Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 30 de noviembre de 2008 Num: 717

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Al Sur
JORGE VARGAS BOHORQUEZ

El verano
DÍNOS SIÓTIS

Pedro Henríquez Ureña, el militante
NÉSTOR E. RODRÍGUEZ

José Carlos Somoza: el estilo fluctuante
JORGE ALBERTO GUDIÑO

Carta desde (La) Resistencia
ESTHER ANDRADI

Los inmigrantes en la era Obama
RAÚL DORANTES Y FEBRONIO ZATARAIN

El alfaquí
PAUL BOWLES

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Columnas:
Señales en el camino
MARCO ANTONIO CAMPOS

Las Rayas de la Cebra
VERÓNICA MURGUíA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

Corporal
MANUEL STEPHENS

El Mono de Alambre
NOÉ MORALES MUÑOZ

Cabezalcubo
JORGE MOCH

Mentiras Transparentes
FELIPE GARRIDO

Poema


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Hugo Gutiérrez Vega

EL EDÉN SUBVERTIDO (III DE VII)

Se ha vuelto a despertar la inquietud por la lectura de los artículos políticos de López Velarde, que a algunos críticos les parecen menores y demasiado locales. En parte tienen razón, pero el que escribió sobre Madero es todo menos menor, y tiene, sin duda alguna, el carácter de reflexión sobre el futuro del país todo. El poeta critica a Madero, pero lo hace desde una perspectiva respetuosa. Su comentario así termina: “Lo juzgo honrado como siempre.”

Me pregunto cómo sería la población de Venado y cómo el juez Ramón López Velarde, en el terrible año de 1912, vivió en “el peñascal desamparado y pobre” del paisaje othoniano. Pierde las elecciones en las que participaba como candidato a diputado suplente por el distrito de Jerez. El regreso y la campaña son importantes para el desarrollo de su poesía, pero le ayudaron muy poco para afinar su visión de los problemas políticos. Sus artículos publicados en La Nación son hábiles y están muy bien escritos, pero son también frecuentemente erráticos e incurren en afirmaciones conservadoras que contrastan con sus balbuceos de anarquismo romántico y sus defensa constante del pensamiento democrático. Por esos años, Tablada comenta con simpatía los “versos manuscritos” que le hizo llegar, y señala la influencia de la poesía de Francis Jammes, autor del sorprendente poema sobre el humilde burrito del Domingo de Ramos, poeta de la sencillez y de lo cotidiano que, al igual que González León observado clarividentemente por López Velarde, tenía en su simplicidad “paréntesis laberínticos”.

Me pregunto cómo era su modesto despacho en la Secretaría de Gobernación, en donde realizaba un pequeño trabajo jurídico (“chambita” en buen mexicano) gracias al apoyo de su amigo Aguirre Berlanga.

Poco sabemos de las clases de literatura que impartió en la preparatoria y en la Escuela de Altos Estudios, pero sin duda volcó en ellas sus aficiones y amores por los simbolistas, Lugones, Tablada, Othón, Darío, Verhaeren, Nervo y González León, entre otros. Se reúne con González Martínez, Efrén Rebolledo, Tablada, Rafael López, y se enamora de Margarita Quijano. Para ella fue el poema “La lágrima.” A partir de 1916 se suceden las nuevas experiencias en la “ojerosa y pintada”, y se publican sus libros. Su poesía sigue siempre en ascensión; así lo demuestran los estudios escritos por Villaurrutia, quien fue el primero que se acercó con talento al complejo mundo de la poesía de López Velarde y abandonó los lugares comunes sobre su candidez provinciana y su “localismo”. Unos años más tarde, otros críticos han vuelto a machacar sobre lo que llaman “provincianismo”. Al final de sus farragosas teorías uno concluye que Dante, Quevedo, Wordsworth y Whitman eran, para su fortuna y para la de las letras, irremediablemente “provincianos”. También demuestran esa ascensión de su poesía los escritos de Phillips, Rivas Sáinz, Juan José Arreola y Octavio Paz.

La poesía de López Velarde, como la de todos los poetas mayores, es un trabajo de amor. Católico y seguidor de Baudelaire, vivió una dicotomía constante que lo obligaba a oscilar entre “el panal de Mahoma” y “en el que cuida Roma en la Mesa Central ”; la sensualidad “Zoraida de grupa bisiesta” lo rodeaba para hacerlo girar en su frenético vértigo y, cuando se dejaba llevar por el éxtasis, lo despertaba la dolorosa sensación de haber incurrido en un sacrilegio. Sin embargo, el misterio de lo femenino se había apoderado de su alma, convirtiéndose en una obsesión que encontró una salida inmejorable en la expresión lírica. Lo iluminaban todas las mujeres: “¡Hermanas mías, todas”, las vírgenes resignadas, las de “la hoguera carnal”, las del “mítico viaje de Damasco” y, sobre todo, las víctimas de la moral cerrada y represiva, las de “la renuncia llana y lisa”, las que salían a los balcones “a que beban la brisa los sexos, cual sañudos escorpiones”. Su erotismo se fundía con la certeza de que la muerte lo corromperá todo. Por eso su imaginería está llena de “puños esqueléticos” desdibujados en “la luna del armario”; de figuras de las danzas de la muerte de origen medieval y de calacas sarcásticas del noviembre mexicano. Por eso escucha en el temporal “crujir los esqueletos en parejas” mientras estalla el “trueno del vendaval”. Dice Paz que el erotismo de nuestro poeta mayor está teñido de crueldad. Esto se da, sobre todo después de San Pablo, en el mundo de las culturas judeo-cristianas, en las cuales dominan el alma de los fieles la culpa, el remordimiento y la angustia por alcanzar el perdón de los pecados de la carne: “Fustigan el desmán del perenne hormigueo/ el pozo del silencio y el enjambre del ruido,/ la harina rebanada como doble trofeo/ en los fértiles bustos, el infierno en que creo,/ el estertor final y el preludio del nido.”

(Continuará)

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