa Evita. El otro hilo es un personaje: el militar Moori Koening. Koening y Martínez son los hilos fundamentales de Santa Evita. Son los hilos que tensan esa bifurcación de desplazamientos temporales en los que se desplaza el flujo de la narrativa de la novela. La obsesión vuelta necrofilia de Koening por el cadáver de Evita y la obsesión del autor-narrador por cómo contar la historia, y que eso va exhibiendo el entramado de la obra durante la misma, dotándola así de una dimensión metaliteraria.

Santa Evita es una investigación periodística y documental que revela escenarios extraordinarios, inverosímiles, que son contados a través de recursos de una obra de ficción, recursos que invalidan a la pieza como una obra de información y la legitiman como una de creación. Si las obras canónicas del estilo Nuevo Periodismo como A sangre fría, de Truman Capote, proyectaron las posibilidades de transcripción y lectura de hechos reales como una novela, Santa Evita de Tomás Eloy Martínez opera a la inversa: la transcripción y lectura de la ficción como un reportaje. Tomás Eloy Martínez consigue verosimilitud y credibilidad, incluso sin despegarse de lo que aparentemente en realidad acontece. Pero sus procedimientos son profundamente literarios. Digo lo que aparentemente en realidad acontece porque Santa Evita demuestra que la verdad nunca es como parece, por lo que, ante lo increíble, Tomás Eloy Martínez opta por mostrar todo el proceso de esa búsqueda que desemboca en esos escenarios extraordinarios en los que surgen sin explicación flores y veladoras encendidas al pie del ataúd oculto por los militares.

Para ordenar la experiencia de la búsqueda, Tomás Eloy Martínez pone en marcha una serie de recursos literarios, como la utilización constante de monólogos. De esa forma reconstruye episodios enteros que son la reconstrucción como testimonio recabado y transcrito en primera persona del singular. Las tensiones entre Eva Duarte y el general Perón, por la posible candidatura de la mujer a la vicepresidencia del país, podemos conocerlas a través de una voz que el narrador atribuye al famoso peluquero Julio Alcaraz, que la leyenda dice que fue él quien peinó a Evita con el cabello hacia atrás, con la frente despejada y un gran rodete aferrado a la nuca con horquillas . Alcaraz habla y Tomás Eloy Martínez escribe, pero esta manera de proceder despierta la sospecha y pone en duda la fiabilidad de ese intercambio de puntos de vista por ambiguo. ¿Quién habla por fin? ¿El personaje o el autor? La respuesta la proporciona el mismo Tomás Eloy Martínez antes de empezar ese monólogo que explica como el libre juego de leer escribiendo. Alcaraz habla. Yo escribo. Sin embargo, el propio Tomás Eloy Martínez se ha visto obligado a revelar una y otra vez que ese relato en primera persona es falso como testimonio de Alcaraz. Ese relato es, como he dicho, la reconstrucción de un episodio transmitido como un monólogo, como un testimonio. Tomás Eloy Martínez utilizó el nombre de Alcaraz para tal fin y con el propio consentimiento de la persona, y eso le ha hecho pensar en alguna ocasión: es muy extraño cómo algunos personajes reales se prestan a ser personajes de ficción. Ese procedimiento hace que la pieza quede invalidada como periodismo que exige, en sus métodos, implacabilidad. No estoy juzgando el comportamiento narrativo de Tomás Eloy Martínez. No es justo en este contexto porque Santa Evita nació como obra de ficción, como novela que transmite credibilidad y veracidad. Pero novela al fin. Por ello me permito subrayar este rasgo en el sentido de que una obra de información, como un reportaje –que es lo que parece Santa Evita–, debe lograr credibilidad y veracidad exclusivamente por los métodos de la precisión, la verificación y el cotejo de lo que se escribe con la realidad. No mentir. No inventar. Este prurito no invalida la aplicación de procedimientos literarios para el periodismo. Al contrario. Pero exige, reitero, implacabilidad. Lo que Tomás Eloy Martínez pone de manifiesto, en cambio, es creatividad, y lo hace cuando aplica otros recursos al respecto, como cuando vuelve a reconstruir la historia de la candidatura frustrada a manera de un guión cinematográfico, o como cuando organiza sus dilucidaciones sobre la construcción del mito de Evita por medio de una alineación de escenarios en los que fusiona resumen y reconstrucción en tercera persona.

De igual forma ocurre con los relatos de Un lugar común la muerte. No miente ni inventa, pero pone de manifiesto las emociones, los pensamientos y la imaginación como elementos subjetivos legítimos, pero incorrectos para quienes, al leer los relatos, tengan en la cabeza la necedad de que el ejercicio de la profesión está basado exclusivamente en la aspiración a la pretendida objetividad periodística. Tomás Eloy Martínez consigna lo que no fue o es: lo que pudo ser o lo posible: “Acaso advirtió Perse que una de las ventanas se había entreabierto y que la lluvia podía deslizarse dentro del cuarto; acaso sintió frío y le pidió a Dianne que le alcanzara una cobija. Durante la tarde ocurrieron –lo sé– todas esas cosas, pero debido a la penumbra que envolvía a Perse, el orden de los momentos se me confunden. Vi, a lo lejos dos promontorios rocosos que se alzaban sobre el mar y un velero que pasaba entre ellos. Vi, cuando la lluvia seguía cayendo, la repentina floración de un arco iris. Vi las manos de Dianne ocupándose en la preparación de un té de jazmín, que luego serviría en tazas de porcelana. Sólo Perse se me escurría de la mirada, como si fuera un hombre dentro de un sueño.”

Al relatar el encuentro con el poeta postrado en su lecho de agonía, Tomás Eloy Martínez se desprende de la realidad y convierte en una categoría literaria a las suposiciones que producen las escenas de hombres a punto de morir, como Perse, que vemos en Lugar común la muerte. La memoria y el olvido se conjugan para reconstruir la experiencia a través de lo que se cree haber visto o soñado. Se resucita a la realidad a través de la invención. Las sospechas y los estados oníricos funcionan como elementos que tensan los hilos anecdóticos de los relatos que, por otra parte, están empapados de un lirismo empalagoso que vemos cuando el autor nos describe que otro cigarrillo asoma entre los dedos del cronista venezolano Guillermo Meneses, y los filamentos del sol que pasan sobre sus manos y que navegaba sobre sus piernas, se recluye detrás de las colinas y algunas mariposas toman por asalto el aire de afuera.

Lugar común la muerte es un libro intencionalmente literario. El tiempo le ha proporcionado esa dimensión. Escritos originalmente durante los años sesenta y setenta como materiales ejemplares de periodismo cultural, publicados en diarios y revistas de Buenos Aires y Caracas, los relatos de este volumen han sido reunidos aquí con alevosía y ventaja, para mostrarse como coincidencia de una constante: la elaboración de perfiles y biografías de autores desaparecidos y de entrevistas con escritores para quienes lo inevitable es inminente, porque así lo anuncian sus condiciones físicas y sus meditaciones: temores y esperanzas; la muerte se aguarda en insomnios interminables o en sueños a duermevela que aspiran a ser escritos por sus dueños o por intrusos como un periodista. Si se aspira a algo es porque hay destino, y el único destino cierto es la muerte. La muerte es otra forma de vida. La vida de la muerte está en la memoria. Contra el olvido, la palabra. Eso es, en efecto, una de las profundas motivaciones de los empeños narrativos de Tomás Eloy Martínez: escribir para darle sentido y forma a la experiencia. Escribir para existir. El destino que alcanza a los personajes de Un lugar común la muerte es un destino particular que es además colectivo. Ese destino pertenece a todos los que pisamos este mundo. La suerte personal es también compartida. Así se trate de la suerte del mito o del anónimo, ésta debe ser revelada y compartida, y para ello está el periodismo como instrumento para preguntar y escuchar, averiguar y comprender .

La estructura de Lugar común la muerte, conformada originalmente en 1978 por quince relatos agrupados en dos capítulos, Eclipses y Destrucciones, fue enriquecida en una edición reciente (1998) con una adenda de cuatro textos que le ha proporcionado al volumen un sentido análogo a la Divina Comedia. Con ese apéndice, Lugar común la muerte adquirió una división en tres partes, como el poema de Dante. Pero si en éste la visión del más allá es épica, visitado por el vate en compañía de Virgilio o Beatriz, en Lugar común la muerte la visión es predicativa en cuanto a que el periodista se aproxima a lo desconocido, enunciando la cualidad mortal de los personajes.

En el relato “Perón sueña con la muerte”, fechado en 1970, Tomás Eloy Martínez muestra al general argentino vulnerable ante cualquier presagio de aniquilación, sugestionado por las malas artes agnósticas de su secretario. Perón está ausente físicamente del escenario inmediato (el diálogo del periodista con el secretario por diversos espacios públicos en Madrid: una oficina, una taberna, una plaza –la de Oriente–), pero es visible, lo vemos y lo escuchamos, por medio de la acción de las palabras y la yuxtaposición de puntos de vista. Cuando leemos de esta forma que el secretario de Perón, José López Rega, le dice a Tomás Eloy Martínez cómo el General se despertaba sobresaltado por las turbulencias que habitaban en su cerebro mientras dormía, no tenemos más remedio que pensar que este relato nutrió a La novela de Perón, publicada quince años después, en 1985. La puesta en escena de esta obra de gran aliento narrativo corresponde al primer episodio de la novela en el que, una vez más, subraya la voz narrativa, el general sueña con adversidades y es asistido por su secretario. Perón está montado en el avión de regreso a Argentina después de un prolongado exilio en Madrid. Como lo haría años más tarde en Santa Evita en todas su consecuencias, Tomás Eloy Martínez ensaya en La novela de Perón una serie de recursos y procedimientos, en particular esa bifurcación de planos temporales por los que fluye la narrativa hacia delante, cuando vemos el avance de la acción presente: al personaje retornando de su exilio para morir un año después en su patria; y hacia atrás, cuando se reconstruye el pasado y se transcriben las propias memorias del General a través de una yuxtaposición de puntos de vista y la reproducción de testimonios transmitidos por una voz narrativa que cuenta la historia de manera ambigua, porque se pone de manifiesto y va exhibiendo el entramado y el proceso de elaboración de la obra. Una muestra al respecto puede encontrarse en las páginas en las que se resume la introducción a un diálogo con el General: “En la primavera de 1970, casi cuarenta años después de los hechos que estamos a punto de narrar, el poeta César Fernández Moreno y el incipiente novelista Tomás Eloy Martínez interrogaron al general Perón en Madrid sobre la cuartelada que acabó con el gobierno democrático de Hipólito Irigoyen en la Argentina e inició una seguidilla de protectorados militares. Las guardias civiles a la entrada de la quinta, las perritas caniche, el palomar, el fresno: ya conocen ustedes el escenario. La voz ronca del General invitando a pasar, López Rega disponiendo los grabadores, Isabel ofreciendo a los caballeros una tacita de café: ahorraremos todo eso. Recogeremos sólo el desnudo diálogo donde las voces se entremezclan y rearman el pasado (ese pasado) tal como fue. Los visitantes llegaron bien pertrechados, con fragmentos de discursos, opiniones que Perón había dejado caer en el curso de los años y hasta el erudito mamotreto de una profesor gringo a quien el General se obstinaba en alterarle las vocales del apellido. El dueño de casa no disponía de más armas que su memoria, pero en ella había un fenómeno de vivezas largamente resumidas.”

La yuxtaposición de puntos de vista en un mismo párrafo despierta otra vez la sospecha: ¿Quién cuenta la historia? ¿El propio autor o un narrador? La voz narrativa aparece incluida en la primera persona del plural y alude al autor de la obra en la tercera persona del singular. Este artificio es notable en las reconstrucciones de escenarios y está lejos de ser una limitante como suele considerarse con regularidad al uso de la primera persona en sus diversas facetas. Tomás Eloy Martínez es inteligente en la forma en que decide cambiar la perspectiva del relato en términos discursivos cuando se trata de subrayar dudas, contradicciones y, sobre todo, poner en orden la información tal como lo hace, por ejemplo, cuando proporciona una alineación cronológica por años con los episodios decisivos del General, antecedida por unas líneas que dicen así: “Quizá tanto zigzag en la vida de nuestro héroe desoriente al lector. Como en la historia se avecinan hechos de índole militar (¿o tal vez política?): se avecinan inundaciones donde aguas de las más variadas especies habrán de confundirse, parece prudente hacer un alto y recordar ciertos detalles de interés.”

La primera persona es una constante en la obra de Tomás Eloy Martínez. Es una primera persona del singular que alude al autor en “Perón sueña con la muerte”; o en plural que refiere a la voz narrativa de La novela de Perón. Ese yo o ese nosotros es una constante como recurso que, sin embargo, ya lo anunciaba, no delimita a eso al rasgo estilístico de Tomás Eloy Martínez que, como autor, es ecléctico y versátil, y eso lo demuestra cuando desaparece de la escena como autor y como voz narrativa que opta por la invisibilidad para contarnos, por ejemplo, cómo fueron l os últimos días de Filiberto Hernández y la metamorfosis de su cadáver que requirió maniobras patéticas y cómicas para sepultarlo.


Foto: G. Martínez

Este mismo empleo de la tercera persona por parte de un narrador invisible está registrado en “Los sobrevivientes de la bomba atómica.” Después de veinte años de la desgracia que cayó en Hiroshima y Nagasaki en agosto de 1945, Tomás Eloy Martínez viaja a los escenarios para recabar testimonios de los sobrevivientes. El estilo indirecto libre privilegia la reconstrucción de escenas a través de las observaciones y las palabras de los personajes, pero de igual forma le permite al autor emplear un tono discursivo para resumir sin involucrarse explícitamente: “El 6 de agosto de 1945, la señora Kada bajó a la ciudad antes del amanecer. Era verano y, como la escuela estaba cerrada, dejó a su hija de nueve años con una lista de tareas domésticas: cortar juntos, ponerlos a secar, limpiar la casa, ejercitarse con los pinceles y dar de comer a los pollos. Makiko se levantó con ánimo de trabajar, pero antes quería ver la suave danza del sol alzándose sobre el mar y las colinas. El cielo estaba opaco, velado por tenues vellones de bruma, y el sol de esa mañana brotaba pálido, destemplado, como si no se sintiera en armonía consigo mismo. Sobre la ceja misma de la colina donde estaba la casa de los Kada se alzaba un amenazador coro de nubes .”

El procedimiento empleado por Tomás Eloy Martínez, su actitud como narrador que desparece para privilegiar la transcripción en tercera persona de toda la información, que ha resultado de esa mayéutica periodística de preguntar con insistencia para que los informantes cuenten la historia contando el drama particular; acerca demasiado su relato al reportaje canónico al respecto: Hiroshima, de John Hersey. Hersey se trasladó al lugar de los hechos un año después y reconstruyó aquellos ingratos momentos a través de la yuxtaposición de los puntos de vista de seis supervivientes, antes, durante y después del acontecimiento. A ese relato original, Hersey agregó un apéndice en 1985 para conocer cuál había sido el destino de esos seis personajes cuarenta años después. A su relato original de 1965, Tomás Eloy Martínez también le agregó un apéndice en su edición de 1998, y se trata de una serie de testimonios de sobrevivientes, como el de los militares americanos que arrojaron la bomba, recopilados de primera mano a través de entrevistas o de documentación, y que excluyó originalmente porque desencajaban en el procedimiento literario con que construyó la primera y única versión del relato. En este apéndice, Tomás Eloy Martínez presenta los testimonios en primera persona, ordenados a la manera en que Elena Poniatowska organizó el conjunto coral de La noche de Tlatelolco y Ryszard Kapuscinki en El emperador:

El Enola Gay despegó de la base de Tinian a las 2:45 de la madrugada. Su peso total, incluyendo al de Little Boy y el de los veintiséis mil quinientos litros de nafta, era de sesenta y cinco toneladas.

[...]

¿Qué hemos hecho, Dios mío?

Frase anotada por Robert Lewis en el diario de a abordo y transcrita por William L . Laurence en The New York Times .

[...]

La corona es la capa más exterior y transparente del sol. En algunas regiones fulgurantes, la temperatura llega a los dos millones de grados. Esa es la fuente de comparación más próxima para el fuego que arrasó Hiroshima.

Boletín del Japan Council Against a & h Bombs , enero-febrero de 1965.

[...]

Cuando miré mi brazo derecho, advertí que la piel se me había salido desde el codo hasta la punta de los dedos, como un guante.

Yoshihiro Komura (nacido en 1933).

La suerte y el destino particular de los mitos y de los anónimos es la suerte y el destino colectivo. Tomás Eloy Martínez busca detrás de los cadáveres y de los fantasmas que sobreviven y dan testimonio de aspiraciones y desgracias. Es una búsqueda obsesiva tras los huesos de Evita, las penumbras de Perón, los insomnios y los sueños de escritores a punto de conocer lo inevitable y la desdicha de inocentes que apenas esquivan el asesinato con la alevosía y la ventaja más criminal de todos los tiempos. Tomás Eloy Martínez tiene la tendencia suicida de arrojarse al abismo. Se ofrece inmolador para resucitar los cadáveres y los fantasmas. Y lo consigue. Y también sale ileso porque, antes de caer, pone en marcha las alas de la escritura, la suya, con las que emprende un vuelo personal, nutrido en la tradición literaria del periodismo con el que avanza hacia la superficie.