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México D.F. Jueves 8 de mayo de 2003

Soledad Loaeza

Joe McCarthy en México

Los años 50 del siglo XX en Estados Unidos serán recordados por los inicios del rock and roll y por la cacería de brujas que promovió el senador estadunidense Joseph McCarthy en contra de personas e instituciones en nombre del combate al comunismo. Su apellido dio origen al término macartismo, que se utiliza sobre todo para referirse al anticomunismo primitivo, a intolerancia ideológica y a la violación de las garantías individuales bajo el cobijo de un fin superior. Sin embargo, el macartismo no es solamente una postura ideológica o una actitud política, es también y sobre todo, un método de hacer política. Se trata de destruir al adversario mediante la denuncia escandalosa de supuestos crímenes y bajezas que se le atribuyen sin más fundamento que la labia del denunciante y los prejuicios de su público. Algo muy similar a lo que numerosos políticos y periodistas hacen en México desde hace ya varios años, arropados por la libertad de expresión y el derecho a la información.

Las investigaciones más recientes que se han dado a conocer en Estados Unidos sobre el senador McCarthy (La Jornada, 6 de mayo) muestran que sus feroces acusaciones no estaban sustentadas en ninguna prueba. Sin embargo, protagonizó escenas estelares delante de la televisión, agitando un puñado de hojas -que nunca nadie vio de cerca- mientras vociferaba que en su mano tenía las listas con los nombres de los espías comunistas infiltrados en el ejército y en el Departamento de Estado, a los que había que castigar y encarcelar en defensa de la libertad. Nunca se supo cuáles eran esos nombres, y ahora sabemos que nunca los hubo. Las actuaciones de McCarthy eran tan delirantes que intimidaban cualquier forma de reacción o protesta. Ahora ha quedado demostrado lo que muchos sospechaban, que McCarthy era un farsante. Su objetivo no era descubrir la verdad de una supuesta conspiración comunista contra la democracia de Estados Unidos, sino hacerse presente en el Congreso mediante el escándalo, llamar la atención de los micrófonos y de los reflectores sobre su persona. Es posible que su objetivo primordial ni siquiera fuera honestamente ideológico. Se trataba simplemente de darse a conocer, de que su nombre estuviera en la boca de muchos, era una manera de hacerse publicidad. Y lo logró, aunque fuera sólo por un tiempo breve. Sin embargo, McCarthy que siempre fue un político mediocre, conoció la gloria de ocupar los titulares de los periódicos e infundir miedo, que no respeto, gracias a que sus calumnias caían en el fértil terreno del anticomunismo estadunidense que se había arraigado firmemente en ese país desde los años 20. Gracias a eso el macartismo arruinó reputaciones, vidas, puso fin a carreras políticas y artísticas, empobreció a Hollywood y en general, a la cultura estadunidense, y generó un clima de terror inolvidable.

Cuando los historiadores de mediados del siglo XXI escriban la historia de la democratización en México, encontrarán que la calumnia fue un arma repetidamente utilizada por los aspirantes al poder o a la atención del público. No pasa una semana o un mes sin que la opinión pública se entere de algo "horroroso". La extensión de la estrategia política macartista es tal que hoy en día basta, por ejemplo, con que el coche de una figura pública coincida en un alto con una camioneta Cherokee negra blindada, con vidrios polarizados, para que alguien, que puede ser cualquiera, acuse al personaje de tener vínculos con el narco. A partir de ahí los medios se darán vuelo con todo tipo de especulaciones y rumores; habrá denuncias, entrevistas con madres solteras que "tal vez" fueron burladas por el ya narcopolítico en cuestión, y en la Cámara de Diputados no faltaría el legislador que solicitara la formación de una comisión especial para investigar el caso. Al poco rato la calumnia aquella habrá caído en el olvido, desplazada por otras, y los calumniadores seguirán tan campantes.

En estos años en México la calumnia ha adquirido cierta forma legítima, de la lucha política -y de la competencia comercial-. Su importancia y su alcance se explican porque son uno de los vértices del triángulo en que están encerrados los políticos y los funcionarios públicos mexicanos; los otros dos son: la desconfianza, que es rasgo característico de nuestra cultura (según advierte la encuesta sobre valores de Latinobarómetro), y su hermana cuatita, la suspicacia. Es tal vez por esta razón que nadie le da suficiente importancia a la calumnia. Pero nuestra vida pública no sería el pantano en que muchos se empeñan en convertirla si todos aquellos que hacen política a punta de señalamientos moralinos y acusaciones sin fundamento, dedicaran su ingenio y su creatividad a pensar en lugar de a denunciar.

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