Opinión
Ver día anteriorViernes 30 de octubre de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Buenaventura
N

o se tiene todos los días la suerte de caer sobre una obra maestra.

A finales de agosto, una tarde canicular, con casi 40 grados de temperatura a la sombra, se me ocurrió recorrer los 400 infinitos metros que me separan de la librería Compagnie: quería comprar algunos ejemplares de la obra de Georges Simenon, publicada en veintitantos volúmenes por la editorial Omnibus.

Con motivo del centenario de su nacimiento, pasaban en la televisión películas de su comisario Maigret, interpretado por Jean Gabin, Michel Simon, Charles Laughton y otros grandes actores.

De regreso a casa, después de un regaderazo de agua fría, si así puede decirse del agua tibia que salía de la llave, me instalé a leer uno de los tres volúmenes que había comprado. Después de todo eran las vacaciones y qué mejor manera de viajar y gozar de un tiempo vacante si no es la lectura de un Maigret u otra novela de Simenon. No me di cuenta cabal en esos momentos, atribuyendo la frescura al caer de la tarde y a sus esbozos de penumbras, pero lo que me había descansado de ese agobio irrespirable de calor era la bruma descrita por Simenon. La neblina de los puertos donde el comisario lleva a cabo una investigación. El chipi chipi, más constante, más fino, ese “crachin” que se esparce como las gotas de un baño de vapor. La lectura de esas callejuelas lluviosas y frías del fin de otoño donde el comisario camina reconstruyendo en su persona las causas de un crimen me hizo olvidar el calor extenuante.

Y, sin embargo, no hay realidad sino en el placer y el dolor. De ahí, tal vez, que se olviden a medida que su sensación desaparece. Reales, no son imaginarias, ¿cómo imaginarlas entonces? La canícula se me convirtió en una palabra, olvidado el insostenible calor, que iba a sentir un día de frío leyendo un cuento de Simenon.

Hace unas cuantas noches, ante el asalto de un invierno que se anuncia inclemente, abrí uno de los volúmenes de Simenon. Leí algunos Maigret, dos o tres novelas cortas. Un cuento largo: L’Escale de Buenaventura. Me vino a la mente el puerto de Colombia mencionado por la prensa las últimas semanas: millones de dólares recuperados por la policía provenientes del narcotráfico.

A finales de los años 30, principios de los 40, el puerto de Buenaventura no era más que un muelle y un hotel: inmensos muros vacíos, escalinatas, columnas de yerro, puertas abiertas sobre recámaras donde las camas no esperan a nadie.

No sé si Georges Simenon, quien viajó mucho durante su vida, fue realmente a Colombia, o a Buenaventura, pero, una de dos: fue a ese puerto, su memoria es fiel y su descripción es justa, o no fue y su talento es aún más notable.

En efecto, el lector se siente de inmediato transportado a ese puerto desierto, penetra en ese hotel desierto, siente la canícula y el hastío que rezuman los muros y el vacío; finalmente, transpira él mismo a su vez, aplastado de soledad y de esa angustia que esparce el sentimiento de abandono en el seno de una situación absurda. ¡Hasta el olor de los lugares llega a la nariz!

Es asombroso leer bajo la pluma de un escritor de origen belga, más habituado a las ciudades brumosas del norte de Europa, un relato tan justo de un paisaje y una atmósfera tan exactamente tropical. Acaso la situación de extranjero permite a veces ser aún más sensible a las particularidades locales. A condición de tener talento, si no genio.

El de Simenon consistía en impregnarse, como una esponja, de un ambiente, de un lugar. Se cuenta que podía permanecer mucho tiempo sentado a la mesa de un café sin decir nada. Escuchaba, miraba, sentía, cual un hurón que confía más en su instinto que en su razón.

Luego, no le quedaba sino descargar en la escritura todo lo que había almacenado: con todo y el dictador derrocado que sigue jugando su suerte... contra una máquina.

Si existe eso que se llama realismo mágico, me pregunto si L’Escale de Buenaventura no se halla en sus orígenes.