Opinión
Ver día anteriorMiércoles 25 de noviembre de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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La moralidad (¿o inmoralidad?) de la esperanza
U

no de los privilegios del ser humano es la esperanza. La esperanza o la ilusión. Aunque en los diccionarios ambas palabras tengan significados diferentes, suelo utilizarlas indistintamente para referirme a la construcción de la vida. A la edificación de la existencia como un espacio tapizado de justicia, libertad, calidad de vida y otras condiciones que permitan vivir dignamente. Esperanza significa estado del ánimo en el cual se nos presenta como posible lo que deseamos; ilusión se refiere a concepto, imagen o representación sin verdadera realidad, sugeridos por la imaginación o causados por engaño de los sentidos.

Ambas ideas se utilizan en el argot diario; las dos son vivencias sanas y deseables. Una vida sin esperanza es una vida derrotada. Un mundo yermo de ilusiones es un mundo doloroso. En el ámbito de la moralidad no debería haber padres que no infundan esperanza a sus hijos. En el sustrato de la cruda realidad la esperanza no debería ser una entelequia; lamentablemente, es una idea difícil de sostener, no sólo para los pobres y los muy pobres, sino para quienes observan el imparable ascenso del terrorismo, la degradación del ambiente y la depauperación de la ética. El hogar de la ética se derruye día a día, y con él, la humanidad. Es en ese espacio amenazado donde entran en juego las interacciones entre moralidad y esperanza.

Los principios rectores de la condición humana, la mera idea de la reproducción, la generación del saber, las conquistas de la tecnología y las voces que han cuestionado el poder omnímodo son algunos de los pilares que fomentan las esperanzas de las personas. Los seres humanos aplauden las conquistas de la agricultura, de la medicina y de las humanidades y reprueban la fabricación de armas o la elaboración de drogas. Los principios rectores de la condición humana deberían mejorar las condiciones de la mayoría de los seres humanos para dotarlos de libertad, dignidad, autonomía y esperanzas.

Cuando prevalecen la amoralidad y la injusticia el ser humano pierde la esperanza. No hay dos ópticas. El color de la esperanza depende del lugar desde donde se mira el mundo; no de lo que digan los que empobrecen la moral. La insuficiencia del lenguaje es testigo de esa inmoralidad y espejo de la creciente desesperanza. Sin papeles, sin tierra, maras, indocumentados, niños y niñas en situación de la calle son ejemplos del nuevo idioma que ha surgido para explicar la imposibilidad de la ilusión y la dificultad de apostar por la esperanza. Tétrica idea. Probada realidad.

Desde la perspectiva de la ética las personas deberían contar con oportunidades similares. Aunque eso es imposible, no sobra reiterar que la ética no es imparcial. Es parte de las estructuras íntimas de la sociedad. La ética debe vincularse con la dignidad, con la libertad, con la autonomía. Debe ofrecer al ser humano, como bien explicó el filósofo alemán Immanuel Kant, la posibilidad de que cualquier persona sea un fin en sí mismo y no deba ser tratado como un simple medio. Cuando esas virtudes son pisoteadas, cuando es menester recurrir a nuevos términos o reflexionar en el significado de las nuevas epidemias –deforestación, desertificación, pérdida de la capa de ozono, un millón de seres humanos hambrientos– es obligado cuestionar. Y no sólo cuestionar: condenar.

Frente a las lacras y a los neologismos expuestos, ¿es moral o es inmoral hablar de esperanza? Desde la tradición de las escuelas que nos sustentan –la familia, la educación, las religiones– la ética debería imperar y ser plataforma para sembrar y replantear los significados de la esperanza. En un mundo donde predominan la corrupción, la injusticia, las lacras políticas imperantes y el imparable narcotráfico hablar de esperanza es inmoral.

Bien dijo el rector de la Universidad Nacional Autónoma de México, José Narro, al recibir el premio Príncipe de Asturias: La modernidad debe traducirse en mejores condiciones para los excluidos de siempre. El verdadero saber no es neutro, debe estar impregnado de compromiso social. El significado de la palabra esperanza en los excluidos de siempre es diferente al de los diccionarios y al de quienes contamos con el privilegio de la voz. Las ilusiones de los pobres no van mucho más allá de un presente diminuto, de un tiempo contable en horas, de una iniciativa que se difumina antes de expresarse, de un deseo siempre postergado, de una iniciativa con frecuencia frustrada y de la cruel certeza de constatar que la voluntad tropieza sin remedio. Es por eso que las viejas preguntas no son viejas: ¿es más factible construir a partir de la realidad del escepticismo o de la irrealidad del optimismo?

En defensa de la bondad de la vida, siguiendo a Claudio Magris, debo citar a Kant y a Péguy. El primero se preguntaba, ¿qué puedo esperar? ante el Mal radical que se erige victorioso, y responde que a consecuencia de la visión de la devastación es menester que la necesidad no sea la única realidad, por lo que justifica la esperanza, experta en desesperación. Por su parte, Péguy explica que la virtud más grande es la desesperación, precisamente porque es tan difícil –pero, precisamente por eso, necesaria– ver cómo van las cosas y esperar que, no obstante esto, mañana sean diferentes.

Sin embargo, regreso a la realidad: sin esperanza el presente duele y el futuro no se avista. Si el entorno no se modifica la desesperanza seguirá creciendo al mismo ritmo que los excluidos. Pretender que los seres humanos excluidos construyan ilusiones en un mundo donde la moral depende de la sinrazones del poder, en cualquiera de sus formas, es inmoral.