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Verónica Murguía
Jugar con fuego
He contado las palabras del título original de la segunda novela de Stig Larsson, Flickam Som Lekte Med Elden y creo que la traducción es La muchacha que jugaba con fuego. En inglés es The Girl who Played with Fire, así que no entiendo por qué en español se llama La muchacha que soñaba con un bidón de gasolina y un cerillo, ni por qué la protagonista aparece engalanada en la portada con un vestido rojo que no usaría ni para disfrazarse. Pero no importa, el chiste es tener en la mano las espeluznantes aventuras de Lisbeth Salander, la extravagante heroína de la trilogía Milenio, del fallecido Stig Larsson.
En esta segunda entrega es aun más evidente el esfuerzo del autor por mostrar las fallas en el sistema social sueco: las corruptelas, las negligencias, la misoginia y, como una sombra, la persistente amenaza de la ultraderecha, sombra que también oscurece la Suecia de Henning Mankell.
Salander, a diferencia de Kurt Wallander, el héroe de Mankell, un hombre como uno, metido en broncas pavorosas, es una heroína extraña: padece síndrome de Asperger, una forma tenue de autismo, que impide que se relacione normalmente con quienes la rodean. El síndrome de Asperger también la priva de tener sentido del humor y limita su contacto placentero con el arte. Sin embargo, en esta novela encontramos a Salander fascinada con las matemáticas, para las cuales tiene una facilidad extraordinaria. Anda por todas partes con el libro Dimensiones en las matemáticas, del doctor Parnault. En la primera parte, donde Parnault explica las bases del sistema pitagórico, Salander siente que se le hace la luz. Se entusiasma hasta el delirio y termina haciéndose bolas con el teorema de Fermat, un problema matemático planteado por el señor Pierre de Fermat en el siglo XVII y que hizo trizas la cabeza a generaciones de matemáticos, hasta que fue resuelto ¡en 1993!
Pierre de Fermat |
Este trazo maestro en el retrato de un personaje, completa la ya atractiva figura de la protagonista. Atractiva, sí, pero de forma extraña. No es simpática, ni amable. Es una feminista sui generis, capaz de ejercer una inquietante violencia contra aquellos que lastiman físicamente a las mujeres, pero carece de cualquier filiación política. Se viste como un muchacho, pero se pone implantes en los pechos porque le molesta ser plana. Tiene relaciones sexuales con hombres y mujeres, y no se ata por ello a nadie. No siente remordimientos y muchas muertes la dejan indiferente, pero es leal. Su desmesurada inteligencia es poco común. Ni los psiquiatras, trabajadores sociales o colegas que la han tratado sospechan qué tan inteligente es, y ella aprovecha esto como una especie de defensa. Es una hacker portentosa: cada vez que alguien entorpece sus planes por desidia, misoginia o maldad, enciende su lap top y le da en la torre. Averigua hasta qué calzones tare puestos su enemigo y ay de quien traiga algo sucio entre manos, así sea robarse el Canderel en la cafetería. En resumen, es una marginal que desconfía de la autoridad y que solita se enfrenta a los villanos y a los buenos policías, que no saben ni por dónde empezar. Una delicia.
El asunto tiene que ver, como siempre en las novelas de Larsson, con las mujeres. En esta ocasión, con la trata de blancas, con las miles de muchachas que llegan a Suecia –o Estados Unidos o España, o el DF, para no irse lejos– de Europa oriental con la promesa de un trabajo normal y acaban languideciendo en un burdel. Esto, lo sabemos, ocurre en Tailandia, en México, en India, en Australia, pero, ¿en Suecia?
En Suecia hay de todo: un villano ruso que pone los pelos de punta, otra semejanza con Mankell, que en La leona blanca nos asustó a los lectores con el terrible Konovalenko. Pero hasta ahí los parecidos, porque el inspector Wallander no siente afinidad con las computadoras y hace todo, hasta donde se lo permiten sus aventuras, según el reglamento, mientras que Salander se salta todas las trancas.
A lo largo de la novela descubrimos un país donde una gran clase media toma las decisiones, donde las mujeres avanzan hacia la igualdad económica, educativa y sexual, donde se comen millones de sandwiches y hace un frío del demonio. Al cerrarla, le queda a uno una envidia horrible.
Lo único que se me ocurre para aliviar la envidia es portarse como sueco –civilmente– donde y cuando se pueda. Y quizás tomar un curso de matemáticas y ponderar el teorema de Fermat.
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