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Bonifaz Nuño, universitario de excepción
Juan Ramón de la Fuente
Hablar de Rubén Bonifaz Nuño es hablar de poesía, de impecables traducciones de los clásicos, de una vida que ha enriquecido, como pocas, nuestra lengua. Hablar de Rubén Bonifaz Nuño es hablar con orgullo de México. Pero hablar de Rubén es también, y sobre todo, hablar de la Universidad.
Conocí a Rubén desde que era yo muy joven. El mejor de los poetas, decían mis padres, cuando salían a relucir su nombre o sus obras. Bonifaz, el de las convicciones firmes, el defensor de lo nuestro, de lo mexicano. El caballero generoso, de trato sencillo y amable. Siempre con un fino sentido del humor, aun en circunstancias adversas. Y vaya que si alguien ha sabido enfrentar la adversidad con entereza ha sido él.
Conversaciones interminables en la casa de la calle Crestón en la que él se sentía, se siente, como en su propia casa. Con Clementina Díaz y de Ovando, Licha García Barragán, Jorge Carpizo, los Fix, los León Portilla y los Valadés, entre tantos otros universitarios de cepa, cuyas conversaciones revelaban vericuetos inéditos de la vida universitaria.
Luego vinieron los años difíciles, la larga noche que se abatió sobre la UNAM. Las notas de Rubén llegaban a mi casa una tras otra. Solidarias, generosas, luminosas, irremisiblemente optimistas. Sin importar cuán difícil había sido el día, cuán larga había sido la noche.
“La Universidad es invencible, Juan Ramón, tu pelado amigo te lo asegura. Si necesitas un guarura me llamas, estoy puesto.” También llegaban sus reflexiones: “Máxima es nuestra universidad porque máximos son sus profesores y sus estudiantes, máxima es su capacidad para vencer obstáculos y máximos son los beneficios que le ha dado a la nación.” Ahora yo agrego: y máximos sus poetas que, como Rubén, han sabido darle a través de la palabra dignidad y altura insospechables.
Rubén Bonifaz representa lo mejor de nuestro espíritu, de nuestra tradición intelectual. Valiente y congruente. Dice exactamente lo que piensa y vive como le ha venido en gana hacerlo. Más preocupado por los demás que por él mismo.
“Entre el azul y el oro prefiero el oro, para darle un baño a mis chalecos que ya les hace falta”, me dijo alguna vez con tal solemnidad que una de mis hijas –que estudiaba en la UNAM, por supuesto– sigue intrigada con los chalecos bañados en oro.
Si bien la obra de Rubén es deslumbrante, su lado humano es aún más. Es capaz de salirse de la fila de un cine para dejarle su lugar a una señora desconocida que llega con sus hijos. Me consta. Sabe llorarles en silencio a sus amigos que se adelantan en el camino y honrarlos en voz alta con fraternal devoción. Que lo diga si no Henrique González Casanova.
Yo no puedo imaginarme a la Universidad Nacional Autónoma de México sin Rubén Bonifaz Nuño y, por supuesto, tampoco puedo imaginarme a Rubén sin la Universidad, su Universidad. “A ella me debo y a ella me he entregado”, lo dice con tal fuerza y convicción que no hay quien pueda dudarlo.
Cuando se me invitó a escribir estas líneas me sentí honrado y emocionado. La emoción surge por el afecto, el respeto y la gratitud que le guardamos. Es la emoción que sólo se experimenta al hablar de un universitario verdaderamente de excepción. Un mexicano al que mucho le debemos, aunque él no se lo tomará en serio. Dirá que todo lo planeamos un día que no teníamos ninguna cosa que hacer.
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