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Hugo Gutiérrez Vega
GUTIERRE TIBÓN Y CAVALCANTI
Gutierre Tibón, por su amplitud de miras, su curiosidad infatigable y su profundo conocimiento de muchos y muy variados temas, fue, al mismo tiempo, un renacentista y un ilustrado del enciclopédico y libertario pensamiento iluminista. Leonardo da Vinci, Giordano Bruno, Pico della Mirandola, Maquiavelo y Campanella se reúnen con D'Alembert, Diderot, Rousseau y Voltaire para entregarnos la contrastada imagen de un intelectual que fue, además, un personaje de la vida pública de México. Recuerdo su papiniana columna Gog y Magog, que aparecía en el diario Excélsior e iluminaba muchos momentos de la cultura universal y, en particular, del rostro de México y de la historia de nuestro país tan dañada por las posturas maniqueas y tan necesitada de una visión objetiva y libre de prejuicios ideológicos.
Historiador, filólogo y antropólogo, al margen, pero respetado por la Academia , forjó una obra en la que los hallazgos y las claves de interpretación son, al mismo tiempo, brillantes y bien fundadas. Ahí está su Historia del nombre y de la fundación de México, como prueba de esa mezcla de rigor y de imaginación que caracterizaron su vida y su obra. Por eso la Universidad Michoacana le otorgó el grado de Doctor Honoris causa y la unam le abrió las puertas de la cátedra de filología comparada y de alfabetología. En sus manos estuvo el Premio Alfonso Reyes y la Academia de la Lengua lo nombró miembro honorario.
Su obra variopinta y personalísima (por eso la colocamos gozosamente al margen de la Academia) se pasea con alegría y rigor por temas como el del ombligo como centro erótico, como el de la presencia de México en Europa y África (tal vez el más inteligentemente esotérico de sus temas), los diccionarios etimológicos, una desenfadada heráldica y un novísimo Diálogo de la lengua, libro que conserva toda su originalidad y novedad.
La última vez que lo vi fue en Granada, en una peculiar ceremonia en la que se le ponía su nombre a una calle de la ciudad que fue el último reducto de la prodigiosa cultura de Al Andalus. Tenía Gutierre ese inofensivo capricho y gozó enormemente cuando el pomposo alcalde de la ciudad descubrió la placa con el nombre del sabio que tenía rostro de lector y aires de poeta renacentista. Recuerdo que dijimos poemas de Cavalcanti y unos versos del cancionero de Petrarca. Lo que entusiasmaba más al escasamente docto alcalde de la ciudad de Boabdil era el hecho de que Gutierre fuera el inventor de una milagrosa y revolucionaria máquina de escribir portátil, que fabricaba la Olivetti. Esa noche caminamos por el Paseo de los Tristes y reunimos a García Lorca con Garcilaso, Boscán, Cavalcanti y ese mensajero del “itálico modo” que fue Baldassare Castiglione.
Miguel Ángel Muñoz, joven renacentista que cultiva la poesía y dedica sus esfuerzos mejores a la crítica de arte, nos entrega un hermoso, inteligente y ameno libro (las tres virtudes son difíciles de juntar) que incluye una erudita introducción, una bien organizada antología y una entrevista en la que Gutierre aparece de cuerpo entero y en la que resaltan todas las facetas de su personalidad y la narración de su paso por un mundo convulsionado, de su llegada a México y de su enamoramiento por el país, su historia y sus constantes contradicciones. Los aspectos biográficos son los más gozables, como lo es también la disquisición de Miguel Ángel sobre la polivalencia intelectual de su entrevistado. Me emocionó escuchar en la entrevista el encuentro con Isidro Fabela en Ginebra. Corría el año de 1938 y México había sido el único país defensor de la Etiopía invadida por los superarditti del largirucho Duque de Aosta, alicuije del trágico payaso fascista del Palazzo Venezia. En la liga de las naciones constaba el voto mexicano en contra del imperialismo fascista. Lo había dado don Isidro Fabela, que de una misteriosa manera señaló a Gutierre el camino hacia México.
Mucho le debemos a Gutierre Tibón y este libro documenta las razones de nuestro agradecimiento. Lo veo sonriendo en las calles granadinas y vienen a mi memoria los versos de Cavalcanti dichos en la semipenumbra del Paseo de los Tristes.
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