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Vicisitudes de la baronesa del pincel
 
Periódico La Jornada
Martes 2 de junio de 2009, p. 5

Cuenta una leyenda que a finales del siglo XIX nació en Moscú, en el seno de una familia aristócrata, María Gorska. Su madre, Lavina, era polaca, y su padre, Boris, un acaudalado judío ruso.

Dicen que María tenía un carácter fuerte, autoritario, acostumbrada a que le cumplieran sus caprichos, algo no muy común en una época donde la mayoría de las mujeres debían tener un bajo perfil y ser sumisas.

Ese espíritu rebelde hizo que la pequeña María llevara a cabo osadas empresas; la más grande de todas, reinventarse para convertirse en una célebre pintora: Tamara de Lempicka.

El nombre lo adopta inspirada por el gran poeta romántico ruso Mijail Lérmontov (1814-1841), quien en una de sus obras habla de una mujer a la que el demonio mata con un beso, pero que aun así salva el alma gracias a un ángel.

Antes de cumplir 20 años, Tamara se casa en San Petersburgo con el abogado Tadeusz Lempicki (de quien adopta el apellido), en una ceremonia de la que se hablaría durante mucho tiempo por el lujo y la ostentación; dicen que la cola del vestido ocupó todo el pasillo central de la iglesia.

Pero el cuento de hadas terminó pronto, con el estallido de la Revolución de Octubre (1917). Encarcelan a Tadeusz y ella debe gestionar su liberación, para luego huir a Copenhague. En 1923 se trasladan a París, donde nace su hija Kizette, quien sería la gran compañera de su vida.

La pareja vive en un pequeño cuarto de un hotel barato. Tadeusz no encuentra trabajo y Tamara de Lempicka decide tomar las riendas de la economía familiar y comenzar a pintar (oficio que conoció al lado de su abuela) para obtener algo de dinero con algunas de sus amistades todavía pudientes.

Así nace la artista que durante esos años locos sorprende, seduce y transgrede. Con paso firme y aplomo comienza a recorrer los senderos del arte, del compromiso social y de un incipiente feminismo.

Quizá para protegerse de quienes la critican por la libertad que ejerce en su vida (dicen que probó de todo: sexo, drogas), crea una coraza, transformándose en un ser misterioso, en una diva que falsea desde la fecha de su nacimiento hasta el lugar. Sólo así logra triunfar.

Se divorcia e inicia una relación con el barón Raoul Kuffner, coleccionista de su obra, quien se casa con ella al quedar viudo y otorga a Tamara lo que había perdido por la revuelta bolchevique: un título nobiliario, dinero, cultura y posición social.

Pero otra guerra la arranca de su nuevo sueño. En 1939, debido al nazismo, debe huir a Estados Unidos, donde enamora a las estrellas hollywoodenses. Se hace amiga, entre otros, de Dolores del Río, Tyrone Power y George Sanders, quienes la llaman la baronesa del pincel.

En Chicago trabaja con Willem de Kooning y Georgia O’Keeffe. Finalmente se instala en Beverly Hills, California, donde continúa pintando, pero en 1943 se presentan los primeros síntomas de arteriosclerosis.

En 1962 su esposo Raoul muere y esa ausencia la desequilibra. Su hija le pide que se mude a Houston. Pero no se llevan del todo bien y Tamara, quien deja de pintar con la constancia de antes, decide, en 1978, establecerse en México, en el estado de Morelos, donde manda construir una hermosa casa que llamó Tres bambús, diseñada por un arquitecto japonés.

Rodeada de amigos jóvenes, sigue pintando en tanto su salud se lo permite; sus manos no le responden y los cuadros que realiza no tienen la calidad de las obras que apasionaron a miles durante los años locos.

A punto de iniciarse la primavera de 1980, el 18 de marzo, Tamara muere mientras dormía al lado de su hija Kizette, quien con el escultor Víctor Manuel Contreras, cumple el último deseo de su madre: que la cremen y sus cenizas sean esparcidas en el cráter del Popocatépetl. Un final digno de su leyenda.

En 1994 su nombre vuelve a estar bajo los reflectores cuando la cantante Barbra Streisand vende el cuadro Adán y Eva (1931) en 1.8 millones de dólares.