Opinión
Ver día anteriorDomingo 7 de febrero de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Andanzas

Joaquín arrasa en el Auditorio

U

na lluvia impertinente, fría y constante, con viento helado, no impidió que la gente colmara lunetas y balcones en El Auditorio Nacional, uno de los mejores teatros del mundo, según el propio Joaquín Cortés.

Pasaditas las 20.30 horas del miércoles 3 de febrero, el espectáculo Calé, del famoso bailaor y coreógrafo comenzó con humo y efectos lumínicos de gran calidad y belleza. La reacción del público fue inmediata y el calor humano se apoderó del recinto sin detenerse durante dos horas y media. Joaquín Cortés, el niño mimado de Europa, del cine y el jet set, el gitano cañí, profundamente orgulloso de su raza y su cultura, anunciaba su entrada con los gritos, cantos, o alaridos si usted quiere, de cantaoras extraordinarias, coreadas por el ritmo bárbaro de un grupo de 14 músicos de alta escuela. No fueron trompetas ni timbales. Fue precisamente el grito de entraña crispada, que igual es de guerra feroz, de vida a borbotones, de energía imponente, que como chorro dinámico erizó la piel de todos los presentes.

La calidad, tono, textura, poderío y belleza de Amalia Barbero, Genara Cortés y Matilde Gonzáles, cantaoras de un flamenco posmoderno y aquel grupo excelente de músicos y cantaores, firmaron de entrada, un espectáculo extraordinario. No era difícil sentir en aquellos alaridos concertados, medidos, ensayados, sacados de la entraña profunda, la honda raíz de la cultura calé, permeada en el polvo del tiempo por los ancestros africanos, árabes, húngaros, rumanos y todo ese caudal que arrastra el sedimento vibrante y explosivo de la antiquísima Tartesia-Iberia.

Cortés, inyectando al público vitalidad, pasión y energía arrolladoras, ha revolucionado el flamenco con un caudal de lo nuevo sobre lo viejo. Es la esencia de la tradición renovada y enriquecida con técnica, disciplina y una creatividad incontenible, que lo lleva mucho más allá de atreverse con la sagrada tradición, con su aura de niño consentido.

Joaquín Cortés pasa muchas horas al día en la barra, en el salón de ensayos y hablando con su gente, su equipo artístico y técnico, cuidadosísimamente seleccionado. El entrenamiento y los ensayos de montaje no dejan ni un pelo fuera de lugar. Son ejemplo de disciplina y profesionalismo, son un solo cuerpo con veloz flujo de sangre, emoción, conocimiento, inteligencia y talento, entregados total y pasionalmente, sin engaño alguno, a su tarea de reventarse en el escenario.

Las técnicas de ballet y danza contemporánea son parte de la formación de sus cuerpos perfectos, que saben hablar con el movimiento en una unidad asombrosa.

Ocho bailarinas son La Mujer, el eco de su madre, las palomas de su espíritu que rodean el arte de Joaquín Cortés, quien sabe moverlas con la exquisita suavidad y energía, aprovechando al máximo sus más sutiles expresiones corpóreas, sensualidad, finura, magia, nostalgia, energía sorprendente en sus torsos desnudos y aquellas faldas, trapos negros, de Armani enredadas de la cintura para abajo simulando manto, sudario, calor, abrigo y embrujo. Todo sin levantarse nunca del piso, mientras Alexia Ambite, Paloma Caurín, Raquel Durán, Mónica Gómez, Isabel Ramírez Cristina San Gregorio y Montserrat Selma, acompañadas siempre por las combinaciones lumínicas de alta tecnología, iban tejiendo poco a poco la historia coreográfica del bailaor a lo largo de 20 años.

Esta síntesis reúne los tradicionales palos del flamenco a la manera de Joaquín Cortés. El tango, seguiriya, martinete, alegrías, soleares, réquiem, bulería, jaleos, etcétera y digo palos, no pasos, como algún duendecillo suele confundir, pues se trata de los diversos estilos o formas de danza específicas de la danza flamenca.

El Auditorio ardía; Joaquín se entregó físicamente al público, avanzando hacia el butaquerío y cayendo en un mal escalón (que también tumbó a Alfonso Arau hace tiempo), pero reaccionando como sólo puede hacer un atleta-bailarín: se levantó como si fuera de goma, se paseó entre el público, saludando, recibiendo besos y aplausos, regresó al foro y se sentó en la orilla del proscenio y dijo cuánto amaba a este país y a este público en un acto intimista y sincero. El espectáculo siguió con precisión de acero, su danza y zapateados preciosos, exactos, alarde de técnica y maestría mostrándo su enorme capacidad y talento. Me sentí muy contenta de ver a un gran bailarín, artista y coreógrafo que me entusiasmó tanto como los mejores tiempos de José Greco, corregido y aumentado, en ésta fusión de rap flamenco de Antonio y José Carbonell, con Juan Lurguie en audiovisuales y Fernando Rodríguez en las luces, sin pasar por alto las cuerdas de guitarra y voces de los Carbonell, de trompeta, saxo, percusiones y todo lo que volvió loco al público en aquella función memorable, pero no hay espacio suficiente para mencionar a cada una de las estrellas del grupo.

Al salir llovía a cántaros y en la mayoría palpitaban aún fuerte los corazones inyectados de sangre viva y ardiente en el desolador panorama del paseo cotidiano de la muerte y la locura por las calles y campos de nuestro país, tan amado por Joaquín Cortés.