Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 7 de julio de 2013 Num: 957

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Una especie de
resistencia cultural

Paulina Tercero entrevista
con Enrique Serna

Nuno Judice, Premio
Reina Sofía 2013

Enrique Florescano
entre libros

Lorenzo Meyer

Homenaje a
Enrique Florescano

Javier Garciadiego

Los narradores
ante el público

José María Espinasa

Leer

Columnas:
Bitácora bifronte
Ricardo Venegas
Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
Galería
Rodolfo Alonso
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
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Verónica Murguía

Mi reino por un basurero

Hace algunos años tuve la suerte de vivir frente al parque de San Lorenzo, en la colonia del Valle. Todo era perfecto: el edificio, los vecinos, la vista. Los basureros, ay, escaseaban, aunque sí había algunos para el uso exclusivo de los paseantes.

Para los vecinos estaba el camión de la basura. Era un vehículo feísimo e hilarante, adornado con cabezas de muñecas, osos de peluche enlodados y pósters de muchachas encueradas. Anunciaba su presencia con el repicar de la campana y llegaba arrastrando triunfalmente una bolsa colosal destinada dizque  –eso reza un letrero en inglés impreso en el frente– al transporte de cacahuates, pero que en el df se llena de basura heterogénea y apestosa.

Lo malo del camión, si descontamos la fragancia mareante que exhalaba, era el horario: siempre distinto. A veces llegaba tempranísimo y todos salíamos enfundados en el uniforme del chilango desmañanado: piyama, tenis, un súeter, pelos parados y cara de extravío. Otras, muchas, llegaba cuando ya nos habíamos ido a trabajar. Entonces, cuando caía la noche, los vecinos salíamos con nuestras bolsas y al amparo de la oscuridad tirábamos la basura en un contenedor enorme ubicado cerca del atrio de la iglesia.

A mí me remordía la conciencia cuando dejábamos la basura allí, ya que a unos pocos metros había una lápida y me parecía un poco sacrílego que le cayeran cáscaras de plátano o posos de café. Pero preferíamos hacer eso a llenar hasta los bordes los pequeños basureros destinados al detritus festivo de los visitantes del parque. Nos íbamos felices a dormir, ya que como dice un precioso cuento de Jazmina Barrera, pocas cosas lo hacen sentir a uno tan ligero y libre como tirar la basura.

Pero sucedió que la delegación determinó que ya no se podía usar el contenedor más que para la hojarasca. Los mismos policías que jugaban básquet mientras los vecinos paseábamos entre los setos y que al vernos daban las buenas noches, se convirtieron en los celosos guardianes del contenedor. Y llegó la noche fatal en la que amenazaron con conducir a la señora del 4 a la delegación si dejaba allí sus bolsas:

–Pero, poli, entienda por favor: ¿dónde la voy a tirar si no es aquí? Cuando llega el camión yo ya me fui a llevar a los niños a la escuela.

–Yo no sé, señora, pero aquí no se puede.

–¿Qué quiere que haga?

–Pues no sé, nada señora, pero aquí no la puede dejar. Son órdenes. Luego a quien regañan es a mí…

–Pues yo la dejo aquí. (Patada en el suelo.)

–Y yo me la llevo a usted a la delegación. ¡Pareja! –gritó el poli, llamando a su compañero.

Se acabó la armonía.

Comenzó la etapa conocida en la historia de mi matrimonio como la “persecución del camión”.  Consistió en ir con las bolsas de basura a dar vueltas por la colonia hasta descubrirlo. Si estaban recogiendo basura en otra zona, les dábamos las bolsas, las gracias y una propina con la expresión arrobada de quien obtiene un don.

Suelo quejarme de quien tira la basura en la calle. Pero no hay botes y por eso las cabinas telefónicas están rebosantes de botes de Frutsi, chicles masticados y porquerías varias.

No sé si el jefe de gobierno ha pensado en la cantidad de dinero que se ahorraría la ciudad si hubiera basureros. En primer lugar, no se taparían las coladeras y no habría tantas inundaciones, lo cual le ahorraría a la Unidad Tormenta mucho trabajo.

En segundo, no veríamos por todas partes las artísticas instalaciones de bolsitas llenas de caca de perro que afean el universo.

En tercero, la comida que se vende en las banquetas estaría menos contaminada, hecho que se traduciría en menos enfermedades y menos hospitales públicos rebosantes de gente con diarrea.

Y ya que estamos en esto, creo que se deberían instalar baños públicos eficientes por toda la ciudad. Baños vigilados, bien iluminados, limpios. A dos pesos la entrada. Darían empleo a muchos, alivio a la mayoría y una sensación de dignidad a todo el mundo. Se acabarían las botellas de refresco llenas de pis, el fecalismo humano, el pañal hecho bola sobre la banca del parque.

Cada vez que me entero de un cochupo delegacional, pienso: nuestros impuestos deberían servirnos a nosotros, no a ellos. ¡No hay botes de basura! ¡Contenedores!

Mientras, los capitalinos van con el vaso de unicel, la envoltura de las papas o la cajetilla vacía pensando cómo abandonarla sin ser muy obvio. Y apretando el paso para llegar al próximo Sanborns y entrar en el baño.