Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 19 de octubre de 2008 Num: 711

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

El fin del mundo ya pasó
BRUNO ESTAÑOL

Los milagros expresivos de la poesía
JAVIER GALINDO ULLOA entrevista con JUAN GELMAN

Henry Miller: antes de regresar a casa
ANTONIO VALLE

J.M.G. Le Clézio: un Nobel multipolar e inclasificable
LUIS TOVAR

Leer

Columnas:
La Casa Sosegada
JAVIER SICILIA

Las Rayas de la Cebra
VERÓNICA MURGUíA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

Corporal
MANUEL STEPHENS

El Mono de Alambre
NOÉ MORALES MUÑOZ

Cabezalcubo
JORGE MOCH

Mentiras Transparentes
FELIPE GARRIDO

Al Vuelo
ROGELIO GUEDEA


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El fin del mundo ya pasó


José Guadalupe Posada, El nuevo Mesías

Bruno Estañol

Para José María Pérez Gay

Cogieron, digo, al Judío Errante y pasó las pruebas del agua, del fuego y de la mancuerda, y declaró muy pintados sus crímenes, tal y tal, que pasaba años sin comer ni beber, que andaba veintisiete leguas en un día, y que poniendo el ojo del culo en una pared, bajadas las bragas, veía lo que pasaba en las casas.

Alvaro Cunqueiro, Las crónicas del Sochantre

I

Lo que te digo ocurrió hace más de cincuenta años; ahora que me acerco a la muerte me da por acordarme de cosas que todo mundo ha olvidado; lo que viví en ese tiempo no lo entendí, ni tampoco comprendí a los hombres y mujeres que conocí en esa época.

Fue por el mes de septiembre cuando el profeta Elías llegó a Frontera; apareció en la plaza del pueblo y orondo declaró que había cruzado el río, de más de un kilómetro de ancho con sus aguas turbulentas y rápidas, caminando sobre él, como si tal cosa. Es una herejía, protestó mi abuela, eso, ni los apóstoles lo hicieron. Predicaba encaramado sobre una banca de hierro fundido del parque con una voz potente y modulada; era un hombre de mediana estatura con el pelo largo y entrecano y una barba tupida y esponjada. A sus pies ponía un cestito para que le dejaran morralla. Vestía con una camisa blanca de manga larga, suelta en la cintura que se movía con la brisa del mar; el pantalón se lo amarraba con una lía de henequén. Hablaba y hablaba en la mañana cuando la gente iba al mercado y en la tarde cuando iban a pasear al parque. Fue la primera vez que oí decir que el mundo se iba a acabar y que todos teníamos que arrepentirnos de algo: que nuestro pueblo iba a ser destruido ya sea por fuego o por agua. Más por agua dijo una viejita medio sorda que lo escuchaba en primera fila. Lo rodeaban las señoras, los campesinos de la ribera y algunos desocupados y borrachos. Algunos íbamos a verlo para pasar el tiempo y para comprobar si las citas bíblicas eran correctas. El señor cura dijo que era un falso profeta y que a lo largo de la historia habían existido muchos falsos profetas. Había toda clase de sectas en el mundo que predicaban cosas inverosímiles. Todas las religiones son inverosímiles, acotó mi abuelo.

Tú no te acordarás de lo que te digo porque eras muy pequeño, o acaso has oído hablar sólo de este profeta aunque antes y después de él llegaron hipnotizadores, ventrílocuos, mimos, funámbulos, perros bailarines, hombres con un oso embozalado, la mujer decapitada, pirotécnicos, la mujer araña, organilleros, danzantes, violinistas, flautistas, monstruos de dos cabezas, políglotas que hablaban lenguas incomprensibles.

Cuando llegó el profeta Elías unos decían que era el judío errante que ya había pasado por España y que se hacía llamar Ashavero o que quizás era el primo o el hijo del judío errante. No, porque no tiene la marca de Caín, dijo mi abuela. Nadie sabía cuál era esa marca pero su opinión era irrefutable. Otros decían que era un demonio disfrazado que viajaba de ocultis y que recorría el mundo asustando a la gente. En el pueblo había otro hombre que le decían el profeta, y que por más señas era buzo y vendía naranjas con sal a la salida de la iglesia; a este otro profeta le decían así porque traía una barba muy abundante y desordenada, pero no tenía talento de predicador.

Mi padrino don Tesoro escuchó al profeta Elías un día que llegó al pueblo; iba don Tesoro muy quitado de la pena, en su coche de un caballo. Seguía con su coche de un caballo cuando ya había muchos automóviles en las calles del pueblo. Después don Tesoro habló conmigo en la tienda y me dijo que el profeta era un loco y recuerdo que dijo: loco apocalíptico. A mí me llamó la atención esa palabra pero después he sabido que a lo largo y a lo ancho de la historia muchos han predicado que el mundo se va a acabar. Estas predicciones las hacen generalmente al principio o a fin del milenio aunque también se han hecho en otros tiempos. La prédica del profeta Elías se iba haciendo cada vez más incendiaria y cada día atacaba más a los pobladores del pueblo a quienes acusaba de ser peores que los de Sodoma y Gomorra; nos señalaba como adoradores de ídolos y de ser ingenuos y crédulos y de estar esperando que algún día íbamos a ser de nuevo un gran puerto de altura con cónsules de Centroamérica, España y Estados Unidos. No sé dónde comía ni dónde dormía aunque aparecía a la hora propicia en donde la gente se amontonaba. No llevaba mujer ni amigo ni perro. Un día en la refresquería de don Lucas un grupo de muchachos planeó darle un escarmiento al profeta. Una mañana en que predicaba cerca del mercado un grupo de ocho muchachos lo manearon y lo tiraron al suelo amarrado de las manos y pies y le cortaron la barba y el cabello con una tijera; después lo desnudaron para saber si no tenía algún tatuaje que mostrara pacto con el diablo y no le encontraron; lo soltaron después y se burlaban de él y le decían; iiii y lo señalaban con el dedo; quedó maltrecho el profeta trasquilado, pero al otro día en la mañana predicó que ese pueblo que quería ser de nuevo un puerto de altura donde entrasen los barcos extranjeros de gran calado se iba a convertir en un pueblo de pobres pescadores si es que antes no acababa por el fuego. Después de eso el profeta desapareció.

De paso te digo que tuvo razón el profeta Elías porque poco después unos malandrines incendiaron el pueblo y ya nunca volvió a ser un puerto de altura.

No sé si eso tuvo que ver con el cambio que desarrolló don Tesoro y que culminó en la madrugada del primero de enero cuando lo fui a ver para llevarle unas vituallas porque mi abuelo temía que se muriese de hambre.

II

Mi padrino don Tesoro Pulido Vidal vivía en un ranchito no muy lejos del pueblo; siempre fue un hombre extraño: mi padre empleaba la palabra maniático. Lo recuerdo como un hombre distinto a todos, tanto en su manera de pensar como en su forma de vestir y actuar. Había vivido fuera del pueblo y después de mucho tiempo había regresado viudo. Mi abuela decía que era un misántropo y neurasténico que por eso vivía solo en una casa de madera encalada. Mi abuelo siempre dijo que don Tesoro vivía solo y su alma porque nunca dejó de extrañar a su mujer doña Ramona Valladares. Vivía siempre pensando en ella y en las mañanas montaba al careto y se iba a la playa para recordarla. Mi padre dijo que don Tesoro había regresado al pueblo después de la muerte de su mujer y que ya nunca quiso tener otra. Eso pasa por enamorarse uno tanto de su propia mujer, dijo.


José Guadalupe Posada, Ilustración para el corrido El fin de mundo

Yo era su ahijado y cuando regresó fue a la tienda de mi abuelo y preguntó por mí. Fui de los pocos que conoció su casa. No sé si alguna vez la conociste, siquiera por fuera. Tenía su porchecito como muchas casas de nuestros pueblos y cuatro habitaciones simétricas, sala, comedor y dos recámaras; la cocina y el baño estaban separadas del cuerpo principal de la casa y los conectaba un corredor con techo de teja roja sin paredes. La sala tenía un piso de cemento pulido que brillaba en la penumbra. En el comedor había una mesa redonda, de una pieza, de caoba oscura. Vestía siempre de dril beige y usaba un sombrero de corcho como el que usaron los ingleses en la India. Traía un fuete colgado de una presilla del pantalón y cuando iba al pueblo maniobraba su tílbury de dos ruedas arrastrado por un caballo careto. Lo recuerdo, con asombro, bajando del tílbury y caminando hacia la tienda de mi abuelo. Era alto, blanco y sonrosado, delgado, de ojos azules y de sonrisa fácil y burlona. Muchos de este pueblo son burlones y también los de mi familia.

No sé si recuerdas haberlo visto alguna vez pasar en su coche de un caballo. Pasaba sin voltear ni saludar a nadie. Supe después que en las mañanas ensillaba al careto y se iba al trote hasta la playa para ver el amanecer. Como te decía fui de los pocos que conoció su casa. Entré y vi en la sala una hamaca colgada y también una silla de montar con manzana de bronce, descansando sobre un burro de madera; un espejo de cuerpo entero reflejaba la habitación desde una esquina; había cuatro mecedoras de mimbre y un sofá de caoba tejido con mimbre en el centro. Pasé al comedor y miré la inmensa mesa circular de caoba casi negra en el centro y un escritorio de ésos que tienen una cortina plegable de corredera. Después pasamos al patio que tenía dos partes; la de adelante era un jardín florido con buganvilias, tulipanes amarillos y rojos y matas de galán de noche. En medio había una higuera y un guayabo. En el patio de atrás vi una docena de gallinas, una cabra y al careto comiendo pastura fresca en un establo de madera. Había un limonero y un árbol de toronja. Me acuerdo que el suelo era arenoso. Más atrás había una veleta de viento para sacar agua del suelo. A lo lejos pastaban unas cuantas cabezas de ganado y un par de caballos. También vi un abrevadero y un corral. No es mucho lo que tengo, me dijo, pero me basta y sobra: a principios de año contrato un jornalero para que siembre maíz y frijol. Pasamos después a una de las habitaciones. Me mostró la biblioteca. Una sola pared estaba llena de libros de piso a techo. Esta es mi biblioteca, dijo, aquí los libros los pican las polillas y las cucarachas carcomen las pastas; las hojas se pegan y cuando vienes a ver no tienes más que la mitad. No alcancé a ver ninguno de los títulos pero en los estantes había libros grandes con pasta de cuero oscuro. Algún día puedes venir aquí a leer alguno. Los libros no salen pero puedes venir y leer el que te interese. Estás en una edad en que necesitas leer para conocer el mundo y sobre todo para entablar un diálogo con muertos inteligentes que son más vivos que tú. La literatura me ha salvado de la aburrición y de la tristeza. Yo tenía quince años de edad y había leído pocos libros aunque en la secundaria había tenido dos maestras excelentes de literatura: la maestra Ondina de Rovirosa y la maestra Petronila de Rodríguez. ¿Por qué regresó usted, padrino? Las palabras me salieron sin darme cuenta. Enseguida me arrepentí. Hay preguntas a las que uno no tiene derecho, pero eso sólo lo he aprendido con los años. Regresé a morir, contestó y empujó la puerta que daba a la otra recámara. Aquí duermo, dijo, pero no me invitó a pasar. La literatura me ha salvado de la melancolía; pedirle que me salve de la muerte es demasiado. Después nos sentamos en el porche y tomamos agua de coco. Yo tenía deseos de preguntarle sobre su mujer Ramona Valladares, pero en ese momento me di cuenta que nunca le preguntaría y que él tampoco me hablaría de ella.

III

A principios de diciembre llegó don Tesoro a la tienda de mi abuelo; con el fuete se golpeaba suavemente el muslo derecho. Ahora te voy a comprar muy pocas cosas querido primo porque el mundo se va a acabar. Un cometa va a chocar contra la Tierra y todo va a acabar en el fuego. Hay millones de cometas en el universo y miles de aerolitos gigantescos girando alrededor del sol; es un milagro que un enorme meteoro no haya chocado antes con la Tierra. Mi abuelo apenas lo escuchaba. Sabía que se estaba burlando, pero quedó intrigado de que le hubiese comprado tan poco. Esa noche, a la hora de cenar, mi abuelo dijo: algo le pasa a Tesoro, dicen que anda regalando sus cosas porque ya viene el fin del mundo. Luego me miró y dijo: quiero que vayas a verlo porque tal vez necesite algo. No puedo porque estoy en exámenes, contesté. Entonces el sábado, dijo.


José Guadalupe Posada, Ilustración para el corrido La china

Estaba clareando cuando ensillé al ruano y me fui al paso a ver a mi padrino. Arrendé el caballo en el porche y toqué con el canto del puño. Todas las puertas y ventanas de la casa estaban cerradas. No me asombré mucho, recordarás que muchas casas de este pueblo están cerradas siempre; al parecer creen que así entrará menos el calor. Me senté en una mecedora del porche y me debo haber quedado dormido porque al rato oí los cascos del careto de don Tesoro. ¿Qué haces aquí, hijo? Vine porque mi abuelo me mandó para preguntarle si no se le ofrecía algo. No, qué va, dijo, pero puedes aprovechar para entrar a la biblioteca y ver si hay algún libro que te interese y te lo puedas llevar; he decidido que alguna vez te iba a regalar alguno; tal vez puedas llevarte más de uno. No padrino, sólo estoy aquí porque mi abuelo me ha mandado para saber si está usted bien y sé que quiere mucho a sus libros; bueno, dijo, te voy a dar una Biblia especial, la de la traducción de Casiodoro de Reyna y Cipriano de Valera; algún día la apreciarás y la podrás heredar a tus hijos.

Regresé a la casa con el libro empastado de cuero y hojas amarillas; algún día te lo enseñaré; en la primera hoja está escrito: pertenece irreversiblemente a Tesoro Pulido Vidal y a Ramona Valladares.

El domingo en la tarde a la hora de la comida mi abuelo dijo: don Tesoro está regalando todo; hay gente que hace cola para recibir alguna cosa; para no regalar dos veces a la misma persona, apunta en una libreta lo que ha dado y el nombre; ya regaló todas las gallinas, la cabra, el espejo, las mecedoras de caoba y mimbre, la silla de montar con la manzana de bronce, el escritorio con tapa de corredera, la hamaca, la cama, una luna redonda con espejo azul, ya sólo le falta que regale la mesa redonda de caoba de una pieza, el caballo careto y la biblioteca. Se ha vuelto loco dijo mi abuela. A todos les dice que el fin del mundo será el treinta y uno de diciembre a las once y treinta de la noche, es decir pasado mañana. No puede regalar el caballo, es una parte de él mismo ni la mesa de caoba que vino de un árbol del Petén y que ha estado en su familia por años y años.

Al otro día en el desayuno mi abuelo anunció: ya regaló el caballo y la mesa de caoba ahora sólo le falta regalar los libros. Me pregunto si regaló también la estufita de gas con que cocinaba. Ese hombre se va a morir. Todo por la sonsera de que el mundo se va a acabar. Toda nuestra familia está medio loca.

Mi abuelo me miró: no sé si tú también acabarás loco, con tanto libro que lees.

IV

Pasó el treinta y uno de diciembre y la madrugada del primero de enero me despertó mi abuelo moviéndome la cabeza. Despierta, cincha al caballo y ve a ver a tu padrino; le llevas este saquito de frijol y este de harina y este otro con leche en polvo. Le dices que cualquier cosa que necesite me avise. Todavía no clareaba cuando atravesé las calles del pueblo y tomé la carretera; los cascos del ruano herrado caían como mazos sobre los charcos que había dejado la lluvia de la noche; yo traía puesto el capote amarillo ahulado, anudado en la nuca. Llegué a su casa cuando el sol ya salía y la casa blanca relumbraba en la claridad del alba. Todas las ventanas y la puerta de entrada estaban abiertas. Entré y encontré a don Tesoro, sentado, solo y su alma, en medio de la habitación, en un catre de tijera. Estaba vestido con su traje de dril color caqui; a un lado tenía el casco de corcho y el fuete. Se veía que no había dormido en toda la noche y tenía los ojos rojos y los párpados hinchados. Sus ojos me miraron con un dejo de asombro. Salvo el catre no había nada y el suelo pulido brillaba como nunca.

Le dije suavemente: padrino, el fin del mundo ya pasó. Eso dicen los adventistas del séptimo día, contestó, lo que pasó es que hicieron mal los cálculos, igual que yo; luego dijo: no me arrepiento de nada como Don Giovanni, porque como dijo Spinoza, el que se arrepiente es doblemente miserable. Después se paró y tomó los saquitos que le había yo dado y los puso a un lado del catre. Tengo un poco de café dijo, fue a la cocina y me sirvió un café negro en un pote de peltre. Ahijado, dile a tu abuelo que no se preocupe; no he regalado mis libros ni tampoco mi casco de corcho, eso ya es mucho, algo de cordura me ha de quedar.

Entramos a la habitación en que estaba la biblioteca; la repasó con los ojos y dijo: no tuve el valor para regalar mis libros; de todas formas nadie los hubiera leído y hubieran quedado arrumbados en cualquier parte. Yo tenía esta biblioteca y otros libros que he perdido con los años. Como tenía tantos libros gané fama de alquimista y de mago entre mis amigos.

Tomábamos el café de pie y fue cuando me dijo: de todas maneras para mí, sin mi mujer, el mundo ha terminado y ya no tengo nada más que hacer aquí. Me preguntaste por qué había regresado; regresé para tratar de olvidarla, pero ahora sé que es imposible. Hace años me fui con ella a vivir a Jalapa, Veracruz, tenía un buen trabajo y además me gustaba lo fresco del clima; como tú sabes estudié ingeniería civil aunque nunca terminé; mi vida con ella era difícil; yo la adoraba sobre todo por sus artes eróticas, tenía una pasión incansable, aunque no sé si eso te diga algo. Eso y otras cosas me habían hecho muy feliz. Era una buena cocinera y yo la había hecho una buena bebedora. Siempre me hizo una gran compañía. Había en ella un dejo de crueldad o por lo menos a mí eso me parecía; tal vez eso ocurra en todas las mujeres después de que han convivido con un hombre muchos años. Era como si siempre me tratara de castigar. Tal vez ahora me puedas dar tu opinión sobre este punto.


José Guadalupe Posada, Horrible y espantosisimo acontecimiento, 1906

Era guapa y salerosa y tenía un porte imperioso. Ella siempre se quejaba de que quería vivir una vida más intensa, ir a los teatros, al cine, hacer fiestas y cenas, quería tener más dinero. Me pidió que hiciera un testamento y que le dejara todo a ella incluyendo este rancho y estas tierras. Le dije a todo que sí y firmé el testamento pero el rancho se lo escrituré a mi hija que vivía en Nueva Orleáns. Empecé a enfermarme y tenía diarrea y perdía peso y el pelo se me caía; una mañana noté que le ponía unos polvos blancos al café negro que tomábamos todas las mañanas; no le encontraba un sabor diferente al café; consulté a un médico y le pregunté si estaba yo siendo envenenado con arsénico, poco a poco, como a Napoleón Bonaparte o si me daba otras cosas como la datura estramonio o la aconitina. El médico me examinó las uñas y me encontró una línea blanca y me contestó que sí, y que si yo conocía el aqua toffana que era un mezcla sin sabor, de arsénico y belladona con el que envenenaban las mujeres a sus maridos durante el renacimiento italiano; lo había inventado una mujer, Giulia Toffana, quien recomendaba a las mujeres que se pusieran el veneno en los pezones para que los maridos se envenenaran, como si dijéramos, por su propia boca, durante el débito conyugal; le dije que no conocía dicha aqua y que si se podía saber si tenía arsénico en la uñas o en el pelo; el médico contestó que tal vez se podrían mandar las muestras a algún laboratorio de Estados Unidos o Europa pero por lo pronto no se podía saber de cierto. Le dije que mandara las muestras de todas maneras aunque los resultados tardaran meses en regresar.

Regresé a la casa y ahora la vigilaba cuando preparaba los alimentos y yo seguía empeorando y perdiendo peso, así que me adelanté y una mañanita le di en el café una dosis mortal de arsénico. Cayó embrocada sobre la mesa de la cocina. El médico diagnosticó un infarto cardiaco masivo y la fui a enterrar acompañado de unos cuantos amigos. Unas semanas después el médico me dijo que mi cabello y mis uñas no mostraban restos de arsénico. De todas maneras yo pensaba que si no era arsénico lo que me daba, habría sido otro veneno, que tira el pelo, como el que les dan a las ratas, según leí. De todas maneras apenas murió yo me mejoré y empecé a ganar peso y me salió pelo de nuevo; sin embargo cada día me sentía más triste en esa casa de Jalapa, ciudad en que la llovizna es perenne y triste, así que después de eso me regresé al pueblo y me traje mi biblioteca y la mesa de caoba; después me compré al careto y me volví misántropo y misógino. Después leí el texto de herr Rudolph Falb quien había pronosticado que el mundo se acabaría el primero de enero del año 1900 a las 0:45 horas. Comprendí que había cometido un error en su cálculo y le corregí la plana.

El mundo se acabará, no desesperes. En el entretanto me queda mi biblioteca; mira aquí tengo una edición del Quijote con los dibujos de Gustave Doré y una edición de la Divina Comedia con las ilustraciones de Sandro Botticelli. Tengo mi casco de corcho para resguardarme del solazo del mediodía. Ya no te puedo regalar más libros pero puedes venir a leerlos aquí. Siquiera no hubiera regalado la hamaca, le dije.

Salí a la puerta del frente, aturdido; me monté en el ruano y, de regreso me fui al paso, tristeando, pero cuando llegué al río me detuve a mirarlo, con su corriente brillante, nuevecito, como si lo viese por vez primera.