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México D.F. Martes 16 de diciembre de 2003

Se guarecía en un búnker en miniatura de 2.4 por 1.5 metros construido junto al Tigris

Una lóbrega celda subterránea, el último refugio de Hussein

Tenía latas de carne, fruta, varios libros de poesía y las obras filosóficas de Ibn Khaldun

Una maceta cubría la entrada a la guarida que no era, definitivamente, un cuartel de resistencia

ROBERT FISK THE INDEPENDENT
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Al Dwar, Norte de Irak, 15 de diciembre. Había cierta satisfacción en estar sentado en el último escondite de Saddam Hussein en esta tierra. Hace siete meses me senté en el trono presidencial forrado de terciopelo rojo, en el más grande de sus palacios de mármol.

Allí estaba yo hoy, agazapado en el húmedo y oscuro interior de concreto gris del que fue su retiro final, un búnker en miniatura enterrado junto al Tigris -de 2.4 por 1.5 metros-, tan semejante a una prisión subterránea como cualquiera de sus víctimas habría podido imaginar. En vez de candelabros había sólo un barato abanico de plástico adosado a un ventilador de aire. Me vino a la mente el rey Ozimandias, del poema de Shelley. Aquí fue, pues, donde los sueños finalmente se volvieron polvo. Y hacía frío.

Tenía comida, claro -latas de carne barata y fruta fresca- y encontré sus últimos libros en una choza cercana: las obras filosóficas de Ibn Khaldun y las doctrinas religiosas -pro chiítas- del teórico abásida Imam al-Shafei, junto con un montón de volúmenes de poesía árabe.

Había casetes de canciones árabes y algunos cuadros baratos de ovejas al atardecer y del arca de Noé atestada de animales. Pero no era éste un cuartel de la resistencia, un lugar desde el cual pudiera conducirse una guerra o emprender una insurgencia.

Para trepar al interior de éste, el más famoso de los escondrijos -y recordemos que no se trata del búnker del Führer con guardias de las SS, conmutadores y secretarias tomando al dictado las últimas palabras para la posteridad-, tuve que sentarme en la trampa de madera y deslizar las piernas por una estrecha abertura, buscando con los pies los cuatro escalones hechos de tierra. Se usan los brazos para ir bajando al último reducto de la historia baazista iraquí, y luego queda uno sentado en el suelo, sin luz eléctrica ni agua: sólo las paredes de concreto, el ventilador y un techo de tablas. Arriba hay tierra, y luego el grueso piso de concreto del patio de la deteriorada choza de una granja.

journalist_looks_ssdLa construcción del escondite de concreto debe haber tardado bastante tiempo -por lo menos semanas- y sospecho que hay muchos otros escondrijos a lo largo de los bancos de carrizo del Tigris. Pero arriba de esta lóbrega celda subterránea había una especie de paraíso, de gruesas hojas de palmera y árboles cuajados de doradas mandarinas, del canto de pájaros ocultos en las copas de los árboles. Había incluso un viejo bote pintado de azul arrumbado junto a un muro de frondas, última oportunidad de escapar cruzando el plateado Tigris si los estadunidenses se acercaban.

Y, por supuesto, se acercaron desde dos direcciones la noche del sábado, tanto desde el río como por el lodoso camino de acceso por el cual me guiaron hoy soldados de la cuarta división de infantería. Como indicó el capitán Joseph Munger, del cuarto batallón del 42 regimiento de artillería de campo, era fácil emboscar a Hussein, pero igualmente fácil que él los oyera acercarse. Debió haber corrido desde la choza, donde estaba tomando sus alimentos -derramando en el suelo de lodo un plato de frijoles y carne, según me di cuenta- y escurrió su rolliza figura hacia dentro del hoyo. Cuando los estadunidenses registraron la choza, no hallaron nada sospechoso, excepto una maceta colocada en extraña postura encima de algunas hojas secas de palmera, dejada allí presumiblemente por los dos hombres que fueron atrapados más tarde, cuando trataban de escapar. Debajo encontraron la entrada a la guarida.

¿Qué pudimos haber aprendido sobre Saddam este día, en su última residencia privada en Irak? Bueno, había elegido ocultarse a sólo 200 metros de una capilla que marca su famosa retirada a través del Tigris, en 1959, cuando como joven guerrillero escapaba tras intentar asesinar al presidente iraquí de entonces. Fue allí donde se arrancó una bala del cuerpo, y en una colina, a la vista de este palmar, está la mezquita que marca el punto donde, en un café, Saddam suplicó en vano a sus compañeros de tribu que lo ayudaran a escapar. En sus días finales como hombre libre, Hussein se retiró al pasado, a los días de gloria que precedieron a sus carnicerías.

Contaba con un pequeño generador, que encontré conectado a un refrigerador en miniatura. Este aparato estaba en un costado de la choza, distante sólo tres metros del agujero, y contenía botellas de agua y un frasco de medicina con la etiqueta "Dropil". Había encima un tubo de crema para el cutis, otro de crema humectante, un estuche de costura, una bolsa de celofán y -cómo ha de haber sido acosado por mosquitos a los que no impresionaban los castigos baazistas- una lata de repelente. Dos camas viejas y algunas sábanas sucias.

En la cocinita construida en el cuarto de al lado había salchichas puestas a secar, plátanos, naranjas y, cerca de una palangana para lavar trastos, latas de pollo jordano, carne de res y atún. Las moscas se arremolinaban bajo el techo de hierro corrugado y no me sorprendió descubrir botellas de desinfectante de frutas y verduras en la alacena. Sólo las barras de chocolate se veían frescas.

¿Qué descubrió aquí Saddam en estos últimos días? ¿Paz espiritual después de años de locura y barbarie? ¿Un lugar para reflexionar sobre su tremendo pecado, de llevar a su patria de la prosperidad hacia un mundo de ocupación y humillación, a través de la invasión extranjera, el aislamiento y años de tortura y supresión de enemigos? Los pájaros debieron cantar por las tardes, las frondas de las palmeras debieron haberse mecido arriba de su cabeza por las noches. Pero luego debió haber estado el miedo, el conocimiento constante de que la traición acechaba en el huerto vecino. Debió haber hecho frío en ese agujero. Y nunca tanto frío como cuando las manos del todopoderoso Washington se extendieron a través de los océanos y continentes y llegaron a posarse en esa maceta de extraño aspecto y sacaron al aspirante a califa de su minúscula celda.

© The Independent

Traducción: Jorge Anaya

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