Opinión
Ver día anteriorSábado 13 de junio de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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El debate Butler-Laclau
E

l año pasado apareció en el Fondo de Cultura Económica la edición en español de la antología compilada por S. Critchley y O. Marchart que reúne un cúmulo diverso de ensayos dedicados a reflexionar sobre la obra de Ernesto Laclau (Laclau. Aproximaciones críticas a su obra. FCE, México, 2008. Trad. Teresa Arijón). Al final del tomo se incluye la correspondencia en la que el mismo Laclau y Judith Butler discuten sobre uno de los temas menos redundantes y más espinosos de la política contemporánea: ¿cómo entender y formular hoy en día el tema o, mejor dicho, el problema de la igualdad? Aunque la discusión tiene una historia propia que el lector podrá encontrar en las páginas del volumen publicado por Ch. Mouffe, S. Zizek y Laclau en 2000 (Contingencia, hegemonía, universalidad. Diálogos contemporáneos en la izquierda), en ésta su continuación se pormenorizan algunos de los dilemas que han atraído, en la última década, la atención del pensamiento más lúcido con el que cuenta la izquierda contemporánea. Cuatro años, se puede aducir, son muchos años para no perder el paso de las discusiones sobre teoría política (la versión original en inglés se publicó en 2004). Pero es un mérito del Fondo el haber puesto a disposición en un lapso tan breve –dadas las inclementes condiciones que afectan a la industria editorial– la edición en español.

El debate versa, entre otros temas, sobre la dificultad de pensar y formular un concepto de igualdad que responda a los reclamos, cada vez más crecientes, de fincar el orden jurídico y de representación en el principio de la diferencia. La asimetría moderna entre el principio de igualdad y el de la diferencia fue reconocida hace, por lo menos, dos siglos (por el propio Kant, por ejemplo), Tan sencillo como esto: impartir derechos iguales a quienes son desiguales redunda en mayores desigualdades. La igualdad puede contener en sí una maquinaria de la desigualdad.

Por ejemplo, los exámenes para acceder a la educación superior pública en México ilustran este dilema. El examen es igual para todos. Pero lo más probable es que quienes provienen de hogares con mayores niveles educativos obtengan las mejores calificaciones. Si el propósito de la educación pública es igualar los niveles de enseñanza, el igualitario examen redundará en el resultado contrario: quienes seguirán educándose son los que ya cuentan con un alto nivel educativo. La igualdad perpetúa la desigualdad.

En la otra franja, se encuentran los extremos posibles que puede propiciar el principio de la diferencia. Durante las discusiones sobre la reforma de los derechos indígenas en el sexenio pasado, se debatió si las particularidades que implicaban los derechos étnicos implicaban que las mujeres indígenas ya no estarían protegidas por los derechos universales que consagra la Constitución a todas las mujeres, indígenas y no indígenas.

En rigor, quien lanzó la primera piedra de esta discusión fue Chantal Mouffe en su texto Dimensions of radical democracy, donde escribe: para que el pluralismo resulte compatible con la lucha contra la desigualdad, no todas las diferencias pueden ser aceptables. Esta advertencia desató la polémica: ¿cómo distinguir entre diferencias aceptables y no aceptables?; ¿quién fija los criterios de esta distinción?; y, más general, ¿entonces cuáles son los límites de la igualdad?

Así sea como un apunte al margen, la noción de diferencia inaceptable debería, si efectivamente se quiere hacer frente a la desigualdad, formar parte de la cultura y la mentalidad comunes en las sociedades de América Latina. Inaceptable debería ser que un Estado presumiese los bajos salarios de su población para atraer inversionistas (por cierto las inversiones no llegan por los bajos salarios, sino por las altas productividades. Inaceptable debería ser también llamar responsable a una política económica que coloca al 20 por ciento de la población en el umbral del hambre, en aras de mantener un régimen de altos dividendos.

Pero el argumento de Mouffe, y después de Laclau, va más lejos. Hay un nuevo límite, por decirlo de alguna manera, de las tensiones producidas por la compleja relación entre la diferencia y la igualdad. Ese límite está dado por la viabilidad de mantener el pluralismo político. Y ésta es precisamente la virtud de la teoría sobre la hegemonía democrática de Laclau. Una teoría que nos permite repensar el dilema de cómo se puede construir una sociedad más justa a partir de entender el fenómeno democrático como una de las condiciones sustanciales para emprender esa construcción.

Laclau sostiene la necesidad de reformular un universalismo (en una versión casi kantiana) de los deferendos de la política, para situar el problema de la diferencia como una deriva histórica de ese universalismo. Judith Butler, acaso la más lúcida de las pensadoras feministas que han puesto en entredicho al feminismo ortodoxo, sostiene por el contrario que el cabal reconocimiento del principio de la diferencia nos obliga a pensar ya no en una reforma al universalismo, sino en un nuevo tipo de derecho. Uno que, valga el atrevimiento, se podría formular como aquel que entiende el sustento del orden social en un derecho multiversal. Es decir, una manera de percibir no sólo a la política sino a la sociedad entera, ya no como un arreglo que se deriva de principios generales, sino como un encuentro que está obligado a iterar y equilibrar las diferencias permanentemente. Difícil no estar del lado de Butler.