Opinión
Ver día anteriorDomingo 7 de febrero de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Riquirrán, yin y yang
P

or mi tendencia a la autobiografía, y por la invitación de Laura Barrera a su programa Soundtrack de una vida, en el que en una hora cuentas tu historia a través de 10 obras musicales significativas para ti, veo que la estructura que me ha sostenido 60 años está hecha de cinco estadios de desarrollo que puedo ejemplificar con 10 canciones ordenadas por pares que se contrastan.

La música que tocaba mi mamá al piano, clásica, moderna, popular; las baladas de cuna que me cantó y tarareó, las que marcaron los juegos de mi infancia, o las que aprendí en el coro en la primaria en México, todas en español, inglés, árabe y francés, y originadas en las culturas de las que vengo, fueron una presencia permanente y estimulante en mí, una orientación que cumplía con su destino de arrullar, marcar ritmos o acompañar, como el complemento musical (piano, tambor, bastón, palmadas) en las clases de ballet que desde entonces me conectaron con la realidad y con la música, el canto y el movimiento, y que me prepararon para conocer la vital importancia de estas expresiones en mi educación, en particular, la literaria.

Supe que experimentaba emoción en mis prácticas de piano en el convento en el que estudié secundaria en Canadá. Alternaba el aprendizaje del Ave María de Schubert con el de la partitura de A Fool such as I, que cantaba Elvis Presley. Las dos piezas me arrobaban por igual, y cuando oía al coro de monjas cantar el Ave María en latín me emocionaba tanto como cuando oía en disco a Elvis cantar en inglés A Fool such as I, las voces, no la letra, me transmitían la emoción. Tampoco intervenía en mi apreciación conocer y juzgar el rango que ocupa Elvis en el mundo del arte musical comparado con el de Schubert, ni el género de melodía en el que se categoriza A Fool such as I en comparación con el de lieder del Ave María, ni la cultura europea del siglo IXX, que por clásica se dice que educa, versus la estadunidense del XX, que por nueva se dice que maleduca. Para mí, unas y otras ausencias fueron beneficios de la ignorancia que me permitieron percibir sin prejuicios mi ser emocional.

Sólo mucho después supe que emocionar era precisamente lo que la música se proponía, y celebré que yo hubiera sido capaz de reaccionar temprano a esta propuesta del arte, aunque me tardara en admitir que debo el despertar a dos representantes de la música opuestos entre sí, Presley y Schubert.

No sé qué habría sido de mi adolescencia sin Bob Dylan, con el que crecí. Encerrada en mi vida familiar, con la imaginación recorría la existencia, rebelde y soñadora, nostálgica y denunciante, más que idealista, que la música y la poesía de Dylan me ofrecían. La voz dejó de ser sólo una nota o instrumento más que animaba mi emoción, y adquirió el sentido de la palabra, guía que situó y nutrió mi propia búsqueda de expresión y comunicación hacia la literatura, quizá más poderosamente que la palabra sin música evidente que encontraba en los libros. Aun despierta, a mi emoción le faltaba para animarse el contenido del intelecto, y Dylan empezó a dárselo, por ejemplo con Girl from the North Country, que era lenguaje además de música. Paralelamente a él, cantante o poeta de mi época, mi cultura y mi región del mundo, fui encontrando en la ópera, que también combina música y argumento, canciones que avivaran mi ser intelectual, como O mio babbino caro, de Puccini/Forzano.

En mi primera juventud, con cantos de la guerra civil de España como Jarama Valley, Pete Seeger moldeó mi ser ético al mostrarme que cantar podía ser una forma de acción política, igual que a su vez Nat King Cole, cuya versión de canciones mexicanas como Adiós, Mariquita linda, de Agustín Lara, por razones conscientes o subliminales determinó y definió mi amor por México.

A mis 50 años, sobre todo al escribir, me convertí en imán de metales como L’altra notte, de Arrigo Boïto, cuya corriente de música y drama nutre mi ser lúdico de tradición, que se matiza y actualiza con la modernidad del jazz de Louis Armstrong y Duke Ellington.

Y en esta armonía de estímulos simultáneos que son las canciones que favorecen y avivan mi emoción, intelecto y principios, que me inclinan hacia el juego y la contemplación, mi ser maduro se mece entre las voces y culturas de Chaliapin, en La mort de Don Quixote, y de Janis Joplin, en Cry, Baby.