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Ver día anteriorViernes 30 de octubre de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Sobre dioses y muertos
E

l rostro de Tonatiuh está labrado en el centro del Calendario Azteca. La Piedra del Sol o Cuauhxicalli, que se halla en el Museo Nacional de Antropología de la ciudad de México, es la pieza arqueológica más representativa de la cultura mexica. A los lados de Tonatiuh (el Sol) encontramos sus manos, cada una con una pulsera, un ojo y una ceja, porque nada se le puede ocultar. En sus manos, que tienen forma de garras. Tonatiuh apresa un corazón humano; y su lengua es un cuchillo de pedernal, que simbólicamente está pidiendo que se le alimente con sangre.

Esta imagen es utilizada por Eugen Drewermann en su libro Clérigos: psicograma de un ideal (Madrid, Editorial Trotta, 1995) para decirnos que el dios de la luz y de la vida sólo puede vivir por el sacrificio voluntario de una víctima humana. Tonatiuh, dentro de la mitología azteca, nació cuando el pobre y humilde Nanahuatzin “se ofreció en sacrificio por la salvación del mundo, arrojándose libremente a la llama voraz del horno de los dioses.

A ese ejemplo heroico de autoinmolación divina por amor, cuyo testimonio perdura en el sol de cada mañana, los aztecas oponen el comportamiento de Tucuciztécatl que, por arrojarse al fuego en segundo lugar, apenas logró transformarse en la luna.

Después de narrar estos hechos, el filósofo, teólogo y sicoanalista alemán dice que los dioses se ofrecen en sacrificio por el mundo y por la humanidad, y los hombres consagran a los dioses su propia existencia y la realidad mundana en el sacrificio de su muerte. A continuación, agrega que sólo el sacrificio mantiene y mueve el mundo. Ahí radica el misterio más insondable de la divinidad. De la sangre del sacrificio divino fluye una corriente de vida para todo lo que alienta.

En otro de sus libros (Dios inmediato: conversaciones con Gwendoline Jarczyk (Madrid, Editorial Trotta, 1997), Drewermann se pasa al Nuevo Testamento y expresa algunas de sus opiniones más polémicas. Para él la idea de que el hijo de Dios debe ser matado y consumido para la redención del mundo le parece una idea absolutamente arcaica, un ritual que procede de la edad de piedra, una arquetipo, en el sentido que Jung daba a esta palabra.

Este pensador herético sostiene, tras haber contemplado las pinturas de Altamira y Lascaux, que “los cazadores de la era glaciar mataban a un animal, que de hecho era divino, y recibían a la divinidad misma en la carne matada y consumida.

Desde esta perspectiva, la eucaristía, como es comprendida todavía, parece un sacramento arcaico, cuyas raíces vitales se remontan a esta protohistoria.

Por supuesto, no quiero provocar controversias de tipo religioso. Lo que me interesa es utilizar los sacrificios de Nanahuatzin y de Jesucristo, y la idea de recibir la divinidad a través de un determinado alimento en dos momentos históricos diferentes como ejemplo de lo que en filosofía de la religión y en sicoanálisis se conoce como el retorno de lo reprimido. Mediante este proceso descrito por Freud los elementos reprimidos, al no ser nunca aniquilados por la represión, tienden a reaparecer haciéndolo de un modo deformado.

Tanto en la historia de las ideas como en la vida de cada individuo, el retorno de lo reprimido y la compulsión a la repetición nos dicen que todos los hombres estamos hechos del mismo barro y que todas las guerras son injustas porque nuestras diferencias siempre son ilusorias.

Todos recorremos inexorablemente el camino de la vida muerte, atravesados por el retorno de lo reprimido y por la compulsión a la repetición, tras la que se agazapa, silenciosa, la pulsión de muerte.

El próximo 1º de noviembre, el retorno de lo reprimido y la compulsión a la repetición nos llevarán a los cementerios para estar con nuestros muertos que, desde tiempos inmemoriales, pensaron en la inmortalidad del alma.