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El último suspiro del Conquistador/ II

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a semana pasada dejamos a Jacinta y a Andrés embobados la una con el otro y al revés, en algún hostal próximo a la frontera franco-suiza. Se habían conocido horas antes, en la estación de Montparnasse, cuando ambos estaban a punto de abordar el tren a la nación helvética. En el camino decidieron no llegar a sus respectivos destinos originales (él se dirigía a Meyrin en viaje de estudio, ella a Ginebra en turismo de fin de semana), dirigirse a cualquier pueblo e irse juntos a platicar y a hacer más cosas. Entre una y otra de esas, Jacinta le contó a Andrés que había investigado a los almeros de la cuenca del Usumacinta que se dedican a enfrascar (y a almacenar, en su caso) el ánima –contenida en el último suspiro– de los moribundos y le expresó su sospecha de que en el aire contenido en los frascos correspondientes había algo más que aire, es decir, algo que ella no sabía qué era, pero que en una de esas resultaba ser realmente, ¡gulp!, el alma del individuo. Inicialmente, Andrés recibió la elucubración con el escepticismo propio de un físico próximo a concluir el doctorado. El joven desarrollaba una experimentación de frontera sobre la caracterización del plasma de quark y gluones, o bien con una pequeña aportación a la búsqueda del Higgs y Susy, y no me pregunten qué es todo eso, porque yo no más transcribo lo que puede hacer un físico mexicano en el laboratorio del CERN en Saint-Genis-Pouilly. Pero Andrés no requirió de una colisión de hadrones para dar cabida en su mente rigurosa a la idea de Jacinta: un par de orgasmos bien trabajados le bastaron para reorientar sus inquietudes teóricas y prácticas, y si la historia resultante fuera cierta, bien podrían haber sido los más trascendentes en la historia del pensamiento científico. Yo no digo que sí ni que no: simplemente consigno la historia tal y como me la contó uno de los participantes, y tampoco revelaré cuál de los dos.

Una referencia fundamental que omití sin querer en la versión impresa del capítulo anterior (pido perdón por la omisión, oportunamente señalada por el lector Alejandro Murillo) es que originalmente Jacinta supo de los almeros por El embotellador de almas, un cuento de Eraclio Zepeda cuya versión en audio, y con voz del autor, puede hallarse, entre otros sitios, en el blog contandoelcuento.bli-goo.com. Fue por leer o escuchar esa historia que Jacinta, una mujer de intuiciones privilegiadas, sospechó que la práctica de enfrascar almas podía ser algo más que ficción, y que, años antes de encontrarse en Francia con Andrés, decidió ir a Chiapas en busca de los almeros. En su práctica de campo dio con algunos de ellos, todos muy viejos. Sintetizando los testimonios obtenidos en ese viaje, ella anotó en su diario de campo lo siguiente: “Quiere la tradición que algún día el aire contenido en esos frascos se licuará y que si se emplea el fluido resultante para humedecer una pizca de hueso del difunto, será posible regresarlo del otro mundo. El problema es que nadie dijo cuánto tiempo hay que esperar para que el gas del frasco se vuelva líquido y que, desde tiempos inmemoriales, los almarios pasan de una generación a otra de enfrascadores sin que ninguno de ellos haya intentado el ritual de la resurrección. Si el conjunto de muebles y recipientes no ha desembocado en una proliferación incontrolable, como las explosiones demográficas que tienen lugar en los cementerios, es porque la credibilidad de estos profesionales se ha visto mellada por la vida moderna y cada vez menos personas recurren a sus servicios.

Dicen que la precisión y la oportunidad son fundamentales a la hora de atrapar el ánima del expirante, pues si ésta se mezcla con aire común, el resucitado será por consecuencia lerdo y distraído, o incluso tarado, y que si el recipiente se deja unos segundos de más en la fosa nasal del cadáver, se contaminará con efluvios mortíferos que tendrán por consecuencia un resurrecto desapegado y cruel. El frasco debe contener el alma y nada más. Pero este debate no ha podido ser zanjado en la práctica, pues todas las almas que han sido enfrascadas siguen esperando su momento de licuefacción.

Conforme entrevistaba a los enfrascadores, a Jacinta le asaltó el deseo de poseer uno de los recipientes. Una tarde abusó de la confianza de un almero que la había albergado en su casa: en un momento de ausencia del anfitrión, robó de un viejo almario un bote de vidrio soplado que tenía, colgado con una cadenita antiquísima, el escudo de armas del Marquesado del Valle de Oaxaca. La antropóloga concluyó que se había convertido en la feliz propietaria del alma de don Hernando Cortés Monroy Pizarro Altamirano, escribí en la navegación de la semana pasada, y el lector Ernesto Carranza me expresó su gentil indignación porque Jacinta debe ser considerada la infeliz ladrona que, aprovechándose de la confianza del almero, le hurtó algo que seguramente para él tenía un sentido más trascendente, y no un supuesto afán antropológico. Concuerdo con ese juicio. El hecho es que, tras su fechoría, Jacinta regresó radiante a la ciudad de México; que en los meses siguientes se hundió de cabeza en la lectura de todos los cronistas habidos y por haber (desde Alva Ixtlixóchitl, Fernando, hasta Vázquez de Tapia, Bernardino, pasando por todo el resto del abecedario) y que en los renglones de alguno de ellos encontró la pista del almero Tomás: un brujo que nubló el entendimiento de Cortés con la promesa de la inmortalidad, decía la crónica, y al que el Conquistador mantuvo a su lado desde que lo reclutó en su expedición a Las Hibueras hasta que regresó a España para desenredar las intrigas que se cernían sobre su cabeza.

Quién sabe qué le dieron de tragar en la Madre Patria; es posible que una butifarra podrida haya logrado lo que no consiguieron los ejércitos aztecas durante la Noche Triste. La cosa es que Cortés enfermó del vientre y que murió el 2 de diciembre de 1547, en Castilleja de la Cuesta, a los 63 años de edad, con un cura horrorizado a la izquierda y el indio Tomás, impertérrito, del lado derecho, y entre una demasía de eructos y flatulencias, mentadas de madre a granel e imprecaciones contra el jodido Rey Nuestro Señor, quien tan mal le había pagado sus servicios monumentales a la Corona. En el momento postrero, Tomás pronunció un conjuro en su lengua y realizó un pequeño ritual que fue visto con benevolencia por el sacerdote, quien tal vez deseaba alejarse lo más pronto posible de un muerto tan blasfemo y pedorro. Entregó el alma, decía la narración que leyó Jacinta. Entregó, mis huevos, se dijo para su coleto la sagaz antropóloga, que siempre ha sido mal hablada: Se me hace que a este güey lo embotellaron, y que hoy está en el cuarto de servicio de casa de mis papás.

Años más tarde, sobre el colchón demasiado blando de un hostal barato en los alrededores de la frontera franco-suiza, Jacinta preguntó a Andrés si con los instrumentos contemporáneos era posible realizar un análisis exhaustivo del gas contenido en un frasco sin abrir el recipiente y sin alterar su contenido. “Imagínate –replicó él–, si los astrónomos son capaces de determinar la composición química de cuerpos situados a mil años luz de la Tierra, sin más datos que la lucecita pinche que nos llega a través de esas distancias, cómo no se va a poder analizar tu dizque suspiro de difunto”. ¿Lo harías?, preguntó ella con ansiedad. Entonces Andrés dio a Jacinta un mucho más trascendente que el matrimonial y se comprometió a investigar qué clase de contenido podía haber en un frasco que, en ese momento, se encontraba a miles de kilómetros de allí. Pero, antes de eso, ambos tenían que tomar decisiones sobre lo que harían en los momentos próximos, en los días siguientes y en los meses por venir, y en esas disyuntivas a nosotros nos llega el tiempo de escribir continuará.

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El próximo sábado La Jornada conmemora su 25 aniversario. La circunstancia nacional actual es la más grave y preocupante de ese cuarto de siglo. Me atrevo a estar seguro de que si nuestro diario no existiera, la situación de México sería mucho peor.