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El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas
E

l escritor japonés Haruki Murakami acaba de publicar, con el sello de Tusquets, su libro más reciente en el cual entreteje dos historias paralelas: una transcurre en el llamado fin del mundo, una misteriosa ciudad amurallada y la otra en un Tokio de un futuro quizá no muy lejano, un frío y despiadado país de las maravillas. Con autorización de la editorial, La Jornada ofrece a sus lectores un adelanto de El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas, del aclamado autor

La biblioteca

El centro de la ciudad lo constituía una plaza semicircular que se extendía por el lado norte del Puente Viejo. La otra mitad del círculo, es decir, su parte inferior, estaba en el lado sur, separada por el río. Aunque a ambos semicírculos se los denominaba la Plaza Norte y la Plaza Sur, y eran concebidos como una unidad, de hecho eran tan distintos que casi podía decirse que causaban una impresión diametralmente opuesta. En la Plaza Norte reinaba una atmósfera extraña, densa y asfixiante, como si en ella confluyera el silencio de las calles circundantes. En la Plaza Sur, por el contrario, había poco que sentir; sobre ella flotaba una vaga sensación de pérdida. En comparación con la zona que se extendía al norte del puente, al sur los edificios escaseaban y las piedras redondas del pavimento y los parterres estaban poco cuidados.

En el centro de la Plaza Norte se erguía alta, apuntando al cielo, la gran torre del reloj. En lugar de torre del reloj, en realidad tal vez hubiera sido más exacto decir que tenía la forma de una torre del reloj. Porque, un día, sus agujas se inmovilizaron y el reloj perdió por completo su función.

Aquella torre cuadrada de piedra, con sus cuatro aristas apuntando a los cuatro puntos cardinales, se iba estrechando conforme ganaba en altura. En su cima había cuatro esferas, una en cada cara, con las ocho agujas señalando, para toda la eternidad, las diez y treinta y cinco minutos. Por los ventanucos que se vislumbraban un poco más abajo cabía suponer que la torre estaba hueca y que se podía ascender a la cima por una escalera o algo similar, pero no se veía entrada alguna. La torre era altísima, tanto que, para distinguir la hora que señalaban las agujas, era necesario cruzar el río y pasar al lado sur.

La plaza estaba rodeada de varias hileras de edificios de piedra y ladrillo dispuestos en forma de abanico. Sin adornos ni indicaciones, sin nadie que entrara o saliera por sus puertas cerradas a cal y canto, nada distinguía un edificio de otro. Tal vez fuesen oficinas de correos que hubieran perdido sus cartas, o compañías mineras que hubiesen perdido a sus mineros, o crematorios que hubiesen perdido a sus difuntos. Sin embargo, extrañamente, aquellos edificios mudos, desiertos, no suscitaban una sensación de abandono. Cada vez que atravesaba esas calles, me daba la impresión de que, en su interior, personas desconocidas contenían el aliento mientras realizaban labores que yo ni sospechaba.

La biblioteca se encontraba en una de esas calles desiertas. Para tratarse de una biblioteca, era un edificio de piedra normal y corriente, sin nada que lo diferenciase del resto. Ningún distintivo o rasgo externo indicaba que lo fuese. Con sus viejos y descoloridos muros de piedra de lúgubres tonalidades, sus ventanas con barrotes y estrechos sobradillos y su puerta maciza, habría podido confundirse con un granero. Si el guardián no me hubiera anotado detalladamente el camino en un papel, tal vez jamás la hubiese hallado ni reconocido.

–En cuanto te hayas instalado, irás a la biblioteca –me había dicho el guardián el día de mi llegada a la ciudad–. Hay allí una chica, ella sola se encarga de vigilarla. Y esa chica me ha dicho que la ciudad desea que leas los viejos sueños.

El guardián, que, con un cuchillo pequeño, tallaba una cuña redonda de un pedazo de madera, se detuvo, recogió las virutas desparramadas sobre la mesa y las echó a la basura.

–¿«Viejos sueños»? –solté sin pensar–. ¿Y eso qué es?

–Los viejos sueños son... viejos sueños. En la biblioteca los hay a montones. Tú coge tantos como quieras y léelos con calma.

El guardián estudió detenidamente el trozo de madera cuya punta acababa de pulir y, convencido al fin, lo depositó en un estante que había a sus espaldas. En éste se alineaban una veintena de objetos de madera tallados y afilados de la misma forma.

–Tú eres libre de preguntar y yo soy libre de responderte –dijo el guardián cruzando las manos detrás de la nuca–. También hay cosas a las que no puedo contestar. Sea como sea, a partir de ahora irás todos los días a la biblioteca y leerás viejos sueños. Éste será tu trabajo. Te presentarás allí a las seis de la tarde y leerás sueños hasta las diez o las once de la noche. La cena te la preparará la chica. El resto del tiempo podrás emplearlo como quieras. Sin limitaciones de ningún tipo. ¿Comprendido?

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Haruki Murakami (Kioto, 1949), quien ayer fue condecorado con la Orden de las Artes y las Letras de EspañaFoto Iván Giménez/ Tusquets Editores
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Portada del nuevo libro del escritor japonés

–Comprendido –dije–. Por cierto, ¿hasta cuándo tendré que realizar ese trabajo?

–¡Vete a saber! Tampoco lo sé yo. Hasta que llegue el momento –dijo el guardián. Y extrajo otro trozo de madera de un montón de leña y empezó a tallarlo de nuevo con el cuchillo.

–Ésta es una ciudad pequeña y pobre. No puede permitirse mantener a ociosos. Todo el mundo debe desempeñar la tarea que le corresponde. Tú leerás viejos sueños en la biblioteca. Supongo que no vendrías aquí con la idea de pasarte los días ocioso, ¿verdad?

–Para mí trabajar no representa ningún sacrificio. Es más agradable hacer algo que estar mano sobre mano –dije.

–Muy bien –asintió el guardián sin despegar los ojos de la punta del cuchillo–. Entonces, será mejor que empieces a trabajar cuanto antes. A partir de ahora, te llamarás «el lector de sueños». Ya no tendrás otro nombre. Tú serás «el lector de sueños», igual que yo soy «el guardián». ¿Comprendido?

–Comprendido –contesté.

–Y de la misma forma que sólo hay un guardián en la ciudad, sólo habrá un lector de sueños. Porque, para serlo, hay que cumplir ciertos requisitos. Y yo ahora voy a facilitarte las cosas para que los cumplas.

Tras decir eso, el guardián sacó de la alhacena un platito plano de color blanco, lo depositó sobre la mesa y vertió aceite en él. Después, prendió una cerilla e hizo arder el aceite. Acto seguido, entre los objetos cortantes que se alineaban en el estante, tomó un peculiar cuchillo, de punta achatada, parecido a un cuchillo para la mantequilla, y calentó largamente la punta. Después apagó el fuego de un soplo y lo dejó enfriar.

–Es para marcarte –dijo el guardián–. Pero no va a dolerte en absoluto. No debes tener miedo. Además, terminaré en un abrir y cerrar de ojos.

Me alzó con un dedo el párpado del ojo derecho, lo abrió y me pinchó el globo ocular con la punta del cuchillo. Sin embargo, tal como me había anunciado, no me dolió; tampoco sentí, extrañamente, ningún temor. El cuchillo mordió mi globo ocular de forma dulce y callada, como si su punta fuera de gelatina. Acto seguido, repitió la misma operación con el ojo izquierdo.

–Cuando dejes de ser lector de sueños, la herida cicatrizará por sí misma –dijo el guardián retirando el plato y el cuchillo–. Porque, en definitiva, esta herida es la marca del lector de sueños. Pero hay algo que debes tener en cuenta: con esos ojos no puedes mirar la luz del sol. Si lo haces, recibirás el merecido castigo. Así pues, a partir de ahora sólo podrás salir de noche o cuando esté nublado. Los días soleados procura mantener la habitación a oscuras y enciérrate en ella.

El guardián me entregó unas gafas de cristales oscuros y me indicó que las llevara siempre puestas, excepto mientras dormía. Y así fue como perdí la luz del sol.

Unos días después, al atardecer, empujé la puerta de la biblioteca. La pesada puerta de madera se abrió con un chirrido: detrás se extendía, en línea recta, un largo pasillo. El aire estaba enrarecido y polvoriento, como si llevara largos años estancado. Las tablas del entarimado se habían desgastado por el roce de las suelas de los zapatos y las paredes de yeso habían adquirido la misma tonalidad amarillenta que la luz de la lámpara.

A ambos lados del pasillo había varias puertas, pero una blanca capa de polvo cubría las cadenas que colgaban de sus pomos. La única puerta sin cadena era la del fondo del pasillo, una puerta de delicada hechura, con un cristal esmerilado detrás del cual se vislumbraba la luz de una lámpara. Llamé varias veces con los nudillos, pero nadie me abrió. Apoyé la mano en el pomo y lo giré con suavidad: la puerta se abrió hacia dentro sin un sonido. En la habitación no había un alma. Una estancia simple y desierta, mayor que la sala de espera de una estación de tren, sin ventana alguna, sin objetos decorativos. Sólo una mesa tosca y tres sillas, una vieja estufa de hierro de carbón. Y un reloj de pared, y el mostrador. Sobre la estufa, una cafetera negra con el esmalte desconchado de la que se alzaba una nube blanca de vapor. Al otro lado del mostrador había una puerta con cristal esmerilado, idéntica a la de la entrada, y detrás de ésta se vislumbraba, como era de esperar, la luz de una lámpara. Dudé si llamar a la puerta o no, pero al final decidí no hacerlo y esperar a que apareciera alguien.

Sobre el mostrador había esparcidos unos clips plateados. Los cogí y, tras juguetear con ellos unos instantes, me senté en la silla que había frente a la mesa.

La chica apareció por la puerta de detrás del mostrador unos diez o quince minutos más tarde. En la mano llevaba una especie de carpeta. Me miró con fijeza, ligeramente sorprendida, y sus mejillas se arrebolaron unos instantes (...)