|
|||||
![]() |
|||||
En mucha de la poesía de Roca se vinculan las experiencias de la vida con las experiencias artísticas sobre poetas, escritores, pintores… Entre muchos poetas y escritores que aparecen en su obra, de quienes tal vez recibió en su momento el flechazo exacto, sean Rimbaud, Trakl, Pessoa, Kafka, Borges, Rulfo, y pintores como Goya, ante todo el de las atroces pesadillas de la obra negra; Degas, de quien admira sus mujeres desnudas y sus prodigiosas bailarinas; Van Gogh, con sus imágenes del período final que son de un esplendor dramático5, Gaughin, en cuadros donde brilla la sensualidad de la desnudez de las jóvenes de las islas remotas del Océano Pacífico; Chagall , cuyo violín, cuando lo toca su prodigioso pincel, pone a volar todo: judíos, chozas, caballos, vacas, novias, tejados rojos, “las manos de cera del rabino, la luz parpadeante de la sinagoga”6… Por la pluma de Roca, pintores y escritores pasan de personas a personajes.7 Apenas cabe hablar también de su afinidad con aquellos personajes solitarios autolesivos de la literatura, como Wakefield, Bartleby y Gregorio Samsa, incapaces de saber vivir o entenderse con una sociedad que se cansa pronto de querer entenderlos (en el caso de que lo quiera hacer), ésos con vocación por la desdicha desde su primer momento, entonces, cuando tuvieron conciencia de estar condenados a una vida que menos que un valle es una montaña de lágrimas. Pero Roca, además de la bien o mal llamada alta cultura, ha hecho entrar en su poesía el ámbito de los bajos fondos y de la música popular. De lo primero, el territorio de los trasnochadores en la calle, el salón de baile, el cabaret y el burdel; en el otro, el blues, el rock, el corrido revolucionario, el bolero, la canción ranchera, el danzón, y de su natal Colombia, el vallenato, escrito ante todo por Rafael Escalona, y el porro, cantado ante todo por “el gran juglar” Pablo Florez, no excluyendo una línea, no necesariamente recta, que va “de Benny Moré a Roberto Goyeneche, de Luis Arcaraz a Cachao, de Lucho Bermúdez al gitano Morente, de la Tariácuri a Kiko Veneno”. En decenas de libros de poesía colombiana de los últimos lustros, hay poemas sobre la guerra cainita, y salvo excepciones, es notable el hartazgo y aun la repugnancia por la violencia: no hay ninguna simpatía por el ejército, ni por la guerrilla, ni menos, claro, por los funestos grupos paramilitares. Las facciones, para decirlo con nuestro Ramón López Velarde, se han “disputado la supremacía de la crueldad”. A la verdad la supuesta guerrilla, representada ante todo por las FARC, perdió hace mucho su sentido, que sin duda alguna vez lo tuvo, de hacer un país más igualitario, justo y libre para aquellos que llamó a Franz Fanon los condenados de la tierra. Nada más opuesto entre palabras y hechos: por un lado, un discurso anacrónico, en el que las FARC emplean aún una retórica idílica marxista de los años sesenta; por el reverso, un implacable grupo delictivo, organizado –como esos paramilitares defensores de la oligarquía política y económica– para llegar inclusive a acciones de crueldad extrema: asesinatos en masa, la práctica de aldea arrasada, la connivencia con el narcotráfico, la rutina del secuestro… “En mi país, Necrópolis y Museo se confunden ”, escribe en un ácido poema reciente que no dejamos de leer con alguna tribulación (“Museo del país de Catatonia”), o no menos dolorosamente, parafraseando a Lewis Carroll, Colombia le parece un país donde el hoy no ha existido nunca. Un país donde los cuervos peroran de paz y de futuro disfrazándose de palomas en la plaza pública. Tal vez sin proponérselo, Roca fue un notable poeta político, pero sus poemas son una crónica más de la decepción acre. Es donde se ve la parte más desgarradamente verista de su obra. La sangrienta guerra ha convertido al país, lo diría en dos metáforas, en un “amplio presidio” y en un “inmenso hospicio”. En Roca, lo que empezó como una iconoclastia de puño de fuego contra los iconos del poder para entrar a las “espléndidas ciudades”, evoluciona lenta y desoladamente a un descreimiento documentado. En un poema en prosa de 1987 (“Panfletos”), que es una autocrítica rabiosa y despreciativa, Roca se distanció, muy probablemente para siempre, de esa izquierda semiprimitiva y, a la vez, de su sueño de derribar las estatuas y construir el país habitable de Utopía, para acabar acercándose más a un anarquismo no exento de ácida ironía. A lo largo de las líneas evoca una juventud incendiaria, en la que el Rimbaud comunero era el gran arquetipo, y concluye: “Yo era muy joven entonces, tenía el sol como única mira y minar las palabras me era grato. Los años, tal vez los descalabros, fueron suavizándome los gestos: ya no edito mordaces panfletos que quisieran despertar al país de los idiotas. Ahora les digo con desgano: sigan durmiendo, almas de Dios, felices sueños.” Pero acaso la frase que resume en los años ochenta su ácido desencanto contra cualquier tipo de violencia política, llámese revolucionaria o no, sea una: “Nunca fui a la guerra ni falta que me hace.” Rabiosamente llama a Colombia el “país de los idiotas”, “país salvaje”, “país de Sísifo”, país cuya historia es “estúpida”, un país múltiplemente escindido, donde, cuando acaba una guerra no se conoce la postguerra. A la verdad, el intelectual crítico de izquierda ha entrado desde hace años en una dolorosa disrupción, al ver que partidos y gobiernos de izquierda en Occidente han fallado y sus militantes han descendido a una precariedad ideológica de desesperación, y caído en secesiones sin fin que han provocado una desbandada de simpatizantes, como en Israel, Italia o México, o se ha vuelto folklórica y cavernaria, siguiendo lo peor de la revolución cubana, como en la Venezuela de Chávez y en la Nicaragua de Ortega. Como muchos de nosotros, un intelectual de izquierda como Roca, ha entrado en una soledad devastada en la que es preferible estar al margen que ser cómplice. Dieciocho años luego de escribir ese poema, redactó otro (“Postal de ninguna parte”), en el que describe un país hermoso y confiable, no necesariamente utópico –sin guerra, sin asesinatos infames, y donde no existen desterrados, ni transterrados, ni desplazados: “Pero a decir verdad,/ Es todo lo que no es mi país,/ Lo que nunca fue mi país,/ Cada vez más lejano.” A un escéptico autorizado, a un ateo que le gustaría construir su propia catedral imaginaria como Roca, a quien las lecciones de la política diaria sólo lo llevan a repudiarla sin poder a la vez alejarse o prescindir de ella, si prevalece en el mundo alguna felicidad, es en el arte, la amistad8, el vino, la desnudez de la mujer y, paradójicamente, el gran amor doloroso, o más, la pasión sin declive por su país contradictorio. No sé si yerre, pero creo que el país más próximo a los afectos de Roca es México, y artísticamente, del México violento y fúnebre. Roca siente propios el despiadado humor negro –tanto en sus jocosas calaveras críticas como en el retrato picaresco y cruel de la vida diaria del pueblo– del grabador José Guadalupe Posada, el orbe dostoievskiano o kafkiano del dibujante José Luis Cuevas, y el territorio escindido en que no se sabe dónde empiezan la vida y la muerte, o quizá mejor, el purgatorio y el infierno, en la narrativa de Juan Rulfo. “Me siento más cerca de Comala que de Macondo”, ha declarado. Comala: un pueblo, o figuradamente, un país de ciudades enterradas habitado por espectros y almas en pena en el que los mexicanos mueren en vida y desmueren en la muerte, y donde, en el fantasmal ámbito, hay apenas en el entorno “jirones de aire”, “briznas de luz”, “desbande de rumores”, “el eco de un fantasma”: pedazos de lo que fuimos y pedazos de pedazos en los que nos hemos ido convirtiendo. Quizás a Roca México lo ha sido seducido por su magia, “la misma que atrajo”, a decir de él, a Barba Jacob, a Artaud, a Breton “y atrapó con rencores a Malcolm Lowry”. Pero para el propio Roca, que vivió años de su infancia en Ciudad de México, es también una hondura creativa en el cuerpo, en el alma y el recuerdo. La palabra México –ha dicho– “conforma un collage de sentidos evocados”: En el collage hay “el habla popular, algún color que después supe que podía apellidarse [Luis] Barragán, las mil y una lengua de sus sabores, los partidos de futbol de sol a luna que jugué en Lope de Vega, colonia Chapultepec Morales, frente a mi casa que tenía el número 140, la lucha libre en la Arena Coliseo, la pantalla donde María Félix hablaba desde la caverna de su voz”. Permítaseme terminar con dos textos representativos que hablan de dos personajes que en su oficio resumirían para Juan Manuel Roca, según yo, el último destino tanto del hombre como del arte. Uno se encuentra en un poema y otro en un cuento: se trata de un pintor oriental y un grafitero colombiano. En el primero, en el poema titulado “Testamento del pintor chino”, el pintor hace que cosas y animales y personas vivan verdaderamente por su pincel, pero al mismo tiempo, cuando quiere, puede borrarlos y dejan de existir. Por ejemplo, por orden del Emperador, pinta en un cuadro una cascada, un caballo y, claro, a él mismo. Cuando el pintor decide borrar del óleo su propio cuerpo sabe que los otros se darán cuenta de “que es de la misma materia/ la ausencia de un hombre o de un caballo”. Es decir, la vida y el arte terminan en el silencio, el blanco, la nada. El personaje y el asunto del cuento9 (“Los muros tienen la palabra”) son reales. El protagonista, al que sólo conocemos por el apellido Calderón es, en la Bogotá terrible de los años ochenta, un grafitero orgulloso de su oficio. No hay casi muro de la ciudad donde no haya pintado sus consignas contra los malos y pésimos gobiernos. Previsiblemente un día es aprehendido y llevado a prisión, donde día y noche le martillean las manos. Lo exilian. Arriba a París. Luego de un tiempo de recibir ayuda como asilado político le anuncian que tiene un empleo. Al llegar a la oficina, paradójica, cruelmente, se entera de que se trata exactamente de lo contrario de su oficio anterior: deberá “cubrir de cal las paredes de París saturadas de graffitis”. Es decir: la escritura termina en el silencio, el blanco, la nada. Notas: 1 Entre los libros de Roca se hallan Luna de ciegos (1975), Los ladrones nocturnos (1977), Señal de cuervos (1979), País secreto (1987), Ciudadano de la noche (1989), Monólogos (1994), La farmacia del ángel (1995), Un violín para Chagall (2003), Las hipótesis de nadie (2005), Testamentos (2008), Biblia de pobres (2009). 2 Quien hacía lo mismo que él pretende lograr en sus versos: “Al horror, agrego más horror,/ más belleza a la belleza.” 3 En un singular ensayo Roca hace ver y oír cómo está poblada de cosas la poesía de José Asunción Silva y la manera en que Silva busca en los pasados vividos el alma de ellas. Cómo las cosas nos hacen ver en sus vejeces, ya el tiempo original, ya el tiempo en fuga, ya tiempos extraviados en tiempos sucesivos, y la manera en que tienen baudelerianamente correspondencias múltiples y son veta pródiga de infinitas metáforas. ¿Qué son las vejeces de la lírica de Silva sino el invierno y la noche de las cosas que buscan quedarse en un hoy estético, mientras se malogran o menoscaban o destruyen día a día en un futuro sin luz? 4 Helen Keller era asimismo sordomuda. 5 Por ejemplo, los girasoles y la silla vacía. 6 No en balde el cuadro del violín chagalliano dio título a uno de sus libros. 7 No sería inútil añadir a Brueghel, al Bosco y a Durero y, del siglo XX, en un ayer próximo, a Magritte, Duchamp, Chirico, Bacon, Balthus, y al inevitable Picasso… 8 Roca ha dicho: “Un amigo es una parte de nuestro yo atomizado.” 9 El cuento forma parte de Las plagas secretas y otros cuentos (2001). |